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Por Diego E. Barros

Mi abuelo fue emigrante hasta que vio que no le salía a cuenta. Entre los momentos estelares de su periplo me quedo con tres. En Venezuela, en 1958, fue testigo ―pasaba por allí― del golpe de estado que derrocó el gobierno del General Marcos Pérez Jiménez; el mismo que diez años antes había participado en el levantamiento contra del presidente electo democráticamente, el escritor Rómulo Gallegos, que huyó al exilio. Como ven, lo de Venezuela no viene de ahora ni mucho menos es todo culpa de Chávez y su muy limitado heredero. También en Venezuela, mi abuelo tuvo que correr a la frontera con Brasil para ir a buscar a su hermano que salía escopetado para salvar la vida pues había dejado preñada a la hermana de un oficial de Ejército de gatillo rápido. También me contó cómo, años más tarde en Alemania, vivía con otros emigrantes españoles en barracones de madera con una dieta exclusiva de salchichas, mientras levantaba la hoy economía más pujante de la zona euro. Mi abuelo también pasó una temporada, pequeña, en Suiza, país del que hoy recibe una pensión que no llega a los 50€ gracias a que mi madre cada cierto tiempo envía una fe de vida.

En Galicia circula una la leyenda que dice que los emigrantes hicieron mucha plata en el exterior. De ser cierta, los que la hicieron fueron una inmensa minoría pues el resto, entre los que está mi abuelo, regresaron con el rabo entre las piernas para colocarlo detrás del de la vaca. El periplo de la emigración le duró a mi abuelo relativamente poco. No le salía a cuenta.

Mi abuelo pasa hoy sus días delante del televisor porque el invierno no le ofrece siquiera una tregua para darse un paseo. Entre los muchos defectos de mi abuelo ―nadie es perfecto― está el de calentársele la legua con frecuencia. En ocasiones, pocas, nos ha sorprendido con algún comentario acompañando las noticias del goteo de inmigrantes que cae sobre las costas, lo que ha provocado agrios reproches por parte de mi madre. Entre los problemas de la memoria está el ser selectiva, cuando no directamente derrotada por el olvido.

Mi abuelo tiene cuatro nietos de los que dos de ellos ―uno yo― son emigrantes. El hecho de emigrar desde la cara buena del mundo no tiene porqué ser en sí mismo un drama más allá del vacío que deja el desarraigo. Está el familiar, claro, pero peor es el de las costumbres, o algo tan tonto como ver el fútbol con los amigos. Hace años me tocó cubrir un congreso sobre hijos de la emigración gallega en Europa que la Xunta del bipartito organizó en Frankfurt. De aquellos chavales recuerdo dos cosas. La mayoría hablaba un gallego y exponía un sentimiento de pertenencia a un paisito como Galicia, que ya quisieran para sí muchos de los que viven en A Coruña, por ejemplo. La otra era su esquizofrenia identitaria. No eran alemanes, franceses u holandeses en las calles de Múnich, Lyon o Rotterdam; tampoco eran gallegos cuando volvían a la tierra de sus padres. De ellos, los que peor lo llevaban, decían, eran los suizos ya que su país de nacimiento ni siquiera le reconocía nacionalidad por el pecado original de su cuna.

Hay quien anda precisamente molesto con Suiza porque sus ciudadanos han decidido en uno de sus muy democráticos referéndums limitar la entrada de extranjeros en el país, incluyendo a los de la UE, de la que no es miembro pero sí territorio Schengen. Por difícil que resulte de creer, los muy democráticos suizos temen que la «inmigración masiva» ponga en peligro su altísimo nivel de vida, sus altísimos salarios o incluso su bajísima tasa de paso, apenas un 3%. Factores que son una realidad en buena medida gracias a la aportación de unos extranjeros cuyo número hoy se considera «excesivo». No seré yo quien ponga en duda la infalibilidad de la democracia, de la que ya George Bernard Shaw dijo que es «el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos». Que los suizos quieran cerrar las fronteras a los ciudadanos de la UE no debe preocuparnos; no ahora. Lo jodido sería si quisieran cerrar sus bancos. Pero eso no.

Al lado de Suiza hay países que no hacen referéndums. La socialista Francia llena autobuses de gitanos en dirección a la frontera. La democrática Inglaterra invita a los extranjeros a pensárselo antes de poner un pie en Albión. En otros se defiende la «impermeabilidad» disparando contra una peligrosa amenaza que acaba ahogada. Todavía sin poder de gobierno, el peligro que acecha a Europa según los demócratas, son los partidos de ultraderecha. Como si no estuvieran ya aquí sus políticas.

En el fondo resultará que a los inmigrantes de Ceuta los matamos por humanidad: para evitarles el desengaño al ver lo que se iban a encontrar. Al menos los suizos no han hecho distinciones. Hay países en los que en función del color de la piel y el tamaño de la cartera se les dispara o se les regala residencias. Pero molesta que nos empiecen a mirar como nosotros miramos a los que se agolpan al otro lado.

*Tomo prestado el título de la novela homónima de Isaac Rosa (Del Oeste Ediciones, 1999), ampliada y posteriormente publicada bajo el título de ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral, 2007).

 @diegoebarros

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