Por Antonio Mérida Ordás
“Fui corriendo hacia el muro y me golpee la cabeza. Recibí una llamada y no contesté. Recibí otra llamada del mismo número y tampoco contesté. Entonces desperté, y no sabía dónde coño estaba.
Me giré y el teléfono sonaba de nuevo agitándose sobre la mesilla de noche, lo descolgué, todavía me dolía la cabeza por el golpe que había soñado y pregunté qué era eso tan importante que me requería a esas horas de la mañana. Pero esta llamada la dejaremos para más adelante.
Empezaré por contaros algo de mí, de Natalie Rose, y de lo que precede a este momento en el que una dulce alemana se quita el sujetador en mi habitación mientras yo la miro desde la cama pensando en la arena de alguna playa del mundo sobre la que quemarme la espalda mientras hacemos el amor. (…)”
Así empieza algo más largo que escribí cuando estaba de Erasmus en Alemania, y por lo que el otro día una chica me preguntó. Y brindo por ello. De qué trataba esa llamada, saber más de mí, o de Natalie Rose, no tiene importancia ahora, ni tampoco la tenía cuando ella curiosa insistió sobre qué era eso que había escrito. Le dije que de mucho de lo que me había pasado, había cogido lo más interesante y le había dado un par de vueltas, como la primera frase de Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, que dice: “Todo esto ocurrió, más o menos”. Así nos entendemos. Aunque haya ocurrido exactamente igual que como tiempo después se rememora en tu cabeza…, desde la distancia casi todo parece exageradamente bueno. Algo parecido a lo que ponía Salinger en voz de Holden Caulfield al final de El guardián entre el centeno:
“No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo”.
Por eso escribí aquello de Alemania mientras aún estaba allí, porque si lo escribiese ahora sería un despropósito. Y pese a todo, cuando al despertar después de esta noche en la que ella me ha preguntado por lo que había escrito, me he puesto a releerlo y me he dado cuenta de que ya entonces, cualquier chica que se me hubiese cruzado con un guiño de ojo y una sonrisa canalla (ay las sonrisas), se convertía delante del teclado en un suspiro. Porque la cerveza y el vino sabían más o menos igual, hasta por escrito, pero una charla con los pies colgando sobre una terraza expuesta al amanecer era luego un amor de tercer grado. Y así sucesivamente. Por eso cuando se daban segundas citas o un cruce espontáneo era tan extraño volver a verla, porque a veces esa chica me gustaba más en Times new roman tamaño 12, salvo en casos contados, como el de la dulce alemana de la que hablo al principio. Porque lo de Natalie Rose es otro tema, eso ya es más serio; tanto que me pregunto todavía qué tiene de cierto.
La chica a la que conocía solo de una noche me preguntaba y yo respondía que había ido jugando con lo que recordaba, porque prevalece lo bueno o lo impactante; nadie recuerda el tercer lunes del quinto mes de curro. Y lo que recordaba no siempre era demasiado cierto, no siempre inventado, pero a veces uno se hace un lío y termina siendo mejor optar por dormir sin calzoncillos. Ese verso de Luis García Montero: “Y era un tiempo feliz el que vivimos, según dijeron luego.” Supongo que es lo fácil, pensar que todo era tan bueno, y así siempre te preguntan por qué hiciste, a nadie le importa qué harás luego. Me imagino a Colón en sus últimos días con la voz casi apagada y en la mano el testamento susurrándole a escondidas a cualquier joven muchacha: “Descubrí América, te lo prometo.”
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, son las cuatro de la mañana del viernes, y no debería estar en casa. Un amigo me ha recogido, hemos tomado unas cervezas, hemos cenado, y hemos llenado su coche de embutido, botellas de vino, redbulls, calcetines, una batamanta, y hasta he metido el ukelele en los asientos traseros, y creo que también champán. Media noche, rumbo a un destino a cuatro horas de Madrid por una sorpresa, porque a veces hay que dar este tipo de sorpresas. Llegar, brindar, y a la cama; por todo lo alto. Y con el coche concentrado y la canción de los Rolling Stone You can´t always get what you want sonando al compás del estéreo del coche y nuestras voces, avanzábamos por la carretera vacía hasta que la cosa se ha torcido, una cancelación digamos, y de vuelta a casa. Y aquí estoy. Probablemente si en un tiempo escribo sobre esto seguro que entre letras del teclado llegamos a nuestro destino, y nos dormimos al amanecer en el albergue al que íbamos habiendo terminado junto a ellas con el champán y el vino. Porque esas son las cosas que uno recuerda, no dormir en calzoncillos. Y ahora, antes de irme a dormir así, si, en calzoncillos, le doy vueltas a otro tema. No han pasado ni dos días y al teclear esto pienso en la chica que me preguntó por lo que hace un año había escrito, y no sé si me hizo gracia de verdad; ni siquiera sé si me guiñó el ojo, ni si chasqueaba los dedos cuando bailaba…, no sé si tenía el pelo rojo, marrón o negro, los ojos claros u oscuros… ¿Una sonrisa irresistible? Entonces puede ser. Ahora mientras lo escribo, seguro.
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