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Por Diego E. Barros

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El primer ordenador que tuve era un Olivetti PC86 bastante caro. Yo quería un Spectrum o un Amstrad para poder jugar a los videojuegos pero mis padres pensaron que de adentrarse en terreno ignoto mejor que sirviera para algo más que para matar marcianos. Vino a instalarlo Cristóbal, un compañero de trabajo de mi padre que por aquel entonces tenía una novia portuguesa guapísima que mi madre siempre ponía de ejemplo cuando alguien cuestionaba la genética femenina del país vecino, tema recurrente en Galicia. Cuando acabó, Cristóbal dijo una de esas frases que no presagian nada bueno: «este chisme es más potente que el que sirvió para mandar a los del Apolo 11 a la Luna». La portuguesa sería guapísima pero al final Cristóbal acabó con una sevillana que según mi madre no era ni la sombra de la anterior. Aquel chisme sería capaz de poner a un hombre en la Luna pero con los videojuegos era una mierda del tamaño de Marte y yo seguí envidiando el Spectrum de mis amigos. No importó que el color y el sistema de ventanas sustituyeran al tétrico monocromo y el sánscrito MS-DOS. Aquel ordenador me inoculó un miedo que todavía hoy me asalta ante la pantalla.

Últimamente tengo la pesadilla recurrente de que mi vida desaparece ante mis ojos. No hay banda sonora pues no están las cosas para frivolidades hipsters escritas por Lena Dunham. Me despierto un buen día y descubro que he olvidado de todas mis contraseñas y no hay forma de recuperarlas. En el mejor de los casos, me encuentro ante el mostrador de una oficina tras el que una aburrida funcionaria me mira con indolencia. En el peor, la funcionaria habla francés y repite C’est très bizarre, Monsieur que es la coletilla de los funcionarios galos cuando llegas a la ventanilla de no retorno que suele ser la mayor parte de las veces en el laberinto kafkiano que es la burocracia del país vecino.

Yo no pierdo las orejas porque las llevo puestas, por eso suelo perder todo papel importante por mucho que antes lo haya guardado para evitar su desaparición. Tras hacerlo me invade un sentimiento de responsabilidad complaciente que se hace añicos cuando vuelvo a necesitar el papel y me doy cuenta de que he olvidado dónde lo he puesto. Multipliquen esa sensación por mil y tendrán el nivel del drama mientras la pantalla te escupe un ID o contraseña no válida en letras rojo sangre.

Antes de la existencia de los móviles me sabía de memoria el teléfono de casa y el de los tres amigos más cercanos. Ahora no me sé ni el mío. Hace un par de semanas estuve quince minutos al teléfono discutiendo con la telefonista de la compañía de Internet. Ella insistía en que mi número no era el mío y yo acabé atribuyendo la disputa a mi mala pronunciación del francés antes de colgarle el teléfono. Mi santa me recordó entonces que era un ocho y no un cuatro y yo me quedé preguntándome qué íntimos y oscuros secretos poseen los trabajadores de un call center.

La cuadratura del círculo de nuestra modernidad se ha materializado en una secuencia alfanumérica que nos han dicho que no puede ser la misma por razones de seguridad. Sin una contraseña es imposible recuperar las contraseñas que previamente has olvidado. La contraseña del e-mail, la del Facebook, la del Twitter, la del banco, la del WIFI de casa, la del de la universidad, la de la tarjeta de crédito, la de la página personal en la compañía del móvil, gas, electricidad y teléfono y así un largo etcétera porque hemos desarrollado un número tal de contraseñas imprescindibles para nuestra existencia que parecemos supervivientes de Lost luchando contra la cuenta atrás. Contraviniendo los consejos de los entendidos, casi siempre uso la misma en múltiples variantes lo que se materializa en meter siempre la combinación incorrecta en el lugar menos indicado. Ahí es cuando agradeces que Lost fuera una gran farsa.

El Gran Hermano de Orwell ha resultado en una pantalla de ordenador que nos puede amargar la existencia en cualquier momento. Le ha pasado esta semana a la número dos del PSOE, Elena Valenciano, que ha dicho que abandona Twitter porque con ella vale, pero sus niños son sagrados. Valenciano ha acabado por pedir leyes sobre la proliferación de garrulos en la red social por excelencia como ya han intentado hacer, sin éxito, otros países. Twitter es la sublimación de la masa y en su pecado lleva la penitencia, de la misma forma que Facebook nos da el coñazo a diario a base de recordarnos cumpleaños que antes éramos felices de haber olvidado. Como con las madres de los trencillas cuando sus vástagos saltan al campo, lo de Valenciano va en el sueldo. No queda otra que hacer oídos sordos y, si perdemos la contraseña, darle a la casilla de siga jugando. No digo yo que no sea necesaria cierta mesura, pero desde aquí te lo digo Elena: a Twitter y a todo lo que hay detrás de la pantalla, se viene llorada de casa.

@diegoebarros

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