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Por Alicia Aragón

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Escena de Le Petit Comunite

Atreverse con la adaptación teatral de una película de culto no admite medias tintas. O el resultado es una joya o es un truño. Que encima los responsables de esta gesta sean los miembros de una compañía casi amateur, puede ser entendido como un ejercicio de prepotencia suprema o como un homenaje sincero y humilde. Estas son las mimbres que conforman ‘Le Petit Comunité’, una obra de pequeño formato que está llamando poderosamente la atención del público desde el reducido púlpito que ofrecen las salas no convencionales, en este caso, La Usina.

Y digo que llama la atención porque ver sobre las tablas como los personajes de la ópera prima de Jean-Pierre Jeunet, ‘Delicatessen’, cobran vida es algo digno de ver. Otra cosa es que se salga más o menos convencido, algo que será inversamente proporcional al nivel de devoción que se dispense al original, y directamente proporcional a lo condescendiente que uno quiera ser frente a las omisiones y las licencias poéticas de la copia.

Punto a favor es sin duda la atmósfera y la iluminación. El neón rezando ‘Carnicería’ al fondo del escenario es un acierto monumental. Es un luminoso de prostíbulo: el burdel caníbal en el que se ha convertido una sociedad que atraviesa sus horas más bajas, en las que el instinto animal viola repetidamente al sentido humano. La decadencia de nuestra integridad se palpa desde el patio de butacas, pero si bien en la película, era un cuadro más naif, entrañable y colorista (en plan, lo estamos pasando jodidamente mal, pero que no se note que soy francés), aquí lo apocalíptico no deja ni respirar.

En cuanto al elenco, entendemos que no hay mendrugo de pan que llevarse a la boca, que el hambre esquiva la moral y que hemos llegado al punto de aceptar el primitivismo como estilo de vida pero… ¿qué tiene que ver eso con que la mayoría de los personajes anden cojeando, encorvados y vistan fatal? Caer en el abuso por sistema del mensaje no verbal en una representación teatral es tratar de ocultar carencias, y al final el discurso rezuma afectación poco verosímil. Igualmente, el abuso dicotómico de la ronquera intencionada para los malos y resignados, y el timbre ‘arcoíris’ para los buenos e inocentes huele a arquetipo que echa para atrás.

Hay personajes que reinterpretan y amplían el rol original de la película, como la señora Aurora, que es el hit del espectáculo, o Roger y su ‘socio’ Alfonsín, que sustituye a su hermano Robert, y otros que se alejan kilómetros, como la pareja principal, Louison y Julie que me recuerda a los amantes de Teruel: no se sabe si es más tonta ella o él. Después están los que se ajustan sin pena ni gloria, como el carnicero, el exmilitar que come caracoles, el matrimonio Tapioca o la mujer de mala vida. De los trogloditas vegetarianos ni rastro.

Luego está la utilización del off-topic, a lo que yo tengo el bien de llamar ‘recurso que no viene a cuento, pero que se introduce en el espectáculo para dar vidilla’. El baile me mató, pero me pareció cachondo, lo reconozco. Esta clase de licencias, hacen que se diluya la moraleja de la historia: que la sociedad está enferma. No es cuestión de hacer una perorata pesimista, que el público ya tiene bastante con los Presupuestos Generales del Estado, pero los límites están en un orgasmo a coro por representación, por favor. Más es forzar la risa y cruzar la delgada línea entre el humor negro y la comedia ligera.

Aunque creo que se le puede dar una vuelta de tuerca y presentar algo más redondo y menos afectado, hay que reconocer el mérito de esta compañía y de la dirección de Gabriel Molina, apostando por una pieza montada colectivamente y fuera del circuito comercial. Y de paso, llenar las salas pequeñas, que son la punta de lanza de las tendencias.

@aliciaragon

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