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Por Marcos Rodríguez Velo

A Moby hay que reconocerle un gran talento y habilidad a la hora de crear música que circula entre planos complejos y simples, entre la radiofórmula y el underground más alternativo, entre la magia vintage y una pulsión más futurista. Ello le ha permitido (y todavía le permite) fabricar un pop tan fascinante como didáctico, que en los momentos de más éxito le ha llevado a ocupar horas y horas en las radios más populares. Todo ello es mérito de su método, casi rallante en lo obsesivo, consistente en la creación de un loop (a menudo un sencillo sample) a partir del cual la canción se desarrolla.

Es un método eficaz a la par que obsesivo, y ese es justo la razón de por qué mucha gente no tiene más que un moderado respeto por el arte de Richard Melville Hall. Para su undécimo disco, Moby ha decidido dejar a un lado cualquier pretensión de hacernos bailar para crear una especie de álbum conceptual que habla sobre la vulnerabilidad, muy oportuno en estos tiempos de embrionaria y progresiva inseguridad. Así, con la ayuda de Mark “Spike” Stent en la producción y una heterogénea patrulla de colaboradores, nos propone una serie de baladas melancólicas y visionarias trufadas de imperfecciones calculadísimas.

Los instrumentos nos traen sonidos siderales y tamizados que salen de una mezcla entre Air, Brian Eno o Terry Riley (Going Wrong, Everything That Rises), downtempos lánguidos un poco Morcheeba y un poco Zero 7 (The Last Day con la tristemente sensual Skylar Grey o A Case of Shame, cantada por una intensa Cold Specks), así como un acid noir regado con funk (Don’t Love Me, con Inyang Bassey). Mucha curiosidad suscitó también la presencia de Damien Jurado, Wayne Coyne y Mark Lanegan: pues bien, el primero ofrece unas emotivas vibraciones a la profunda pero ingenua Almost Home, el segundo ofrece una actuación cuasi gospel en The Perfect Life, mientras que el ex Screaming Trees mastica la planicie rítmica de The Lonely Night como si estuviese en un estado de inconsciencia sobre lo que ocurre a su alrededor.

En definitiva, Innocents es un disco ambicioso del que se pueden extraer tres o cuatro singles de alto nivel, pero que a veces adolece de una brecha casi insalvable entre sus intenciones y lo que transmite. Como la última canción, The Dogs, cantada por el propio Moby como un veleidoso parpadeo entre teclados de los años 80: transmite un sentimiento de desconcierto agradable que en ocasiones se aleja de los mejores momentos de su exitoso autor.

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