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Cartas desde Mozambique

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Fábrica de donativos de felicidad a pleno funcionamiento

Por Sergio Rozalén

La madre de Rael murió unos días después de dar a luz. A pesar de las complicaciones de un parto de sietemesina, la mujer se negó a ir al hospital y dejó huérfanos a dos hijos: Rael, con días de vida y escasas oportunidades de sobrevivir, y Chico, cinco años mayor que su hermana y al que se le borró, me cuentan, la sonrisa de la cara. Rael, “milagro” en changana, el dialecto local, no era aceptada por su abuela, la única familia que tenía aparte de su hermano Chico que la niña tiene en este mundo. La madre de su madre no quería ni podía aceptar en su casa a la culpable de la muerte de su hija, a la niña cuyo nacimiento antes de tiempo había originado esta pérdida. Quizá pensó también que Rael no sobreviviría, como es habitual en las zonas rurales de Mozambique. Aquí la costumbre de no poner nombre a los hijos hasta que cumplen un año o más de vida sigue vigente. Sea por la falta de acuerdo entre las dos familias, sea por miedo a poner un nombre, encariñarse y luego perder al hijo en un país con mortalidad infantil tan elevada, el caso es que mis amigos doctores de Manhiça me cuentan la gran cantidad de innominados (sin nombre) que llegan a sus consultas. Pero Rael sobrevivió, Khanimambo la acogió, Alexia Vieira le dio el biberón y, tras mucho esfuerzo, convenció a la abuela Filomena de que la adoptara. Hoy Rael, la niña milagro, su “dulce sueño africano” es un imán para todo aquel que se acerca a Khanimambo: es regordita, achuchable, sonriente y se tira en plancha a mis piernas cada mañana, cuando llego a la Escolinha y su equipo del Curso de Verano es el primero que me encuentro, practicando bailes y canciones nuevas cada día. No soy original cuando digo que su historia es, quizá, la más “Khanimambo” de todas la de los niños aquí.

Su hermano Chico pasó por su calvario particular. Despreciado por su abuela, el joven huérfano se enfadó con el mundo, se acostumbró a desaparecer durante días enteros, se desentendió de la higiene y de la escuela y se aisló en su propio planeta negándose a comunicar con su alrededor. Chico cambió de familia, volvió a cambiar, se acercó a Khanimambo, se alejó y volvió de nuevo para empezar, al fin, a tener un comportamiento cercano a ejemplar. Chico no es de los que regalan abrazos sin más, antes parece que te estudia, te analiza, se piensa si te concede un poco de su confianza. Me parece más maduro que muchos chicos de su edad aquí pero, en el fondo, sigue siendo un niño de 9 años que, enfundado en su camiseta de Soziedad Alcoholica (que habrá llegado fruto de alguna donación a Khanimambo) se marca un baile delante de todos nosotros para llevarse el premio diario de los desfiles en este curso de verano.

Daisy y Andrisse son primos, tienen 7 y 6 años respectivamente, y son “los vecinos”. El patio de su casa es también el patio de la Escolinha de Khanimambo y siempre están con nosotros. Cuando llegan los niños por la mañana, ellos ya están aquí. Cuando todos marchan a sus casas, ellos se quedan, jugando con los neumáticos, construyendo casitas en la arena o practicando con el tirachinas. Daisy quizá tenga la sonrisa más pícara de Khanimambo y ahora luce unas trenzas fijadas con plásticos de todos los colores. Andrisse, que intenta ganar tu amistad besando tu mano y que a veces exagera la cara de pena para conseguir lo que quiere, siempre está listo para jugar lo que sea, aunque no lo entienda bien. Su paso por las clases de teatro que algunos días he tenido con los niños ha sido caótico y desternillante. Sus imitaciones de gallina o mono cuando tocaba imitar animales de mar dejó estupefactos al profe de teatro y al resto de los alumnos de la clase.

Erica vive con su abuela, dos hermanos y dos primos más. El día que llegué a Khanimambo, Erica andaba torpemente aguantando la lágrima hasta que se tumbó en el sofá de la Escolinha. Estaba enferma de malaria. Recuerdo aquella primera tarde en la que Eric y yo llevamos a Erica a su casa y la pedimos a su hermano mayor, Ribaldo, de trece años, que ese día ayudara especialmente a su abuela, la señora Olivia, a la que es normal que a veces se le haga muy cuesta arriba hacerse cargo de cinco niños huérfanos Erica ha tardado casi dos semanas en mostrárseme sonriente y activa, y es que sobre los efectos de la malaria ya escribí ayer.

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Rael, en el centro, también ha aprendido a jugar a Ninja

Y por aquí anda Scarla, que cada mediodía se enfada a la hora de los desfiles porque su equipo nunca gana, pero al día siguiente se le olvida que tiene que cantar más alto y con más ganas para lograr la bolsa de caramelos que se entrega al equipo vencedor. Y Simiâo, que cada mañana temprano reparte los petos de colores, forma los equipos de fútbol y los dirige a golpe de silbato. Y Dercia, Elton, Dionisia u Horculano, cada uno con su propia historia personal, su vida en absoluto cercana a lo que en Europa calificaríamos como fácil y su lugar para dormir en algún lugar del interior del mato. Todos ellos, hasta casi 200, son los niños de Khanimambo, a los que la inexistencia de la Fundación habría condenado a muchos de ellos a dejar la escuela, nunca hubieran llegado a la secundaria (que requiere un poco de dinero diario para pagar el autobús hasta la ciudad), carecer de una nueva familia tras la pérdida de la suya o, simplemente, seguir vivos.

Y finalmente, Adelaide, de nueve años. Una de las más altas para su edad, de pelo casi rapado y ojos grandes y vivos. Adelaide es sordomuda, nació así y la educación pública de Mozambique nunca le pudo enseñar el lenguaje de signos ni matricularla en un centro de educación especial. Como los demás niños, va a la escuela normal, asiste a las clases y saca buenas notas. Es tremendamente inteligente. Me atrevería a decir que la más espabilada de cuantos niños veo jugar en la Escolinha. Y tiene carácter, mucho. A veces hasta mal genio. No le gusta perder a ningún juego, e incluso alguna vez la he sorprendido haciéndome trampas en el juego de las piedras, en el que mientras se lanza una piedra al aire hay que manejar con la misma mano el resto de piedrecitas y moverlas de un lugar a otro de la arena. Se comunica con todos sus compañeros, por señas o emitiendo algún sonido que aquí ya todos hemos aprendido a descifrar, y está tan integrada en el mundo Khanimambo que a veces se me olvida que Adelaide no puede oírme y le pregunto a viva voz cómo está o si jugamos a Ninja, juego el que ella es también la mejor. Supongo que es inevitable tener un niño, niña en este caso, favorito. ¿Cómo no hacerlo?

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