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Por Inma Aljaro

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Liuzhou es feo, es gris.

Es tiendas de ropa de rayas, cuadros, puntos, estampados de leopardo, cebra y pantera.

Es bebés que hacen pipí en medio de la calle -los pantalones de los bebés chinos tienen una abertura en la parte trasera para facilitar y acelerar el desahogo de vejiga e intestinos-. Es un vendedor que intenta medir la cintura del cliente inquieto que ignora; es más de una persona que vuelve la cabeza para mirar a la extranjera; un indigente que se lleva las manos a la cara ante la presencia de la misma extraña; tráfico caótico, desordenado y desequilibrado.

Liuzhou es, además, comedores al aire libre, con mesas bajas que soportan decenas de platos centrales de los que todos podrán servirse por un precio que provoca incredulidad al no-chino.

Es una mujer con chaqueta de encaje hasta el final de las costillas, tacones altos y pantalones que apenas cubren los glúteos.

Es esa misma joven concentrando la flema al final de la garganta para, inmediatamente, expulsarla sin reparo, apenas girando la cabeza.

Es una malagueña deseando que sean las once de la noche para salir de allí.

La tapa de papel cruje al doblarse hacia atrás y mostrar la vulnerabilidad de los fideos precocidos. La bolsita, incluida en el interior del envase, chasquea al rasgarse en uno de sus extremos y liberar el polvo de sabor a ternera concentrado. Las uñas negras rompen un segundo sobre transparente y rocían densidad aceitosa en los mismos fideos. Se levanta. Regresa un minuto después con los fideos sumergidos en agua caliente. Desgarra tres salchichas con el mismo tenedor que ayudará, segundos después, a transportar la comida hacia la boca. Los dedos ejecutores también están negros. La cara morena. Flequillo que cubre uno de sus ojos y mirada concentrada en los nutrientes. Alguien le llama por teléfono y contesta en un tono amigable. No importa que haya interrumpido su cena. Aún tiene tiempo para saborearla. Mucho tiempo.

La mujer que quiere ser elegante se sienta enfrente. Sujeta un paquete de chicles de menta azucarada. Saca uno y guarda el resto en el bolso. El color del vestido encaja con el de los zapatos que, además, están cubiertos de brillantes. Se asegura de que la hebilla está donde debe estar. Eso o le pica el tobillo. Ahora es crema lo que tiene entre las manos, ¿hidratante, anti-arrugas?, la reparte inundando los poros de su cara, sin demasiadas imperfecciones y rodeada por cabello color marrón cobrizo, ondulado artificial. Cuando ellos llegan, aún sigue mirándose los dientes en un pequeño espejito rectangular. Ellos son siete campesinos, cinco hombres y dos mujeres con bebés atados a sus espaldas. Uno de ellos está dormido, pero el segundo, un par de meses mayor o mejor alimentado, reclama libertad. La madre, de veintena recién estrenada, lo consiente y lo deja corretear. Su sonrisa, la de ella, destapa un punto negro en medio de los incisivos superiores.

Clank/clank/clank. El bebé se golpea la cabeza contra la silla metálica. Le parece gracioso y vuelve a repetirlo. Los padres lo miran impasibles y siguen charlando como si nada de eso estuviera ocurriendo. Los pasajeros que esperan al lado y demasiados aprensivos optan por cerrar los ojos para evitar espasmos de nerviosismo. Clank clank clank jajaja clank clank clank«.

@ialjaro

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