Hace algunos años elegí como complemento a mis estudios de Literatura Comparada un par de asignaturas sobre literatura italiana. Aquellos cursos me impactaron profundamente y cambiaron en diferentes aspectos mi forma de entender la escritura. En primer lugar, gracias a una refrescante relectura de Boccaccio, de Petrarca y, como no, de Dante. Después, por toda la lírica de Leopardi, por el barroquismo de D´annuzio, por Lampedusa y por la delicadeza de Basani. Y quedaba lo mejor: la explosión narrativa de Manzoni y la prosa de Giovanni Verga; una prosa certera como una pedrada en la cabeza, aromática como un terrón de tierra húmeda, sabrosa de pan y de sal y de aceite de oliva. Una forma de escribir que abrió una brecha de sangre en mi percepción de escritor. Ahora, tiempo después, ediciones La Línea del Horizonte recupera los relatos de Verga en el volumen Historias sicilianas. Es vuestra oportunidad, achtungers!, de leer a una de las grandes prosas italianas de todos los tiempos.
Las páginas dictadas por Giovanni Verga huelen a cebollas y a sudor. Al sudor de las mujeres que cocinan en los primitivos fogones de las casuchas de los pueblecitos sicilianos, al sudor de los hombres que se pelean con los campos; también huelen al aceite y al miedo. Al aceite de oliva prensado a mano y rezumante en las pieles saladas de los cuerpos, al miedo de los trabajadores bajo la amenazadora sombra de la malaria.
Los relatos de Verga, en estas Historias sicilianas, conforman un díptico: en un lado, Vida en los campos, en el otro, Relatos rústicos. En el centro: el espíritu de la ostra, esa sensación de comunidad que es capaz de superarlo todo, de aferrarse a lo que sea con tal de salir adelante, de alcanzar el siguiente día, por difíciles que sean las situaciones, por miserable que resulte la existencia, por imposible que sea vivir.
Ese espíritu de la ostra alimentó una de sus grandes novelas, Los Malavoglia (Cátedra), en donde los marineros arreglan sus redes con la mirada puesta en la próxima jornada en el mar, con el respeto por todos aquellos que no regresaron de la que fuera su última singladura; un texto que hiela el alma, calienta la cabeza y sobresalta el corazón… Similares reacciones fisiológicas se reproducen en este volumen de cuentos.
Porque Verga es un escritor realista que alcanza más allá: es verista. Y por eso nos presenta los jirones más amargos e incómodos de la realidad. Los más tremendos. Porque también tiene mucho de tremendista. Verga es un Galdós bueno, un Galdós de soportales virados en sombra mientras afuera el sol de agosto calcina los campos, un Galdós de empedrados, no de garbanzos; y también es un Cela de Pascuales Duartes, de violencia insensata, de grandes pasiones y pulsiones.
También es un Blasco Ibáñez de Arroz y tartana o de La barraca (ambos en Alianza Editorial), con unas anguilas aceitosas para comer bajo el imponente sol de Sicilia, luminoso y doloroso como un cuadro de Sorolla, agostador como el fuego de todos los infiernos juntos. Unos lugares, los de Verga, en donde los hombres y la naturaleza se enzarzan en una lucha tan desigual que termina por resquebrajarse en furibundos ataques de pasiones desaforadas. No queda otro remedio.
Por ello, no podía ser de otra forma, Mascagni compuso una ópera inmortal desde su relato Caballería Rusticana, pero podría haberlo conseguido con cualquier otro cuento. En ellos, los principales elementos de un libreto operístico que se precie, brotan como de un eterno manantial de sensaciones: amores extremos, sufrimientos profundos, celos enquistados, rabia, locura animal, sensualidad peligrosa, violencia, ira, todo ello en un escenario propicio para desencadenar los dramas: el inclemente cronotopo siciliano, reseco de sed, ahíto de mares, refulgente de soles, plagado de tumbas.
Será esta naturaleza leopardiana, en su más amplio, pero también en el estricto sentido de implacabilidad, la que azota al individuo desde la cuna hasta la tumba, sin ofrecerle el menor descanso, la verdadera protagonista de los Relatos rústicos. Unos campos que se resisten a ser sembrados, que cuando parece que han claudicado y ofrecen la promesa de la cosecha se echan a perder con súbitas neblinas, una tierra quebrada de sed en donde habita la malaria.
Tal vez sea Malaria uno de los relatos fundamentales del libro. Si en la primera parte del díptico, en Vida en los campos, se refleja cómo la dureza de la batalla contra el territorio por arrancarle unos granos de comida acaba desencadenando la furia entre unos y otros, como un vehemente vehículo de amor, locura y muerte, al estilo de los relatos de la jungla del uruguayo Horacio Quiroga, en la segunda mitad nos encontramos un combate demencial contra la propia naturaleza, por la mera subsistencia en un entorno crítico. Una batalla que se compone de una mezcla de amor y de odio, porque el terruño es la patria, pero también es la condena a morir sin dinero, sin tener nada que comer, enfebrecidos por la enfermedad.
En efecto, he recordado a Quiroga, porque Malaria entronca con esos relatos de sangres y fiebres de los pantanales de Misiones. La naturaleza se muestra como una madre vengativa y celosa de sus frutos, que no permite, salvo a grandes costes, extraer de su seno las riquezas. Los hombres, enloquecidos de cansancio y trabajo, desatan sus pasiones, y bregan con sus vidas tal y como se afanan en las insatisfactorias tareas, ya sea en las junglas o en el campo.
Por lo tanto, la Sicilia de Malaria es una Sicilia de tercianas y mantas empapadas en sudores fríos, de pañuelos atados alrededor de las mandíbulas para contener el castañeteo de los dientes, de rostros amarillentos y cenicientos, de sulfatos y medicinas, pero sobre todo, es una Sicilia de crueldad, miseria y muerte en donde impera una ley natural primitiva y salvaje.
Si empezamos por la primera tabla del díptico de estas Historias sicilianas, esa Vida en los campos, observamos como los sacrificios del trabajo sobre la tierra, a pesar de estar presentes como un negro nubarrón sobre las cabezas de los protagonistas, se ven relegados a un segundo lugar, o tan sólo como si cumplieran la misión de ser conformadores de la personalidad furiosa, celosa, flamígera y furibunda de quienes se asoman por esas páginas. Por eso, Caballería Rusticana es una muestra tremendista de pasiones desatadas: el amor, los celos y la venganza, cuya combinación, siempre, acaba en muerte.
Después, el relato La loba, abunda en una sexualidad desatada e incontrolada, como una prolongación de los trabajos con la prensa del aceite o las vaharadas del carbón y el fuego de la fragua. Aceite, carbón, sarmientos, elementos naturales que se cargan de pasión y deseo voraz para conformar una personalidad, la de La loba, obsesiva y hambrienta; diríase que la mujer se ha transmutado en una de las criaturas que habitan la isla, que triscan por el monte y que se esconden en alguno de los agujeros.
Ante semejante principio, de comportamientos que van más allá de lo irracional, desencadenados en odios y amoríos, en egoísmos bajo el sol de plomo, Giovanni Verga se siente en la obligación de serenar, momentáneamente, su escritura, y aclararle al lector los motivos por los cuales ha colocado estos descarnados cuadros frente a sus ojos, esos retratos de personas obstinadas en sobrevivir en dónde lo más sencillo sería dejarse morir: cuando lo más fácil es odiar, ellos eligen amar con una amor posesivo, egoísta y sepulcral.
En la pieza Capricho, el autor trata de exponer el espíritu, entre realista y naturalista, que se desprende de estos cuentos:
“Para poder comprender semejante testarudez, que en algunos aspectos es heroica, tenemos que empequeñecer nosotros también, acotar el horizonte entre dos pedazos de tierra, y mirar con el microscopio los pequeños motivos que hacen latir los pequeños corazones ¿Quieres mirar también tú a través de esta lente? ¿Tú que ves la vida desde el otro lado del catalejo? El espectáculo te parecerá extraño y tal vez por eso te divertirá”.
Pues aquí lo tenemos, el objetivo principal de Verga, ese catalejo que es como el del Magistral don Fermín de Pas al principio de La Regenta (Cátedra), cuando desde lo alto de la catedral de Vetusta contempla a la gente de la localidad como si fuera un entomólogo asomado a su microscopio, estudiando el comportamiento de unos insectos. Precisamente eso, como De Pas en el arranque de la novela de Clarín, es el escritor realista: un biólogo de la naturaleza huma, que nos la presenta en cortes ampliados a nosotros, sus lectores.
Así, Verga nos ofrece una serie de personajes cuya existencia cotidiana es analizada, para descubrir, tras el velo de lo normal, las grandes tragedias que conforman estas vidas. Al desfile de costumbres se nos une Jeli el Pastor o Pelirrojo Mal Pelo, condenado a la miseria de la mina, en donde su padre murió sepultado, y eso parece significar un destino sellado para el hijo. Multitud de personajes se van sumando a los relatos de ambas partes, bien sea batallando contra sus pasiones y pulsiones, bien sea enconándose con la naturaleza.
Esta es otra de las características de los relatos de Verga, que sus personajes atraviesan diferentes cuentos, dotándolos de una unidad y una estructura de continuidad que hace que tomen un gran relieve. Personajes que, incluso, como ocurre en Historia del asno de San José, son animales, como una forma de mostrar, desde su perspectiva de contrapunto, el comportamiento humano.
En efecto, son estas Historias sicilianas de Giovanni Verga un estudio del comportamiento humano, de su resistencia. Porque el objetivo del autor en estos cuentos, tal y como le relata a su colega el escritor Salvatore Farina en una carta que encabeza uno de los relatos, es “el estudio del gran libro del corazón”.
Porque para Verga la existencia humana es un misterio, un gran enigma las pasiones que la conforman. Y a estas alturas nosotros ya lo sabemos: la buena literatura se alimenta de pasiones y enigmas, porque solo así, cuando los muestra y los revela, es capaz de tocarnos el corazón.
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