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Cartas desde Mozambique

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Por Sergio Rozalén

El día que llegué a Praia de Xai-Xai no estaba aún seguro de dónde y con quién me iba a quedar a vivir. Después de casi tres meses de viaje cual nómada, en los que mi récord fueron los primeros nueve días en Ciudad del Cabo (y no consecutivos) y en los que nunca tuve un lugar donde deshacer mi macuto por completo y asentarme, sabía que Xai-Xai iba a ser un punto de inflexión, pero no imaginaba lo que me iba a encontrar, no sabía que iba a sentirme casi casi como en mi propia casa.

Paciencia me recibió al llegar a Praia de Xai-Xai, me saludó con una sonrisa y lo primero que me dijo fue “estamos juntos”, uno de las expresiones más usadas en la Fundación Khanimambo. Esa misma tarde, cargado con mi mochila, subí a la colina enfrente de la Escolinha y llegué por primera vez a su casa: un humilde hogar formado por dos casitas en un terreno no muy grande, de suelo de arena (como absolutamente todo en Praia de Xai-Xai), un pequeño cuarto de baño en el exterior y otra letrina al lado. La casa principal, con salón y dos cuartos, tiene paredes de cemento y tejado de chapa de zinc pero la otra pequeña casita, donde iba a posar mi macuto y que se habría de convertir a partir de ese momento en mi lugar de descanso, tiene paredes de caña trenzadas con alambre que dejan pasar la luz, la corriente de aire y, cuando llueve, la refrescante lluvia, además del mismo tejado metálico. Esta misma estancia hace las veces de cocina, pues es aquí donde se ha instalado el hornillo de gas butano (un lujo en este lugar) y la despensa.

Paciencia Diogo, de 36 años, es madre de dos hijos y trabaja como responsable de administración en la Fundación Khanimambo desde hace tres años. Por lo poco que ya he averiguado en las largas conversaciones durante el desayuno y la cena, Paciencia no ha tenido una vida fácil. Se quedó embarazada de su hija Racy con 15 años y, ya madre, tuvo que dejar los estudios y trabajar de lo que pudo para mantener a su hija y dos primos que cargaban bajo su responsabilidad. Hoy, tras muchos años trabajando en el único hotel de Praia de Xai-Xai y su labor (que se me antoja imprescindible) en la Fundación, Paciencia puede sacar pecho de haber sacado a su familia adelante, de estar construyéndose poco a poco una nueva casa, de tener un puesto en el mercado de la ciudad en el que vende ropa traída de Sudáfrica y también de llevar la cabeza alta a pesar de ciertas envidias que, al parecer, flotan alrededor del vecindario. Merece la pena leer la entrevista a Paciencia publicada en la web de la Fundación Khanimambo para saber un poco más sobre ella.

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Dinho, un excelente cocinero

Racy, de 19 años, y Dinho (o Dinio, como él prefiero que le llame), de 16, son los dos hijos de Paciencia. Racy habla muy deprisa, casi siempre interrumpe sus palabras con carcajadas y encuentra divertidísimo todo lo que digo o hago. Está a punto de terminar sus estudios de secundaria y se debate entre empezar periodismo o agrónomos. Dinho, del que volveré a escribir algún día, es mi compañero de cuarto y colega de aventuras. Es un excelente cocinero, un gran “amo de casa” y un deportista nato. Cada mañana, sobre las 6, cuando yo me despierto, Dinho ya está calentando agua para la ducha, me acerca mi toalla y entonces ya estoy listo para ir a la “casa de banho” donde mezclo el agua caliente con agua fría del bidón en una palangana. Una jarra de plástico vierte el agua templada sobre mi cabeza, se escapa por el agujero del suelo y llega a la fosa séptica de la casa. Antes, he trancado la puerta de madera con la toalla para que no se abra y dejo las chanclas en la puerta para que no se mojen y así al volver de camino a la habitación no se llenen de arena pegada a miscrocs. Todo un protocolo para ducharse que no tardé ni un día en aprender y que ahora repito como un autómata. Una ducha es una ducha en cualquier parte del mundo, y se agradece aquí tanto o más que en el mejor de los hoteles.

Aunque ya he avisado una docena de veces a Dinho de que yo solito me puedo hacer la cama y preparar el desayuno, mis esfuerzos han sido inútiles. Cuando salgo de la ducha mi compañero de habitación adolescente ya ha adecentado mi cama, calentado agua para el té y preparado el desayuno, que en los últimos días se basa en tostadas de mantequilla de cacahuete (¡deliciosa e hipercalórica!) y leche con cereales. Si bien al desayuno se suma aquel que pasa por ahí, la cena es un momento mucho más familiar. Llama la atención que no hay una hora fija para la cena, que puede variar entre las 19 y las 22 horas (me ha costado entender que aquí las 7 de la tarde no existe, son las 19 horas). Es en la cena cuando se habla de lo que cada miembro de la familia ha hecho durante el día, de los planes para el día siguiente, de qué se preparará para comer mañana (que exige, además, planificar quién irá a la ciudad a comprar qué cosas) y, desde que llegué, un poco de puesta al día de nuestras vidas. Con cierta cautela y timidez, la familia poco a poco me pregunta sobre mi vida: mi familia de Valencia (Mamá, Papá y hermanas, mi “nueva familia” os manda muchos abrazos), mi antiguo trabajo y, sobre todo, en un nuevo nivel de confianza, si tengo “enamorada” o no, y como no la tengo, pues por qué no. Buena pregunta.

El día que llegué ingresaron en el hospital aquejada de malaria a una ahijada de Paciencia, y por este motivo muchas noches de la primera semana Paciencia durmió en el hospital y su hija Racy en casa de la enferma, cuidando de los niños. Las relaciones familiares, los clanes, el intercambio de primos, primas, ahijados y vecinos entre distintas familias cercanas es algo aquí tan natural como la propia vida. De hecho, si en verano la Fundación Khanimambo tiene la mitad de niños de lo habitual es porque muchos pasan los meses de verano con sus “otras familias”. Muchos chicos y chicas se refieren a sus compañeros o vecinos como “irmâos” y sólo preguntando e investigando un poco uno consigo trazar los árboles genealógicos de las familias de la comunidad. Algo tan difícil como apasionante para un cotilla como yo.

Cada mañana, entre las 7 y las 8, cuando bajo de la colina en la que está la casa de Paciencia camino de la Fundación Khanimambo, recorro el camino de arena y escucho de fondo las canciones de los niños de la Escolinha que, desde las 7, están ya disfrutando del curso de verano. En el brevísimo paseo siempre me encuentro algún vecino que me da los buenos días y a dos guardias de vigilancia (una figura muy extendida aquí) de las casa de algunos vecinos “ricos”. También paso al lado de los hogares de familias no tan pudientes y que, de hecho, son la mayoría aquí. Hogares donde no llega el agua ni menos aún la electricidad, donde el paseo hasta la “fontinha” de la carretera es un ritual diario y donde la cena a la luz de la vela una tónica cotidiana. Paciencia ha trabajado duro para conseguir tener una toma de agua en su casa y disfrutar de electricidad. Cada uno o dos meses paga un saldo (como si se tratara del teléfono móvil) a la compañía eléctrica y su contador empieza a descender según se consume. Cuando el saldo es cero la energía se acaba y entonces dependerá de si la familia tiene meticáis o no para volver a recargar el contador. Sobre las basuras y su gestión, el primer día que llegué a casa de Paciencia entendí su funcionamiento: la basura se tira al patio de arena, se recoge una vez al día, se acumula en montones sobre agujeros escavados y, cuando es lo suficientemente grande, se prende fuego. Es la opción más sencilla y lógica para una comunidad donde la recogida pública de residuos es un fenómeno inexistente.

En casa de Paciencia, por primera vez en casi tres meses, duermo sobre la misma cama cada día; he sacado del macuto, doblado y ordenado mis escasas prendas de ropa y, esto es curioso, he recordado la diferencia entre los días laborables y el fin de semana. Las horas siguen volando y los días pasan a velocidad incontrolable, aunque ahora pienso sobre ellos cada noche, con un poco más de sosiego, después de darle las buenas a Dinho a través de la tela de plástico verde que me protege cada noche de los mosquitos.

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La playa en casa

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