Por Antonio Mérida Ordás
Había en el cuarto vagón un trompetista con peluca y fuera llovía. Berlín esperaba con las piernas cruzadas y los codos apoyados en la barra, y lo primero que recuerdo es salir de la estación y pensar: Ya estamos. Llevábamos abrigos y mochilas y el arco de las cejas levantado; teníamos detrás una señora regañando a su marido y delante, mirándonos de reojo y con sospecha, el Parlamento. Pues sí que es grande esto, dijimos acomplejados, y al llegar al hostal, un muchacho de ojos grises pasó corriendo a nuestro lado persiguiendo… lo que fuese. Dejamos las maletas, compramos tres cervezas de lata y caminamos. Pero era pronto, porque era el primer día, y oscureció en seguida dejándonos sin más remedio que ir a buscar una pizza. Comimos, bebimos más cerveza, y en el hostal sonaba una canción de Eric Clapton cuando entramos, pedimos otra cerveza, y nos dormimos. Y entre medias supongo que andamos, vimos las luces giratorias de una discoteca azotarnos las mejillas, tomamos alguna copa servida en barra bajo el retumbar de un altavoz y sus iguales, y bailamos. Porque era el primer día, o estábamos cansados, o eso creo. La habitación era de doce personas, nosotros éramos tres, y el resto de camas estaban cubiertas por cortinas que de vez en cuando se tambaleaban dejando escapar algún gemido. Y fuera llovía. Así recuerdo Berlín, sin rasgos, sin apellidos; el sonido de las calles y la luz de las farolas es todo lo que a uno se le queda si está dos días. Solo dos días.
A la mañana siguiente tomamos un café con leche y desde luego hacía frío. Un café con leche y dos sobres de azúcar. Buscamos un lugar donde orientarnos, una plaza grande, Alexanderplatz creo que era; seguimos hacia el pirulí, tomamos otro café haciendo fotos desde abajo, y dos donuts de canela y mermelada. Seguimos caminando hasta coger el metro que se paseaba altivo al aire libre y entonces sonreímos cuando llegamos a una estación abandonada que ahora alardeaba presumida en compañía. Friedrichstrasse estaba a rebosar de gente, compramos en una tienda dos tabletas de chocolate y nos perdimos seis veces, tres a un lado y tres al otro del río. Yo todo el rato decía querer probar el típico kebap de Berlín, porque había oído algo de que era típico, como lo son los espaguetis en Palermo o en Proust las magdalenas. El monumento a los judíos tenía algo de lunes y febrero, y por ser abril el precio de todo me pareció distinto. Y el kebap no valía la pena, o si; si como vale la pena un pistacho en Madrid, que los hay con suerte pero vaya…, todo tenía un sabor muy normal, muy raro. Las patatas fritas recién hechas quemaban en la lengua y bajo la Puerta de Brandenburgo bebimos una cerveza embotellada en un vidrio que sonaba diferente cuando brindabas. Por eso no estoy seguro de si brindamos. Podríamos haberlo hecho por ser berlineses, ¿no?, a lo Kennedy. Nos cruzamos con Boris Vian y Vernon Sullivan, y ninguno sonreía pero llevaban sombreros coronados por dos plumas de colores y en la puerta de una tienda se leía una inscripción que decía: Bienvenidos. Y yo no entendía nada. Berlín tenía un aspecto triste y sin embargo tan…, no me salía la palabra cuando pensé en ello y alguien dijo que atractivo. Supongo que sí. Por eso seduce. O seduces tú; nunca se sabe con el cortejo. Brillaba sobre el puente rojo un saxofonista, entonces di por hecho que él habría olvidado en casa su sombrero. Tomamos otra cerveza siguiendo el muro. Hasta el beso; nos hicimos una foto junto a Breznev y Honecker desfogándose en pasión, seguimos caminando, toqué el muro diecisiete veces y seguimos caminando. Y más fotos, creo. Uno pensaba entonces si lo que caía por un lado era Oriente u Occidente, y jugaba a imaginarse a un italiano haciendo con el dedo que cumplía a Gorbachov. Vimos en el Filmmuseum una retrospectiva de la carrera de Martin Scorsese, y al ver el story de Taxi Driver dijimos que “vaya con ella”. “Vaya”, es que así tan jovencita… Por eso ayer cuando vi la película alemana Oh boy, y dijeron lo de Taxi Driver pensé en Berlín, y luego pensé, carajo, si toda la película es en Berlín, es el día de un muchacho tambaleándose por Berlín. Pero cómo iba a acordarme de Berlín si apenas la conocía. Debería no pedir el café solo. La cosa es que la película muy bien. Y la cosa es que después del museo cenamos en el hostal bebiendo cerveza, vodka con limón, vodka con limón, y solo vodka, y fuimos a bailar a un local de música húngara, aunque no tengo ni la más remota idea de cómo suena la música húngara pero eso nos dijeron al entrar. Así que me quité la bufanda y el abrigo y bailé con tres chavalas diferentes. Luego me senté. Las jarras de cerveza de medio litro eran baratas, y en un sofá se sentó a mi lado una chica rubia de pelo ensortijado que cruzó las piernas y dijo: Hola. O eso entendí yo. Fui simpático y hablé lo que pude en inglés o lo que fuese, entonces también bailamos. Ella aparentaba casi 30 años y según me dijo no había cumplido ni siquiera diecisiete. Yo tenía 20, pero no nos besamos. Seguimos bailando y entonces un tipo alto y musculado se acercó, susurró algo al oído de la rubia y se marcharon. Volví al sofá, pedí más cerveza, el local se fue vaciando, y así conocí a una chica de Madrid de pelo corto que me dijo que había leído a Raymond Carver y yo le dije que hacía no mucho que me habían robado la bicicleta. Pedí otra cerveza y otro vodka, sin limón, y el resto que recuerdo es bailar, volver caminando al hostal con la ciudad amaneciendo, confundirme de cama dos veces abriendo dos cortinillas, oír gemidos, y quedarme dormido boca abajo desnudo con la ropa colocada junto a la almohada y la cortina sin echar. No pensé que hiciese frío. A las dos horas me despertaron. Teníamos que volver, coger trenes, muchos trenes, y en la estación pedimos café con leche y dos sobres de azúcar. También dos donuts. En cada tren me quedé dormido y fuera llovía.
Seis meses después de haber estado, se me acercó un chico que montaba en patinete por mi calle y tras mirar mi camiseta (con el nombre de la ciudad estampado, pero no comprada allí) me preguntó que Berlín qué era. Le respondí que Berlín había sido tantas cosas que uno ya no lo sabía. Al entrar en casa pensé que qué era Berlín; la había visto amanecer sin casi recordar su nombre, así que cómo iba a saberlo yo, si apenas la conocía.
Por eso hay que volver. Porque Berlín no es una ciudad de dos días ni de whisky o vino; es el lugar en el que pasar tres veranos, vivir seis años, o el lugar en el que correr una y otra vez, como aquel tipo que nos esquivó en la puerta del hostal, yendo a cualquier lado. O como Franka Potente, tirando el teléfono y en veinte minutos; así todo el rato.
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