Estaba naciendo la mañana. Su amigo Aney lo repetía constantemente, y ambos lo recordaban. Y como no podía ser de otra forma volvió a ocurrir. Algún día, quizá una semana atrás, el nacimiento de la mañana había sido idéntico. Aney tironeó de su hombro y pegó los labios en su oreja.
– Escucha. Cuando el cielo está de ese color tan violáceo ocurre. ¿Lo sabes verdad? Sabes tan bien como yo lo que ocurre.
Los dos amigos se rieron a la vez. Aquella risa viajó tan rápido como la velocidad de la luz. Aney volvió a salpicar de saliva y palabras la oreja de Konrad.
– Estas deseando que te lo cuente…pues allá vamos. El cielo de ese color surge cuando alguien, en algún lugar de este planeta loco, para el tiempo. ¡Ah! ¿Konrad, acaso me crees? Tú sabes que es tan cierto como que tú y yo algún día viviremos juntos en las estrellas.
Volvieron a reírse hasta que la extenuación regresó, y Konrad empezó a toser quejosamente. Vivir era gris para Aney y Konrad.
Konrad se frotó las manos enfundadas en aquel guante de lana agujereado. Soltó un aliento desde dentro, y un calor ridículo ayudó a soportar el frío unos segundos. Terminó por esconder sus manos en sus ingles. Aney lo miró con una sonrisa irónica, pero a la vez con una disimulada compasión. Konrad contestó con palabras a su amigo: – Ya sé, pero hoy siento que este frío de mierda puede acabar con todo, Aney. No sé, mírame. Estoy temblando como un pajarillo. ¿Cuándo hemos temblado nosotros? Aney lo abrazó. Luego tomó la manta que guardaban juntos en el carro, y le pidió que le contara un deseo.
– ¿Quiero oír tu mayor deseo? Por el que dieras tu vida, todo.
– ¡Venga ya! – protestó Konrad. Una parte de él brillaba por dentro gracias a semejante pregunta. Su amigo siempre le sorprendía, era algo propio de Aney. En los momentos más normales se descarriaba, e irrumpía un auténtico surrealismo, una confusa genialidad. Algo impropio de un vagabundo, alguien supuestamente perdido para la sociedad. – Que quieres que te diga, hermano. ¿Un deseo por el que diera mi vida? En este punto de la vida…no sé. A veces, viajo de regreso a mi infancia. No fue nada bonita, ya lo sabes. Pero, fue una infancia. Cuidaba de ella, de mi hermana, hasta de mi madre. Mi propósito era salvarlas de la mierda. Mi padre nunca lo conocí, pero seguro que ha muerto. Vete a saber, Aney. Hasta puede que siga vivo y parezca más joven que su hijo.
– ¿Y qué deseas, regresar a cuando eras niño? Ellas murieron. Acaso quieres repetir aquel sufrimiento. Tu ya has saltado del nido y el tiempo no lo cambia nada ni nadie. No hablo de ir y volver como en las películas que hablan de máquinas del tiempo.
– ¡Imbécil !, tú me preguntaste.
– Lo que digo es que eso ya lo has vivido. Podrías regresar y vivir con ellas un tiempo, pero por lo que tengo entendido, lo que dicen los que saben del asunto…sería imposible que regresarás a tu infancia con conocimientos de tu devenir. Se arruinarían las cosas aún más. Aney empezó intercalar una tos pasajera con enormes carcajadas, y volvió a hablar. – No tiene sentido poder volver a tus quince años y sugerirles a tu madrecita y a tu hermanita que no se mueran pronto. Las cosas ocurren. Somos de la calle, sólo podemos afrontar la siguiente ola, y la siguiente, y la siguiente.
– Ya…Para que habrás sacado el tema.
– Pues para que olvides el frío, viejo atontado.
Aney hizo una pausa. Y sus grandes ojos color ámbar de hepatitis apuntaron a Konrad con afecto. Prosiguió perseverante en su chifladura.
– Lo que quiero escuchar es un deseo. Algo que sólo puedes imaginar, aun sabiendo que jamás lo conseguiremos. Como poder volar o pasar la noche en alguna habitación cálida con una mujer, follando toda la noche comiendo hasta reventar. Un afeitado, dormir caliente hasta que te aburras. A esto me refiero.
Los dos amigos volvieron a estallar en carcajadas. Pero Aney paró de reír un poco antes. Se dejo llevar y flotó en sus cavilaciones. Acarició la imaginación llegando a parecer un niño maravillado por un mundo sin límites.
– De acuerdo. Tengo un deseo. Acabo de imaginarlo. Llámame loco por no pensar en un baño caliente o en el placer de sentirse liberado por el sexo más ardiente. Pero lo que deseo es aún más excitante y placentero.
– ¡Venga, dilo ya! – le espetó su amigo.
– Quisiera poder ver las estrellas. Desde arriba. Desde un mirador en medio de la oscuridad espacial. Ver planetas y lunas. Hasta un agujero negro, desde lejos claro. Sólo un sueño. Ver como es otro mundo.
Aney casi pierde el equilibrio al no poder parar de reírse. La botella de vodka que compartían a tragos terminó estallando en medio del asfalto, el cual empezaba a perder su horrenda fisonomía, transformando aquella bocacalle olvidada en una cortina blanca de copos de nieve. Caían lentamente y se posaban con armonía, abarcándolo todo, entre los dos amigos y el resto de las personas que despertaban un día más. La nieve transformaba las emociones de la gente, el verdor, que dejaría de brotar en los cultivos lejanos a la ciudad. Cuando Aney decía que algo iba a ocurrir, con el cielo violáceo, no erraba. Los días de invierno ya habían llegado para cambiarlo todo. Sin embargo, dejando de lado este contratiempo natural, bueno y malo según como se mire, la nieve no parecía haber afectado el imaginario de ambos hombres.
– Vale, vale. – dijo finalmente Aney, descansando su aliento y parando de reír. Totalmente increíble. Enhorabuena, me has convencido. Te mereces ese deseo, amigo mío. Entonces, no hay vuelta atrás eh… ¿estás seguro de que es lo que deseas, sin dudarlo ni un segundo?
– Sí. Sin duda.
No había más que hablar. Aney deslizo sus enormes dedos rojos formando una V alrededor de su barba grisácea de ceniza. Y comenzó a bailar y dar vueltas y vueltas tarareando una canción sin ritmo. Gritaba estrofas de algún poema incomprensible. Silbó y terminó el espectáculo con un salto proseguido por un silencio. Konrad no dejó de mirarlo perplejo con una sonrisa en pausa que se alargó hasta el final del espectáculo. No daba crédito, la mañana estaba siendo maravillosa.
Pasó una hora después de que la charla fuera el aperitivo mágico del amanecer aquel día. El fuego que habían escondido en la esquina del callejón ya no podía combatir más horas despierto. Konrad lo pisoteó, y las cenizas crepitaron. Habían llenado el carrito con todo lo que tenían entre los dos. El colchón lo escondió Aney debajo de un coche muerto, que alguien había deshuesado y quemado en otro tiempo. Ahora que las mañanas serían más inclementes, esperaban llegar al comedor social para comer algo caliente, y recibir medicinas, algún jarabe. Luego no sabían que hacer. Aún no lo habían hablado; siempre vivían juntos, se protegían el uno al otro, debatían sobre el futuro.
Ambos amigos caminaron hacia el ruido que resonaba en el horizonte de la callejuela. Se alejaban de su insignificante refugio porque la ciudad había despertado, el tiempo ya había empezado a comprometer con conectividad, y si obviaban la llamada de este monstruo, perderían, definitivamente algo perderían; tenían que salir, caminar y esconderse públicamente hasta que la noche retomase la tregua. Así que, arrastraron el carrito con pesadez y cansancio hasta que Aney le dijo a Konrad que levantará la cabeza. Ocurrió aún ocultos, en el callejón.
– ¡Mira, viejo!
– A ver… ¿qué pasa ahora? Konrad miró hacia lo que Aney señalaba.
Una línea de luz vertical, con una forma parecida a la de una puerta. Brilló por segundos y cambió de forma. Los dos hombres estaban en shock. De pronto, lo que había sido una luz tomó forma de ser humano, y una esbelta mujer desnuda empezó a caminar hacia ellos. El cabello era negro como una noche sin luna y en pleno desorden, sin un solo pelo liso, caía hasta sus muslos. La piel parecía antigua, aunque ella representara juventud. Lejano a otro tiempo donde la humanidad aún no se había diferenciado como humanidad. Era tal la belleza de esta mujer, que ambos amigos siguieron en silencio. No hablaron entre ellos, no se miraron. Y por supuesto, ninguno de los dos pudo en pensar algo. Las ideas desaparecieron de golpe. La mujer llegó hasta ellos. Miró únicamente a Konrad y tomó sus dos manos entre las suyas. Después las poso sin ninguna resistencia, ni queja hasta su frente. Se produjo una fuera implosión y lo único que quedo fue su amigo. La hermosa mujer había desaparecido. El ruido de la ciudad volvió. Los pasos de millones de personas vibraban en el mismo suelo.
Aney volvió en si atónito. Y se asustó al ver que su amigo estaba tieso como una estatua. Ojos cerrados, y un ligero rumor podía oírse brotando desde sus bronquios. Estaba vivo. Pero parecía en otro estado de consciencia.
– ¡Konrad, Konrad! – gritó Aney. – ¡Despierta! ¿Estás ahí? Atontado te han abducido. ¿Has visto lo mismo que yo? ¿Sigues soñando despierto?
Ahora la luz había llegado a los ojos de Konrad. Con una de sus manos quiso tocar el gigantesco poder estelar. La radiación no le afectaba. Una luz sostenía su masa carbónica en medio de todo ese espacio infinito en movimiento. Los planetas iban y venían a cámara rápida. Las estrellas colapsaban. Colores, nebulosas, explosiones inefables. El subidón de sucesos duró para Konrad horas. Al menos un día. Pudo admirar cascadas de asteroides navegando entre ondas gravitacionales. Un planeta moría y poco después otro regresaba, se abrazaban y más posibilidades se daban en aquel mapa indescifrable. Konrad atravesó el espacio-tiempo volando en su imaginación y rodeado por algo, a la vez, que lo mantenía a salvo de perder la consciencia.
Cuando el tiempo había dejado de tener sentido para él, en su mente una voz sonó clara y limpia. “Aquí estás”. “Has sido el elegido entre todos los seres primitivos”. “De entre todos los deseos del universo, tu fuerza motivadora ha sido la afortunada”. “Disfruta de tu momento, lo recordarás mientras dure tu existencia material”. “La imaginación, Konrad, es real. Abre los ojos ahora”.
En ese momento Aney volvió a intentarlo con una bofetada. Su amigo por fin abrió lentamente sus ojos.
– Aquí estas… ¿qué te ha pasado? – Aney reía feliz. Sabía que su amigo había presenciado algo. – Siempre nos pasan cosas así. Tenemos la suerte de nuestro lado. ¡Sí, siempre suerte! En la calle muriendo de frío, pero con suerte.
Konrad había dejado que sus manos volvieran a responderle. Miro que su amigo ya había comenzado a gritar y bailar. Fue hacia él y lo abrazó con todo el amor que aún conservaba.