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Por Diego E. Barros

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En el imaginario de mi generación, la historia comienza con un tipo de bigote y tricornio calzándose un «¡Se sienten, coño!» en un lugar llamado Congreso de los Diputados. Luego vino el monarca a echar el discurso luciendo medallas y a nosotros se nos quedó grabada en la memoria la mirada vidriosa de nuestros padres ante el tipo que luego se paseaba campechano en moto por las carreteras del país. Entre medias, la intrahistoria familiar convertida con el tiempo ya en leyenda, habla de mi tío llamando a casa una vez cruzada la frontera con Portugal. TVE ha emitido esta semana el capítulo de Cuéntame que relata el Golpe de Estado de 1981 con el notable éxito de audiencia que otorga jugar a la nostalgia. La de los Alcántara es esa serie que va camino de convertirse o en la crónica oficial de la historia reciente de España o en un oráculo al que consultar qué nos deparará el 2021, cuando un día de estos un bisnieto de Antonio abra un nuevo capítulo saliendo al balcón para enviar un wasap desde el Iphone 15.

Recién estrenado el año, la misma televisión con la que crecimos hasta que las privadas llenaron las pantallas de Mamachichos y dibujos japoneses nos ha regalado la enésima hagiografía del monarca seguida de una de batallitas de abuelos cebolleta contándonos lo bien que hicieron ellos una Transición que, supongo, estamos a punto de joder nosotros ―de conseguirlo, será nuestro mayor logro―, que ni sabemos salir de una crisis como la que ya afrontaba el país allá cuando un Guardia Civil de gatillo fácil decidió que un Congreso sin agujeros de bala no merecía una jornada de puertas abiertas. Muchos años después de aquello fue Suso quien me dio la mejor clase de matemáticas de mi vida contándome cómo la noche del 23F a él y a otro que después fue diputado en Madrid por el BNG no se les ocurrió mejor cosa que pasarla haciendo pintadas por Catoira: «fíjate lo locos o inconscientes que éramos entonces».

Esa locura puede que sea la que nos han robado estos años, inconscientes como hemos crecido con una Movida oficial apadrinada por el mandato de «el que no esté colocado, que se coloque y al loro». Tan al pie de la letra nos tomamos lo de colocarnos en Galicia que acabamos perdiendo una generación traumatizada como estaba ya por una infancia acompañada de un Marco al que su madre había abandonado. Quizá por esto, los de la mía nos apelotonábamos las mañanas de fines de semana ante la caja tonta desde la que una bruja con el pelo cableado gritaba esa locura de viva el mal, viva el capital y que solo ahora entendemos como el más inteligente de los alegatos. Hoy nadie tendría los arrojos suficientes de programar uno de aquellos programas infantiles bajo pena de ser acusado como mínimo de «politizar» ―ahora, que hasta las huelgas son políticas―, a nuestros cachorros, cuando no de algo mucho peor: advertirles de que «si no quieres ser como estos, lee».

De aquella Movida quedaron una música de la que un alto porcentaje no superaría el mínimo criterio del buen gusto y una zona vieja de Pontevedra con las calles forradas de jeringuillas, que era territorio comanche para unas madres aterradas por leyendas que hablaban de legiones de niños pinchándose accidentalmente con las chutas de los yonkis. Como si los yonkis se pudieran permitir el lujo de ir desprendiéndose de su objeto más preciado. La Movida vivió su canto del cisne un buen día en que sus artistas hicieron la ceja para dejar constancia de que cualquier cultura bajo amparo oficial es el pesebrismo que hoy no nos podemos permitir. No importó a nadie que fueran los socialistas los que se hicieran fuertes a base de pelotazos elevando a los altares a banqueros engominados. Una lección que nos tomamos al pie de la letra como se puede ver ahora abriendo cualquier periódico. Quizás de aquellos polvos vienen los lodos recogidos por una derecha que lejos de estar muerta sólo ahora descubrimos que se había pasado unos treinta años de parranda en los que mientras se sacudía toda responsabilidad extendía un manto de irresponsabilidad sobre el resto de la sociedad.

Lo incómodo es que vivimos en una especie de bucle melancólico en el que para justificar el desastre nos meten en vena un pasado romántico que no soporta una mínima mirada crítica. Y lo que es peor: no se diferencia mucho del presente. Los mismos perros con el mismo collar, como se pudo ver en el programa de batallitas en el que un Ángel Nieto se atrevió a confesar que con Franco no vivíamos tan mal y que sus hijos son más altos, más guapos y más listos. Ahora como entonces, la culpa viene siendo de los  nacionalistas. Pero no desesperen que ya ha dicho el ministro de Defensa que los militares están serenos, pese a las provocaciones. De Rato, Güemes, Carromero, Durán ―que le ha señalado el camino a Urdangarín―, y otros muchos que siguen descorchando botellas ante la mirada vidriosa de unos cuantos televidentes

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