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Richard Mascherin, entre otras cosas, definió en la puesta en común con el público tras la actuación, a esta pieza como una ficción de las numerosas “ficciones” que hemos consumido a lo largo de nuestra vida. A lo que yo añadiría, que esto supone enfrentarse a dificultades a la hora de distinguir dónde están sus fronteras con lo que se da en la realidad, o peor aún, en descifrar hasta qué punto se han contaminado entre sí.

 

En los tiempos que corren, afortunadamente, las relaciones afectivo-sexuales se sustancian en acuerdos y en la búsqueda de modelos que se adecuen a las necesidades de los implicados, no a la reproducción “obediente” de otros que confunden los medios con los fines, bajo la premisa que es “lo políticamente y moralmente correcto” (con todo lo que ello lleve consigo). Ahora bien, lo anterior superará su fase de “alternativa” una vez que de forma colectiva, nosotros los seres humanos, transformemos, performativamente, lo que en entendemos por “lo común” o “lo normal”.

He allí que las “tres cartas de amor” que se recitaron en escena, nos parezcan familiares y a la vez sujetas a una serie de estereotipos que siguen vigentes en mayor o menor medida. Hay tanto dolor, confusión o frustración que tenemos todos entorno a temas del amor y el cómo gestionarlos de manera sana, que parece que “enamorarse” o estar dentro de una relación implica estar en arenas movedizas. Es decir: uno puede retorcerse, pedir auxilio, estar desorientado, etc… ello no nos librará de “estar dentro”. No obstante, esta pieza de este profesional canario, no pretende que nos abalancemos a modelos como la anarquía relacional (básicamente, es una corriente que defiende que no se deben mantener vínculos ni etiquetas que, conserven los modelos de relacionarnos tradicionales. Esto incluye a nuestras relaciones de amistad, familiares o afecto-sexuales), ni cosa que se le parezca; sino en realidad, que estemos cara a cara a todo el imaginario que hemos construido entre todos. Por si queda alguna duda, el amor como tal, no queda desprestigiado a lo largo del desarrollo de esta pieza, es más, se vislumbra que hay algo que nos empuja a buscar sentirnos íntegros a través del mismo, y a correr más riesgos que, no cualquier ser humano, podría estar dispuesto a confrontar en vida.

 

Foto: Pablo Lorente

 

He aquí un acto romántico se centró en ponernos ante una serie de imágenes y sentencias para que aquello que todavía no hemos alcanzado si quiera ponerle nombre, al menos la sinteticemos con “fotografías” y con secuencias que llegaron a ser tan cinematográficas, que parece que uno estaba ante un recuerdo difuso o en medio de un sueño (en esto el diseño de iluminación, la dramaturgia y el ambiente sonoro, fueron fundamentales). Fomentando que nuestros “mecanismo de defensa” sean insuficientes, mientras que en nuestro “tiempo de ocio” no nos privemos de sacar algo nuevo en claro.

 

Foto: Pablo Lorente

 

 

Lucía Montes, Javier Mario Salcedo y Richard Mascherin pusieron todo su cuerpo, su ser…, al servicio de un trabajo que exigía la máxima de las implicaciones. Es decir: aquí no bastaba ser un buen profesional de lo escénico, sino ser valientes y perseverantes para dar con la tecla que les condujesen a llevar a cabo una interpretación creíble y sólida. En medio de un trabajo en el que se requiere tener templanza, o de lo contrario, todo hubiese quedado entrecortado ante el público. O dicho de otra manera: a pesar de que estos tres bailarines estaban elevados sobre un buen soporte (iluminación, ambiente sonoro y dramaturgia), la mayor parte del peso de He aquí un acto romántico estaba sobre sus hombros.

 

Foto: Pablo Lorente

 

 

En definitiva, He aquí un acto romántico me parece un trabajo monumental a pesar de que sea de pequeño/medio formato. De verdad, que no es imprescindible contar con un elenco de diez bailarines y demás medios de una superproducción, para dejar “desarmados” a cada uno de los que integramos su público.

 

 

 

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