Por Alberto Guzmán
“Mis lectores aprecian que emplee el humor para decir las cosas serias, especialmente cuando contamos historias que, en el fondo, no tienen nada de divertidas”. Juan Eslava Galán
Cuando uno se pone a ojear libros sobre la Guerra Civil lo primero que hace es mirar a ver de qué bando es el autor –“¡yo de este no leo nada que es un facha!” ¿Les suena?-. Este autor del que hoy les hablo sin embargo es capaz de presentarnos datos de fuentes tan dispares como Ricardo De la Cierva –a quién creo que ya ni resultará polémico llamar historiador profranquista-, pasando por fuentes documentales de primera mano, como las anotaciones personales de no sé qué miliciano en no sé qué frente o hasta las historias de la guerra del tío de un amigo. En todo este montón de papeles, Juan Eslava Galán se limita a mostrarnos lo que hay, quedándose él en un lugar intermedio y, sobre todo, dejando claro qué es lo que pudo ocurrir de verdad y qué es lo que no está tan claro que sea verdad. Un punto de vista simplemente escéptico.
El problema de tener miedo a decir que unos fueron más buenos o los otros fueron más malos es que se puede caer en la reserva de decir claramente que uno de los bandos era una dictadura fascista que atacaba a una democracia liberal. Alguno incluso tendrá miedo de decir la palabra fascista no vaya a quedar muy maniqueo.
Pero su gran valor, el que vertebra el lomo de este libro es: la historia es narrada a través de intrahistorias con las que se comprende mejor el carácter casero de esta guerra entre vecinos. El libro –que realmente es un ensayo- a ratos está incluso novelado y la historia seva viendo a retales desde los ojos de algún pequeño actor, sea secundario o protagonista –como el pobre desgraciado al que torean, banderillas incluidas, como castizo e imaginativo modo de ejecución-. Con diálogos y todo.
Por cierto, capítulo memorable el que narra como si tuviéramos una novela en las manos el famoso discurso de “Venceréis pero no convenceréis” de Unamuno en la Universidad de Salamanca; gresca con Millán-Astray y Carmen Polo mediante.
Un libro de Eslava Galán tiene tres puntos fuertes: su extensísima documentación sobre cualquier tema que trate –que no han sido pocos-, su lucidez y escepticismo, y una ironía fina como un hilillo de seda que deja deslizar de manera sutil y genial entre tanto rigor y seriedad. El libro está increíblemente bien documentado y el talento expositivo del autor es casi tan monumental como su munición narrativa. En ningún momento cae Eslava Galán en la trampa fácil de la palabra que sobra. Ningún sinónimo culto se vuelve pedantería y su excelente trabajo de documentación se aprecia incluso en el uso del lenguaje propio del tema y de la época.
De hecho, en el título dice el autor que la historia está narrada para que no le guste a nadie; otros títulos de sus libros decían dirigir la obra a los escépticos. En estas obras subyace el mismo espíritu: el de la exposición escéptica y rigurosamente documentada. Eslava Galán es el mejor divulgador del positivismo en las letras españolas, sólo que éste, al contrario que otros a los que también se llama divulgadores, sí que puede ser leído sin ningún esfuerzo por el ciudadano medio o por el que no esté por la labor de hacer el esfuerzo en digerir un ladrillo –algo a veces tan desgraciadamente necesario-. Es más, se lee con mucho gusto y te engancha desde el principio.
Que no les engañe a ustedes esa pinta de profesor de instituto de un pueblo de Jaén. Este autor tan acostumbrado a tratar temas como la Guerra Civil, los Visigodos o las rutas de la Andalucía profunda tiene de rancio lo que yo de monje y su sentido del humor es su escudo de armas. Si quieren ver en todo su apogeo su genial y sarcástico sentido del humor, con el que tira contra todo lo dogmático, véase su fantástico El catolicismo explicado a las ovejas (del señor). Cuando se pone a repartir críticas a curas, políticos o hasta a colegas de profesión lo hace de lo lindo y le sobra metralla –metralla muy finita y sutil, como ya he dicho- para todos.
Y es que, al final, de eso va este libro sobre la Guerra Civil, de colocarse en contra de todo lo dogmático. Explica lo que dicen unos, lo que dicen otros –emitiendo continuos juicios de valor, eso también, por descontado- y a ratos se nos tiene que dibujar una sonrisa inesperada y cómplice de admiración entre tanto drama y tanta sensibilidad aún a flor de piel.
Sirva como ejemplo cuando se cuenta la historia de la talla de Lenin que fue colocada por los nacionales en la iglesia de un pueblo para representar a las hordas ateas y que durante la transición volvió a ser la representación de un moro para no ofender a los comunistas: “(Ahora, el moro vencido de Castaño del Robledo vuelve a ser políticamente incorrecto, especialmente tras la amenaza del fundamentalismo islámico. Quizá sería aconsejable sustituirlo por un marciano). Remata.
En fin que una fina dosis de humor hace más llevadera la lectura e incluso el peso de una carga tal como la de una historia que muchos autores consideran el mejor ejemplo del cainismo español que, si es que existe de verdad, se representa en estas páginas de manera brillante. Con los dos gañanes que pintó Goya enterrados hasta las corvas y dándose de garrotazos como portada y como avance de lo que nos vamos encontrar.
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