Cartas desde Nueva York
Por Sergio Rozalén
Antes de que el invierno y la navidad monopolizaran las conversaciones de los neoyorquinos, antes incluso de que Halloween instaurara la locura colectiva en las calles del Greenwich Village de Manhattan y antes incluso de que el frío polar y la nieve nos obligara a pasear por este salvaje lugar mostrando sólo nuestros ojos, hubo un tiempo en otoño en el que los americanos, y los nuevos americanos de adopción, entretuvimos nuestros domingos con una actividad que es ligeramente de esas de “sólo aquí”: ir a recoger manzanas.
A poco más de una hora en coche de Nueva York uno encuentra docenas de “granjas de manzanas”, inmensos terrenos de cultivo de esta fruta pomácea en los que, algún día y hace años, alguien debió pensar que más allá de ganar unos dólares vendiendo cajas y cajas de este alimento, se podían ganar algunos más dejando entrar a simpáticas familias y turistas varios a tus terrenos para que, durante un rato, se entretengan cargando su coche con una selección de frutas rojas y amarillas. Su propia selección. Utilizando su propia mano de obra.
El mecanismo no puede ser más sencillo. Tú vienes con tu coche, te dejo entrar a mi gigantesco huerto, te doy una bolsa de plástico con las asas más resistentes que vi jamás y durante el tiempo que quieras te puedes dar el gusto de llenarla dicha bolsa (de un tamaño más bien discreto) con todas las manzanas que te quepan. Lo de menos, queda claro, es llevarse a casa dos o tres kilos de fruta. Lo importante es completar la visita turística correspondiente recorriendo y reconociendo las diversas variedades de manzanas, convenientemente explicadas, con sus orígenes, su nombre científico y su gusto en paladar. Es así como uno aprende que hay vida manzanil más allá de la Golden, la Fuji y la Gala, y llevarse a la boca una variedad Cameo, Empire o HoneyCrisp. Aunque ninguna compita con laMcintosh, que no es una marca de ordenadores solamente, sino también la más famosa de la variedad de manzana y orgullo del estado de Nueva York.
Así, cuando uno ha probado cuantos tipos de fruta carnosa ha tenido tiempo de engullir en lo que dura el recorrido (las manzanas dentro de tu estómago no cuentan); cuando se ha podido jugar al béisbol con piezas ya caídas en el suelo y bates de madera de manzano, por supuesto; cuando se ha montado a caballito del compañero para alcanzar esa pieza gigante de Red Delicious que no estás seguro que te vaya a caber en la ya repleta bolsa; y cuando se han agotado todos los chistes y poses fotográficos relacionados con Adan y Eva, con Newton y con Guillermo Tell, es momento de dejar el huerto, esconder alguna manzanita que ya no cabe en la bolsa bajo los asientos del coche, recargar fuerzas con la mejor sidra caliente de manzana que uno haya probado jamás, asombrarse con el tamaño que una calabaza puede llegar a alcanzar y empezar a preguntarse en qué hacer con los kilos de fruta que uno lleva para casa. Al menos, ante cualquier pregunta, absurda o no, que a uno le esté esperando, el célebre “Manzanas traigo” cobra ahora todo su sentido posible.
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