Por Diego E. Barros
No me cae bien Julian Assange. Por la misma razón que tiendo a desconfiar de los salvapatrias. Assange nunca ha sido un periodista. Ni siquiera un luchador por la libertad de expresión o un iluminador de huecos oscuros pese a que ese haya sido el papel que, primero, le otorgaron los medios y al que después se acogió él mismo como alimento para un ego de proporciones solo comparables al volumen de información contenida en los cables de Wikileaks. Ese fue precisamente su error, curiosamente, el que atenaza a muchos que sí se llaman periodistas: convertirse él mismo en la noticia, ser la reina del baile. Assange es un intermediario. Una fuente, con todas las cautelas, un filtrador y por supuesto un hacker. Lo demás es pura literatura alimentada por todos.
En su camino para alzarse con la tiara Assange acabó por devorar a su propia creación. Wikileaks es hoy la sombra de lo que un día pudo ser. A ello contribuyó el propio Assange y todo lo demás: el sistema que no perdona que nadie airee sus vergüenzas. Primero cortando todas las vías de financiación de la plataforma (PayPal, Martercard…), después desprestigiando su propia figura con un oscuro caso de supuesto acoso sexual y, finalmente, poniendo en duda el propio contenido de los documentos revelados y su publicación en los medios tradicionales: son simples cotilleos, dijeron los medios y los periodistas serviles.
El nuevo capítulo en toda esta novela de espionaje barato en que se ha convertido el caso Assange se ha comenzado a escribir hoy con la concesión de asilo por parte del Gobierno soberano de Ecuador. Obviamente, no soy un experto en derecho internacional. Ni siquiera en asuntos periodísticos aunque haya sido esta profesión la que he ejercido durante unos años. No obstante, sí me asaltan algunas consideraciones a la hora de observar un caso que amenaza con llenar las portadas de los periódicos y las escaletas informativas los últimos días de verano. Lo que no deja de ser una suerte para la profesión dado que todo aquel que se haya dedicado a este oficio sabe de la dificultad de llenar páginas y minutos durante este mes.
El día en que Wikileaks publicó el primer vídeo en la red todos nos congratulamos de que por fin aparecieran pruebas de lo que todos sospechábamos que ocurre en las guerras: unos matan, otros mueren y generalmente los primeros y los segundos son siempre los mismos en una espiral imposible en la que los segundos nunca pueden pedir cuentas a los primeros. El vídeo del asesinato de periodistas y civiles a manos del Ejército estadounidense fue acogido como uno de los scoops del siglo. Todos se hicieron eco de la noticia y comenzaron las peleas por hacerse con la siguiente entrega de material. Finalmente y después de negociaciones que obviamente se me escapan, a partir del 25 de julio de 2010 tres fueron los elegidos: los periódicos The Guardian, The New York Times y Der Spiegel publicaron, tras una selección previa a cargo de profesionales, unos 92.000 documentos sobre la Guerra de Afganistán entre los años 2004 y 2009. No hubo compensación económica. La cosa resultó ser una mina y los medios de todo el mundo pusieron sus ojos en los tres diarios, dos de habla inglesa y uno alemán. Semanas más tarde, a las cabeceras seleccionadas se le unieron El País, español, y el francés Le Monde. Ambos, los rotativos más importantes en su lengua. El arco occidental estaba cubierto. A ellos se unió también Al-Jazeera y el círculo se cerró. Especialmente llamativa fue la explicación del director de El País a la decisión de su periódico de unirse al club. Restablecer la verdad ocultada por los gobiernos a sus ciudadanos. Música para camaleones, la prensa como contrapoder, como nunca debió de dejar de serlo. Se calló Moreno Barber el prestigio que conllevaba unir El País a tan selecto club. Eso se daba por supuesto.
A los documentos sobre Afganistán e Irak le siguieron el 28 de noviembre de 2010, la colección de 251.187 cables o comunicaciones entre el Departamento de Estado estadounidense con sus embajadas por todo el mundo. Fue considerada la mayor filtración de documentos secretos de la historia, dejando al famoso episodio de los papeles del Pentágono de 1971 en bragas. Esta vez, la información publicada por los cinco diarios afectaba a gran parte de los países del globo, independientemente de su color político e ideológico. La diplomacia tal y como sospechábamos quedó al descubierto. Basura, como corresponde, es lo que hay en las cloacas del poder.
Pero de repente, todo cambió y hasta los que un día defendieron a Assange y se aprovecharon de sus documentos comenzaron a dejarlo a un lado. Las razones solo las saben los protagonistas. Assange, cada vez más solo, tuvo que buscar peligrosos aliados. Irán, Rusia y, como no, el eje del mal Latinoamericano. Ahí sí que la cagó el australiano.
En la gestión de la comunicación hay dos grandes líneas a la hora de gestionar escándalos. La primera es optar por el silencio y la censura previa. Tiene el gran problema de que basta con que se prohíba algo para que haya alguien interesado en ir en contra de la prohibición. La segunda es dar vía libre a la información. A lo bestia. Inundándolo todo de manera que encontrar el alfiler en medio de la paja se convierta en tarea titánica. Finalmente este ha sido gran parte del problema, a mi entender, de los papeles publicados. Mucha información en muy poco tiempo dando oportunidad a que las maquinarias del Estado se pongan a funcionar para descalificar cualquier tipo de revelación tildándola de circunstancial o anecdótica. Al final, los cables diplomáticos, vuelvo a decir, sólo corroboraron lo que todos sabíamos: la principal labor de TODO Estado es mantener a sus ciudadanos en el limbo de los inocentes. Las consecuencias de lo revelado, pocas o ninguna. Los protagonistas de los cables, salvo elecciones, siguen en sus puestos y los supuestos escándalos no han fraguado en nada. Los asesinos siguen impunes y las víctimas, olvidadas.
Llegados a este punto es de inocentes negarse a ver lo que ocurrirá con Assange. Es cierto que un país soberano le ha concedido asilo. Ojo, ha sido el Ecuador de Correa un peligroso estado a las órdenes del no menos peligroso tonto útil que es el diabólico Chávez, según toda la prensa conservadora y parte de la autodenominada progresista. No deja de ser llamativo, por otro lado, que sea Ecuador el que encabece la defensa de Assange invocando la libertad de expresión. Especialmente cuando es Ecuador uno de esos países acusado de menoscabarla bajo la lupa, claro, de los guardianes de las esencias de la libertad que, como cabía de esperar, somos nosotros, los occidentales. La munición está cargada y en los próximos días veremos como todo dios dispara contra Ecuador, como sabemos, un poderoso Estado que amenaza la estabilidad mundial. Me pregunto qué habría ocurrido si el asilo, en lugar de haberlo concedido Ecuador, se lo hubiese dado la Rusia de Putin. El resultado, para nuestra moral occidental habría sido el mismo. Cambiaría, claro, el envalentonamiento del Reino Unido.
No me gusta Chávez (lo considero un payaso necesario para nuestros intereses) ni el presidente de Ecuador ni el resto de países que enarbolan la bandera demagógica del socialismo del siglo XXI. Pero soy capaz de mantener la suficiente distancia crítica para saber que tampoco es oro todo lo que reluce, más bien al contrario, bajo el sol de nuestras supuestamente perfectas democracias. RU no tiene acuerdos de extradición con EEUU. Ningún país con políticas intervencionistas tiene este tipo de leyes. Es la primera regla para proteger los desmanes de sus peones una vez desplegados en el tablero de ajedrez mundial. Sí lo tiene Suecia, que reclama al australiano por un caso que no sería delito en la mayor parte de las democracias occidentales. Por lo que no es difícil suponer que el país nórdico no es sino la parada en boxes necesaria para que Assange acabe sus días en un agujero militar estadounidense. Resulta llamativo, por otra parte, el empeño occidental en cargarse a Assange mientras se emplean las mismas fuerzas para dar salidas honrosas (léase asilos dorados en terceros países) a dictadores de medio mundo, una vez que sus súbditos han dicho basta. Lo hemos visto antes, lo estamos viendo en el mundo árabe. Lo seguiremos viendo.
Que sea el Reino Unido, supuesto inventor de la democracia, el que amenace con saltarse las leyes internacionales (ahí está el fallo de la estrategia de Assange, en lugar de Ecuador, pongamos Rusia, por ejemplo) más elementales para entregar a Assange a Suecia el mismo país que se negó a que el dictador chileno Augusto Pinochet fuera juzgado por crímenes contra la Humanidad, no es sino una prueba más de lo que Franklin D. Roosevelt dijo del caudillo nicaragüense Anastasio Somoza: «puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». La moraleja, después de tantos años sigue siendo la misma. Mejor ser un hijo de puta de los nuestros que un tocapelotas del imperio. Y claro, si le tocas los huevos a un país del Eje pseudorojo automáticamente te convertirás en un adalid de la libertad. Con mayúsculas y como solo los occidentales somos capaces de articularla.
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Me gusta disponer el tema desde ese punto tan visceral, crudo y en definitiva real. Nunca fue tan evidente las inmundicias de la diplomacia y política internacional, su falta total de moralidad, su hipocresía y nuestro papel como ciudadanos que no pintamos ni cortamos nada en este embrollo. Una sola objeción al artículo: en Inglaterra no nació la democracia; nació el liberalismo parlamentario en el XVII, lejos muy lejos de lo que es la democracia (bueno, solo un poco más lejos de lo que estamos ahora). Por otro lado y solo por simpatía (y por joder) me posiciono a favor de Assange (eso, por joder).