#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
Agonizaba el siglo XVIII cuando el poeta y visionario William Blake pronosticó, en una de sus esotéricas obras, las sagradas y terribles nupcias del Cielo y el Infierno, considerados estos como símbolos supremos del Bien y el Mal. Advertía el místico inglés de la necesidad de dar cobijo en el cuerpo a los tumultos del alma para mejor encontrar el sendero a recorrer para entrar en el Palacio de la Sabiduría.
Entrando ya en las postrimerías del siglo XX, otro visionario, en esta ocasión un cineasta, decidió propinar una elegante bofetada a todos aquellos que habían denostado sus trabajos anteriores calificándolos de excesivos y propios de la serie B más deleznable.
David Cronenberg dirigió, en 1988, una pequeña joya que retiraba para siempre de su testuz la corona de gurú del horror más abusivo, para acomodar su trabajo a los parámetros clásicos en los que más cómodo se encontraría a partir de entonces a la hora de narrar cinematográficamente la mayor de sus obsesiones: la dicotomía entre el Bien y el Mal, el peligroso y violento coito que ambos ejecutan en el recóndito tálamo del corazón humano.
En Inseparables, el director canadiense decide ejecutar un triple salto mortal, al edificar la guarida de bondad y maldad en el corazón humano de dos personas distintas que, a la par, son idénticas, y poner en escena la lucha feroz de ambos sentimientos, su cálido abrazo, su amor imposible.
Con un ritmo pausado y uniforme, alejado de la epilepsia fílmica de sus anteriores obras, Cronenberg nos relata la vida de los hermanos Mantle, Elliott y Beverly, reconocidos ginecólogos especializados en tratar la infertilidad femenina, que comparten absolutamente todo: trabajo, vivienda, amistades, gustos, mujeres…sí, también las mujeres. Porque los hermanos Mantle son gemelos idénticos, y aquellas féminas que, tras pasar por su consulta, se sienten atraídas por alguno de ellos gozarán indistintamente del cuerpo de ambos sin tener constancia de estar copulando con personas distintas. Pérfido pero inocente (así lo creen ellos) pasatiempo el de los dos hermanos, que les permite comprobar si las sensaciones que experimentan al entrar en una mujer son también idénticas.
Aunque hay cualidades que se van revelando al espectador, en cada uno de los hermanos, que nos indican que, a pesar de todo, existen diferencias, y que éstas radican en la moralidad de ambos ginecólogos, más laxa la una, más estricta la otra. Bien y Mal, ya lo decíamos al principio.
Para dar vida a los dos protagonistas, Cronenberg confió en un inconmensurable Jeremy Irons, proporcionando al actor uno de los momentos álgidos de su intachable carrera. Ayudado por la novedosa (en aquella época) técnica digital del split-screen, puede el espectador gozar de la visión, en pantalla, a la par, de ambos hermanos, interpretados los dos por el mismo actor. Y es Irons el que, con una sobrecogedora verosimilitud, da vida indistintamente a Elliott y a Beverly. No precisa el actor inglés, ni siquiera, pronunciar palabra alguna para que sepamos cuál de los dos hermanos es en cada momento. Con una economía gestual digna de figurar en cualquier manual de interpretación, únicamente moldeando, como si de barro se tratase, su magra complexión facial, nos descubre este excepcional intérprete la auténtica alquimia del gesto.
Pero la cinta no sería tan inquietante y angustiosa como llega a ser si no hubiese conflicto (o apareamiento) entre las máximas morales que parecen guiar los pasos en la vida de cada uno de los hermanos Mantle, si no comenzasen las festividades que darán lugar al definitivo matrimonio entre el Cielo y el Infierno que pronosticase el visionario poeta inglés. Y el desencadenante de dichos esponsales será una actriz en horas bajas obsesionada por la maternidad que acude a la consulta de los célebres hermanos. Tras la aparición en escena de una brillante Geneviève Bujold, grandiosa en su papel de doble amante dolorida, la película comenzará a caminar lenta pero segura el sendero de la angustia y el desasosiego, poderosamente mostrado no sólo mediante los hechos que acaecen sino también por la lóbrega ambientación, la oscura puesta en escena, la perturbadora fotografía (esa vestimenta rojo sangre utilizada en quirófano, ese instrumental quirúrgico como fabricado con el viscoso magma de las pesadillas, esa decoración minimalista de aluminíca sonoridad…).
Se trata, Inseparables, quizás, de la primera ocasión en que Cronenberg se permite introducir el escalpelo de su mirada inquisitiva en las neuronas alucinadas del espectador, y asistimos al desarrollo de una sucesión de sórdidos acontecimientos que nos introducen, de manera asfixiante, obsesiva, en los mecanismos que mueven los actos humanos hacia la más absoluta de las degeneraciones…o regeneraciones, ¿quién sabe? Sólo al espectador le corresponde juzgar y encontrar simetrías o concomitancias con la semilla que habita en todo ser humano, ésa que indistintamente genera bellas flores y retorcidas raíces.
Efectivamente la eterna lucha entre Bien y Mal, aunque aquí, más que lucha, sea fílmica representación del cruel y violento apareamiento que dejase escrito y dibujado William Blake. Las secuencias finales, con ambos hermanos celebrando el póstumo matrimonio, pertenecen ya a la antológica colección de Grandes Momentos de la Historia del Cine.
Pero no debería la apoteosis final nublar, ni hacernos olvidar, el inicio: los títulos de crédito iniciales de Inseparables, son de los más inquietantes que puedan encontrarse en el cine del pasado siglo y dan clara prueba de que, como invitados a esta atroz y hermosa celebración de matrimonio, experimentaremos los espectadores todo de tipo de sensaciones deliciosamente angustiosas, y no dejaremos, ya después, de preguntarnos por la mejor manera de unir a los idénticos gemelos distintos que, de seguro, habitan en cada uno de nosotros.
música cine libros series discos entrevistas | Achtung! Revista | reportajes cultura viajes tendencias arte opinión