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Ciao, Roto, mein Lieber, Ich liebe dich. Du bist mein Baby. Casi no se ha bajado del Smart y Niko arranca con una mano en el volante y la otra en un Nokia viejo que no para de vibrar desde las 12 del mediodía hasta las 3 de la mañana, todos los días.

Roto lleva su medio pollo en el bolsillo pequeño de unos vaqueros viejos que ha transformado en bermudas a principios del verano. Sonríe de oreja a oreja mientras cruza la calle hasta su casa. Se parte de risa con el Du bist mein Baby. Si no fuera porque Niko pesa por lo menos cien kilos, tiene mujer, una cría de dos años y otra en camino, pensaría que se ha puesto en exceso sentimental. No es la primera que se lo dice, pero nunca así, nunca Baby. Es un rollo en realidad muy turco, muy muslim. La primera palabra que le viene a la mente si quiere traducirlo es habibi. Aunque un cínico diría que es un rollo de customer engaging, que no es real, que es una estrategia. Esas cosas las dice la gente para la que todo es una estrategia de marketing.

Foto: Lukas Eggers

Foto: Lukas Eggers

Llega de currar en un restaurante nuevo. Le gusta, acaba de cambiarse hace una semana. Aquí cocina más que en los anteriores, que eran restaurantes de hamburguesas, ensaladas y ya. Trabaja con Ivo, un portugués que estudió marketing y publicidad, y ahora es Master Griller, o eso dice siempre con una sonrisa gris y marrón de manchas de nicotina, y Juri, un dj de electrónica que, en realidad, es chef a tiempo completo, de hecho un buen cocinero, pero que está demasiado ocupado fumando porros en la puerta de atrás del restaurante y tomando speed que vuelca al principio de cada turno sobre en un plato y luego guarda en uno de los estantes altos de la enorme nevera de la cocina. Está que lo partirían por la mitad pero no quiere quedarse en casa: su compañera hace una fiesta hoy y no soporta a la gente que ha invitado. La peña, Roto y la peña. Roto y la peña podría ser un cómic, como aquel Chicha Tato y Clodoveo, granujas de medio pelo de Ibañez. Pero Roto y la peña ocurre en Berlín, en los años veinte del siglo XXI, los años del agotamiento, del bling bling de los teléfonos móviles, los años del fin de la civilización.

Todo eso lo piensa mientras sube de dos en dos las escaleras del piso. Abre la puerta y se encuentra frente a tres chicas apoyadas contra la pared en el pasillo. Parece que hicieran cola en su baño. Le miran sorprendidas. Él se fija en sus caras paralizadas, en sus ojos transparentes como escaparates, en el brillo de sus labios pintados, mucho más intenso ahora que acaban de darle un trago a sus copas y todavía están húmedos. Y más vivos, piensa. No dice ni hola. Avanza por el pasillo hasta su habitación, que hace esquina con el salón. Se cruza con otro grupo de gente. Lo hace de costado, apretándose contra la pared. Entschuldigung, escucha. El tono de irónica disculpa lo irrita. Traga saliva.

Evita mirar hacia dentro, hacia el salón, cuando alcanza su puerta. Pone la mano en el pomo y escucha su nombre. Una voz se alza de entre las demás voces, una voz que lo llama y lo hace parecer un fugitivo que huyera aterrorizado. Se ve obligado a levantar la cabeza. Lola le sonríe efusiva, agita la mano para decir un hola que sólo llega después de que haya dado un trago apresurado a su vino burbujeante. Schorle, se llama esa mezcla de vino y agua con gas. Tiene que beber para verme, piensa, pero luego se arrepiente de pensarlo. Lola lo quiere, como amigo, como compañero de piso, como lo que sea, pero su alegría es sincera. Él también sonríe. Se quiere mostrar cariñoso con ella. Es su forma de pedir disculpas por haber pensado lo que acaba de pensar, pero sin pedirlas. Cuando entra al salón se da cuenta de que no es necesario pedir disculpas por algo que sólo se ha pensado. Se acerca para darle dos besos. «¿Qué tal?», pregunta. Ella le coge del brazo y le dice lo mucho que se alegra de que ya haya llegado, que si no está muy cansado, que sí quiere darse una ducha, que si quiere una cerveza, o un vino, que Luckas, el CTO de la empresa donde trabaja, ha traído unos quesos buenísimos, que si quiere probarlos. No gracias, se palpa el medio pollo del bolsillo, saca el tabaco. Trae un piti liado que se enciende. Sólo se fuma en el salón cuando hay fiestas. Roto no organiza nunca fiestas y Lola no fuma, ni en fiestas ni en los días normales, que por lo general son días sombríos para Roto y días excitantes como la primer noche de unas vacaciones para Lola.

Están poniendo jazz bebop o algo así, mezclado con un rollo electrónico. A Roto le apesta lo que suena. Ni una cosa ni la otra. A él le gustan el jazz y también la electrónica, pero la mayoría de las mezclas de los últimos años le suenan a eso que solía llamarse easy listening, la cinta de gasolinera de la música universal.

Alguien grita algo desde la cocina. Lola, anfitriona esforzada, se suelta del brazo de Roto y sale el pasillo. Se queda solo, de pie. Alrededor suyo hay gente repartida en pequeños grupos a los que no conoce nada. Entre las manos que sujetan copas, las blusas que se balancean y el humo de los pitillos y los porros encendidos distingue a Luckas, el CTO, sentado junto a varias chicas en el sofá que está bajo las dos ventanas que dan a su patio interior. Son guapas. Y sonrientes y más jóvenes que Roto y que Luckas. Veinte, veintiuno, veintipocos en todo caso. Serán becarias, piensa. Luckas está que lo tira. CTO, treintaypocos o treintaytantos, afeitado, bien peinado, chinos buenos, beige, la camisa de un azul purpúreo, bien planchada, con los dos últimos botones abiertos, gafas de pasta, de pasta fina. No es un tío vulgar. Cuando se acuerda de largarse, CTO gira la cabeza y lo ve. Se levanta como impulsado por un muelle que guardase en el bolsillo trasero de sus chinos beige. Roto se ríe para sí cuando lo piensa. Mientras se le acerca, da varias caladas seguidas al cigarro sin soltar el humo.

Hey man, how are you doin´? Coming from work?

Fuerza una mueca con sus labios y exhala el humo por encima de ambos. Se conocen porque Lola y Luckas se enrollaron unos meses y se veían mucho por casa.

Alright —contesta Roto— Fucked.

Oh yeah, Kitchens are always hard work.

Le ha dicho la misma frase desde que le conocen. Una frase que se dice mucho para empatizar, para hacer camaradería. Luego le cuenta, otra vez, la vez mil, que él también volvía reventado de la cocina en la que trabajó un verano. Un verano en Tailandia, o en Vietnam, o en Fiji, por ejemplo. «What an experience that was, man. You should try it». Luckas, un tío enrollado, un tío de su tiempo. No se le puede culpar.

Lola aparece de repente y les coge del brazo a los dos. Se ríe nerviosa inclinándose hacia delante, como si dejara caer. Parece un pájaro que hubiera chocado contra una valla de alambre con sus dos alas abiertas. Roto no se va a ir a su cuarto ni de coña.

Do you know what a digital nomad is?—sigue Luckas— Maaaan, they are the people man. I think everyone should do it.

Joder, Luckas. Cállate. Lola le aprieta el brazo al instante. Lo justo para que Roto sepa lo que está pensando y pedirle calma. CTO con lo suyo y Lola le sigue la corriente. Roto se concentra en las becarias risueñas y en la manera en que sujetan sus cigarrillos. Fuman como los que fuman por diversión, no por vicio. De vez en cuando miran a Luckas y se ríen. Alguien interrumpe a CTO con un comentario acerca de sus quesos pero ese alguien que Roto no ha visto acaba hablando con Lola, que le ha dado la razón. Roto y Luckas se quedan solos un momento. Uno de los dos tiene que decir algo, piensa Roto. De repente, Luckas le da un golpe suave en el hombro. Lo pilla por sorpresa y se tambalea un poco. Se miran y Luckas señala hacia abajo con un movimiento rápido de sus ojos. En el cristal de sus gafas, ve reflejada la cara que ha puesto de no entender nada. Obedece y mira. En la palma lleva una pastilla que ya ha partido por la mitad. Uno de los trozos reposa como acurrucado entre edredones en la palma encogida de su mano. El otro hace equilibrios sobre la pinza que forman el dedo gordo y el índice. Roto sonríe con una media sonrisa. En realidad no quiere, pero, bueno, ya la querrá. La coge. Lola no se ha dado cuenta.

«Thanks». Luckas se mete la mano en el bolsillo y después la coloca sobre la espalda todavía tensa de Roto y se lo lleva hacia el sofá. Se sienta haciéndose un hueco forzado entre las hipotéticas becarias, que siguen hablando y riendo en alemán. En ese momento, a Roto le vibra el móvil. Mete la mano en el bolsillo para comprobarlo y aprovecha para palparse de nuevo el medio gramo. La costumbre.

I´ll come now —dice dirigiéndose a Luckas.

Awesome, man— responde él, que ya ha extendido los brazos por detrás de los hombros de sus hipotéticas becarias.

Cuando se da la vuelta para salir del salón se fija en Lola, que conversa con alguien que no conoce aunque, en realidad, mira hacia el sofá como si entre ella y Luckas no hubiera toda una fiesta. Detrás de Roto, las risas se han apaciguado y la voz de CTO centra la atención. Lola no debe de estar atendiendo a lo que sea que le cuentan. Pasa junto a ella, la sonríe y ella le devuelve la sonrisa. Roto percibe un esfuerzo en esos labios que se curvan. Por fin, entra en su cuarto.

En la pequeña terraza a la que tiene acceso desde su habitación conversan un chico asiático y Therese, camerunesa, la antigua compañera de Lola. Se alegra de verla, le caía bien, quiere saludarla. Se acuerda de que le gustaba un poco. Cuando trabajaban juntas, venía mucho a casa y a veces bajaba con ellas a tomar cervezas al Schilling, un bar de alemanes que está a medio camino entre un bar típico alemán, a los que Roto ni nadie que no sea nativo entra nunca, y un bar de extranjeros, o expatriados, expats, como les gusta llamarse a sí mismos a los artistas y los emprendedores que viven en su barrio. El chino, cree que es chino, está explicando en un inglés perfecto en qué consiste su trabajo en la empresa de Luckas, así que, sin que lo vean, opta por correr la cortina que fue blanca y ahora es de un amarillo extraño que se extiende desde los extremos bordados hacia el centro como un veneno imparable. Cuando se vaya del piso tendrá que cambiarlas. Los escucha sin pretenderlo mientras abre su medio gramo con los dientes y empuja sobre su escritorio vacío un par de piedras de su farlopa mal cortada. «Data strategies are so important for a company. It´s not only to know but to know how to use it, you understand?» Roto esnifa una raya bastante grande y cuando levanta la cabeza se da cuenta de que ha hecho el suficiente ruido como para que le oigan desde la terraza. Hace como que no los ve, recoge la bolsita y les da la espalda. Coge el móvil, Gardié: «qué? curras? Sameheads».

Sale de su cuarto y cierra la puerta. Tiene que ponerse de lado para pasar por entre las tres chicas que estaban junto a la entrada y ahora hablan alrededor de la cómoda del pasillo en la que Lola guarda todos sus zapatos. Roto tiene dos pares de playeras y unos botines que no se pone casi nunca. Le gustan pero siente que va disfrazado. Sus copas reposan sobre la superficie de madera blanca. Si lo ve Lola se pondrá nerviosa. Esa cómoda es su mueble favorito. Abre la puerta que da al descansillo pero se detiene, se da la vuelta y entra al baño. Son dos segundos: coge la media pastilla, abre el grifo, se inclina, bebe agua y se la traga. Sale a las escaleras secándose la boca con la muñeca. Después, se palpa el bolsillo pequeño del pantalón.

Afuera, se detiene en la acera de enfrente para liarse un pitillo. La puerta de su portal se cierra y ve como se marchan de la fiesta dos de las tres becarias que estaban sentadas en el sofá. Una de ellas habla por teléfono. Se van a otra fiesta. La calle está llena de gente, de luces y de coches que atraviesan las múltiples callejas alrededor de su casa. Cuando camina entre ellos se siente extrañamente bien. Le gusta no conocerlos y que no le conozcan. No siente ni desprecio ni simpatía, es curioso: Roto caminando solo entre sus pares siente que tiene un plan, que va hacia algún sitio. No saben nada de él, pero lo ven, deben de intuirlo, camina decidido, mira al frente. Cuando alguna chica le mira, él la mira también. Ahí va, Roto, con un plan para hoy, con un plan para mañana, con un plan, en general. Pasa por delante del Schilling, que tiene la terraza llena. A través de los enormes ventanales ve al que pincha esa noche, pero casi no escucha la música entre todo el alboroto que hay en la calle. El bar dentro está todavía medio vacío y en la barra sólo están sentados Tom y el Sebas. Tom también es cocinero, en un hotel, y siempre está ofreciéndole curro. Todavía no se ha enterado de que Roto no es cocinero de verdad, sólo cocinero por accidente. Sebas, que se llama Sebastian con acento en el bas, es traductor de ruso y acaba sus jornadas corrigiendo textos en la barra del Schilling. No lo ven porque está de espaldas, pero sí Britta, la dueña, que levanta la mano y lo saluda con el trapo con el que limpia una enorme jarra vacía de Rothaus. Después de dos años viviendo al lado, la conoció un día al volver de otra cocina, cuando preguntó de qué eran todos esos botes vacíos de la marca Laphroaig. Un whisky escocés, dijo ella en alemán, pero están vacíos. Esa noche, al final, cuando Roto se marchaba, le puso un chupito, schnaps, en alemán. Se cayeron bien. Desde entonces, baja mucho al Schilling.

Alcanza la esquina de Sonnenalle, Estambul, piensa. El barullo es el mismo, pero los gritos son en turco o en árabe, no los distingue, y hay mucho más tráfico de Mercedes, BMW y Audi, todos ellos bien limpios, bien pulidos y también muy ruidosos. Du bist mein Baby, piensa. Se ríe para sí mientras esquiva turco-alemanes, líbano-alemanes, americanos, ingleses, franceses, italianos, griegos y españoles. Tiene que pararse en un Späti a comprar filtros. Paga y se da cuenta de que casi no tiene pasta. En el Sameheads no aceptan tarjeta, por eso de los impuestos. No hay cajeros de su banco de camino al sitio, pero es un coñazo tener que darse la vuelta. Cuando mete la tarjeta en el cajero empotrado en la fachada bajo las bombillas de luz blanquecina que alumbran los bancos de madera y flanquean la puerta de la tienda, la media pastilla empieza a subirle. Le suda la frente, siente una necesidad urgente de andar y la lengua se mueve a toda velocidad raspando con su punta seca la parte interior de sus incisivos como si fuera una escoba de paja. Desde hace meses tiene una enorme mancha marrón detrás de los dientes. Piensa en sus cortinas. Nota el relieve cuando pasa veloz la punta imparable de su lengua. El brillo de las letras cuadriculadas de la pantalla se intensifica. Late el mensaje que aparece en la pantalla: Bitte, warten. Por fin, salen los veinte pavos. Le cobran tres de comisión. Joder, piensa. Bueno, ya está hecho. Se lía un pitillo y sale disparado hacia el bar. Va mirando la pantalla de su móvil y esquivando transeúntes. Lleva Tinder abierto y no para de mover sus dedos hacia la izquierda o hacia la derecha. Casi no se fija en lo que ve porque ha bajado el brillo para que le dure más la batería y para que no le vean en Tinder cuando pasan junto a él. Suda cada vez más, el humo que traga ni lo siente. Llega al último semáforo. Frente al Arkaden, el centro comercial, ya se ha liado otro pitillo y se lo está encendiendo cuando el muñeco, el Ampleman, pasa de rojo a verde.

Entra en la calle del bar. Mira la hora: las dos. Todavía queda un rato para que cierren. Bueno, fijo que luego hay un plan, piensa. En la puerta hay un grupo de chavales muy a la moda del barrio: todos de negro o en su mayoría de negro, entre el chándal y la blusa, algunos oros que cuelgan de sus muñecas o sus cuellos, gafas puntiagudas, botas altas, como de militar, o de militares modelos. Diseñadores, piensa. Siempre son diseñadores. Pasa por delante de ellos.

Al lado del bar hay un pequeño callejón que une esta calle con Estambul. Bajo la marquesina del escaparate de un estudio de arquitectura se prepara un tiro. Con una mano sujeta el móvil y con la otra vuelca el medio. Lo guarda. En el bolsillo de atrás lleva la tarjeta de bus vieja que usa para las rayas. La prepara. La guarda. El billete de veinte que acaba de sacar del cajero también está guardado en el bolsillo de atrás. Roto se maravilla de su capacidad de organización. Pero, claro, no se lo cuenta a nadie. Se lo pone.

Abandona el callejón. A su espalda, colgado por dentro del cristal del escaparate, hay un cartel: Gegen Mietewahnsinn. Contra la locura de los alquileres, dice. Roto no lo ha visto. Se cruza con dos de los chicos que estaban en la puerta del Sameheads. Ambos van rapados, ambos de negro. Uno de ellos lleva chanclas de Adidas encima de los calcetines blancos. Pero no parece un guiri alemán porque, bueno, piensa Roto, son diseñadores. Están a otra cosa.

Entra en el bar. No está muy lleno, mejor. En el enorme sofá circular al lado de la entrada hay un grupo grande. En la mesa del medio, cinco o seis paquetes diferentes de tabaco de liar, papeles, filtros, mercheros, un montón de vidrios vacíos, un par de bolsitas vacías. Apartado, adrede, para que no se manche, alguien ha dejado un tubo de papel albal cerrado, pequeño, del tamaño de un paquete de chicles. Pasta de speed. Hasta que seque tienen para rato. Echa un vistazo a sus caras pero no reconoce a nadie. Del horizonte de luces multicolor y humo espeso surge como un ariete en una cuesta abajo el brazo delgado de La Toni, un tío trans, o una tía, bueno. La Toni, con sus ojos pintados con dos rayas azules («purpúreo». piensa Roto) que se encogen progresivamente hacia dos sienes huesudas. Se ha incorporado. Debería haberlo visto antes, piensa Roto. Lo tenía enfrente.

—¿Qué tal, guapo? Vaya carita.

La Toni es de Santander, como Roto. Es primo de un compañero suyo de clase y, aunque no le cae bien, siempre habla con él, un poco por eso de ser de la misma ciudad, aunque no se conocieran antes y sólo saben él uno del otro primo mediante. Mientras habla con ella, con él, gira, nervioso, la cabeza. Al fondo, en el otro enorme sofá circular están sentados Gardié y Tiri. Su mesa también está llena de paquetes y vidrios. El uno habla sin parar y agita los brazos por encima de su cabeza. Parece enfadado. El otro fuma y mira al frente con esa mirada vacía que siempre tiene cuando pasa demasiado tiempo rodeado de gente. No lo han visto. Se da cuenta de que no tiene ni idea de lo que está diciendo La Toni. Fuerza una risa.

—Oye, luego te veo, ¿va?

Tarda un rato en pedir. La barra está llena de gente que pide Schorles, chupitos varios, vodka-mates, cervezas grandes marca BIER o Agustiner… Roto pide BIER, la más barata del bar. Lo llaman. Gardié le está pidiendo dos más desde el sofá. Pide tres y ya sólo le quedan once euros. Va hacia ellos.

—Joder, cómo suda el pavo— dice Gardié.

Tiri se ríe mirándose la camisa a cuadros que lleva siempre con los cuellos por dentro de un jersey de punto gris que usa todo el año.

—Buff —dice Roto— me he comido media pastilla hace un momento.

Gardié y Tiri se parten. Después de la risa, uno vuelve a su vacío y otro a su película. Roto aparta varios vidrios, flexiona las rodillas y apoya sus suelas marrones sobre el extremo redondeado de la mesa. Se lía un piti. Saca el mechero. Se palpa el pollo. Se lo enciende. Suda muchísimo. Entre calada y calada no para de secarse la frente con la manga desnuda. El sudor brilla tanto que su brazo derecho parece la marisma de un río de plata. Saca el móvil. Vuelve a mirar el Tinder. Pasa por unos diez perfiles en menos de veinte segundos y lo cierra.

—¿Y esta peña? —interrumpe dándole a Gardié un golpe flojo con el vidrio en la rodilla.

—¿Quiénes? Ah, coño, ¿estos? —Andan por ahí haciendo tv-eyes… Abajo creo.

—Yo bajo— dice Tiri, que no había abierto la boca todavía. Se levanta. Roto se fija en que ya llevaba sus pitis, su papel y sus filtros en la mano. Tenía ganas de largarse.

Gardié y Roto se quedan solos. Durante un par de minutos, beben en silencio. Ambos fuman. La pierna de Roto tiembla y hace que la mesa se tambalee. Baja los pies. Quiere hacer algo, o que algo ocurra. Necesita moverse, pero Gardié ha empezado otra vez con su cabreo. Desde que volvió de cosechar en California anda todo el día quejándose. Es normal, piensa. Cuando se fue a hacer pasta tenía una novia y un piso, ahora vive en el sofá de Tiri y su novia lo ha dejado por un profesor de español. Eso es lo que más le jode, que el nuevo novio también sea español. Al menos tiene un montón de dinero ahorrado, pero esa pasta está en la cuenta del Gallego y Gallego no ha venido hoy.

—¿Qué hace Gallego? —pregunta Roto.

—Yo qué se, pavo. —responde airado Gardié— Ah…sí, joder. Iba a no se qué exposición de no se quién. Un rollo de estos, buah, queer. Habría pila de tías. Eso dijo.

 

 

 

 

Los invictos -segunda parte-

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