Por Verónica Lorenzo
Tenía 15 años cuando empecé a devorar libros. Me acuerdo de la edad porque sentía una gran necesidad de olvidar, y siempre me acompañará esa sensación. Leer para olvidar, escribir para no volverme loca. A mi lado, como amante eterno, un libro esperando la continuación, un rito nocturno que cubría (y cubre) una soledad constante, porque, como ya dijo en alguna ocasión Joaquín Sabina, “cualquiera que lea mucho es un solitario, porque la lectura no se puede compartir”.
Pero leer también transforma tu manera de ver las cosas, te resuelve las dudas futuras, te forma como persona, como contenedor de una guerra entre lo emocional y lo racional, lo salvaje y lo social. Y recojo aquí la idea que expuso Bettina Caron en la Revista Eñe: «La lectura literaria humaniza porque trata temas que hacen a la condición humana como el amor, la muerte, los deseos, las esperanzas, las frustraciones, las injusticias, la solidaridad y permite atisbar otros mundos posibles en este mundo y, además, porque la literatura hace sentir, emocionarse y pensar en uno mismo. Es decir que la literatura es peligrosa. (…) No es el libro el que nos puede transformar, sino la lectura que hacemos de él. Experiencias a veces de empatía o rechazo, de enamoramiento de ciertos personajes, de ciertas ideas y pensamientos, son las que enriquecen la construcción de esa subjetividad«.
Tenemos muestras de este concepto de peligro en los índices de libros prohibidos por la Inquisición. A veces eran libros completos, otras eran párrafos o líneas o cambiar una palabra por otra. Y cada cierto tiempo iban a las bibliotecas representantes de la institución para controlar que todo estaba bajo regla. En mi profesión, la de documentalista, se consideran estos índices las primeras reglas de catalogación, con sus normas para las referencias bibliográficas. Pero esto es lo único positivo que podemos sacar de esta práctica. Porque se han perdido muchos libros y no sólo entonces, también ahora, con esta censura siempre permanente en nuestra historia.
En los Estados Unidos, la American Library Association (ALA) celebra anualmente la Semana de los Libros Prohibidos en homenaje a la libertad de lectura, exponiendo una lista de libros prohibidos en bibliotecas y colegios. Esta es una forma de reabrir o retroalimentar el eterno debate de si una biblioteca o una librería o cualquier grupo de interés (llámenle lobby si eso les hace sentir mejor) tiene derecho a decidir qué se debe leer y qué no se debe leer. Recuerdo ahora que cuando saltó la noticia de la detención de un joven que estaba planeando una matanza en su instituto como aquel de Columbine, una de las informaciones que se dieron fue que uno de los libros que había tomado prestado en la biblioteca había sido Mi Lucha, de Adolf Hitler. Dejando a un lado el hecho de que se haya violado el derecho a la intimidad del joven al ofrecer una información confidencial, se juzgó el que la biblioteca tuviera ese libro en su colección. ¿Es esto un realmente motivo para abrir un debate? No debería. Principalmente porque la biblioteca pública debe garantizar el acceso democrático a la cultura sin prejuicios. En el Manifiesto de la IFLA / UNESCO en favor de las Bibliotecas Públicas dice: “La biblioteca pública presta sus servicios sobre la base de igualdad de acceso de todas las personas, independientemente de su edad, raza, sexo, religión, nacionalidad, idioma o condición social”.
La biblioteca nos acerca a un ideal de sociedad, donde todas las personas podemos leer, autoformarnos, saciar (y alimentar) nuestra curiosidad, amarnos y ser felices entre líneas. La lectura es nuestro adelanto al futuro. Hay libros que te enseñan a amar en libertad, otros te hablan sobre tus orígenes, de tus futuros, de las emociones, de las tristezas, de todo lo que necesitas saber y quieres dejar entrar en la cultura del yo que vas creando a lo largo de los años. El aprendizaje a lo largo de la vida (lifelong learning) que le llaman las personas expertas. Un aprendizaje libre, sin orden ni prejuicio, sin censuras ni guías, una experiencia continua en base a una filosofía tan apegada a la vida como “a donde nos lleve el aire”. No hagamos debate de la nada. Sólo vivamos.
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