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Cartas desde Mozambique

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Por Sergio Rozalén

Cada mañana, cuando me acerco a la escuela, veo una fila de mujeres haciendo cola en la fuente pública. Con calma pero a buen ritmo llenan los bidones de plástico de colores y, una vez rebosan agua, lo suben despacio hasta la altura de su cabeza, lo cargan sobre ella y, a paso lento para mantener el equilibrio, se alejan de la torneira en dirección a sus casas de cañizo y tejados de cinc. Entre esas mujeres, casi con certeza, habré visto alguna mañana a la vecina de la casa donde vivo desde hace más de tres semanas: la madre de cuatro hijos y paciente esposa de un marido aficionado a un licor de fabricación casera y profesión desconocida. Cada noche, o al menos con demasiada frecuencia, escucho las conversaciones de tono elevado, gritos y golpes que el marido dedica a su mujer. Hablan en changana, no comprendo lo que dicen, así que pregunto a Dinho: ¿qué dicen, hermano? Él no quiere responderme, le cuesta hablar del tema. Insisto, y me traduce algunas frases que el marido dedica a su mujer: “no vales nada”, “nada de lo que haces en casa está bien”, “eres una burra”. “No tienen cura” -me dice Dinho- “siempre ha sido así”. Este maltrato físico y psicológico, esta violencia, la impotencia y miedo de los niños y la indiferencia de los vecinos es una situación tristemente habitual en Mozambique y, al parecer, en muchos otros países de África.

La mujer mozambiqueña carga con todo el peso de la familia. No sólo crían y educan a los niños sino que por supuesto mantienen la casa, buscan el agua, limpian, cocinan, trabajan en el campo o venden fruta en la carretera. El hombre, que muestra su incapacidad a diario y que carece de toda habilidad para cualquier tarea doméstica, no compensa esta carencia con su capacidad de trabajo fuera del hogar. Alguno dedicará su tiempo a ser vigilante de alguna casa (turnos de 12 horas diarios de lunes a domingo que no requieren demasiado trabajo físico) y otros conducirán una chapa (taxi colectivo), aunque muchos otros tendrán trabajos esporádicos o, simplemente, no harán nada. Décadas de guerras (la de la Independencia de los portugueses primero y la Civil después) se cebaron con la población masculina de Mozambique hace unos años. El sida, los accidentes de tráfico y el alcoholismo han hecho el resto para que, en el Mozambique de hoy (a tenor de lo que he visto en Xai-Xai) la mayoría de las familias no tengan figura paterna. Y aquellas que la tienen, aunque sea injusto generalizar, sufren los efectos de una sociedad machista donde el padre/marido tiene el derecho a la casa, la comida, el alcohol y la infidelidad y carece de las obligaciones del trabajo (doméstico o profesional) y el respeto a su familia.

mujer-mozambique-revista-achtung-internacional-2Desde septiembre de 2012, la Fundación Khanimambo ha puesto en marcha el programa “Levántate Mujer” que consiste en unos encuentros semanales con las madres y padres de los niños de Khanimambo con el objetivo de hablar de las relaciones de pareja, de la familia, del rol del marido y la mujer e intentar que la sociedad de Mozambique sea menos machista de lo que lo es en la actualidad. Las charlas van dirigidas sobre todo a la mujer, pero precisamente por eso es fundamental conseguir que los hombres, sus maridos, acudan a las mismas. De poco servirá que 80 madres se sienten en círculo cada viernes y durante dos horas intercambien problemas de pareja (las que la tengan) y familia, y la manera de solucionarlos, si sus maridos no están presentes. Volverán a casa, intentarán poner en marcha lo tratado en el encuentro y recibirán indiferencia y rechazo por parte del hombre, cosa que éste tendrá más difícil si ha estado presente en la reunión y docenas de madres y vecinas le han visto asentir ante proclamas como “no dejaremos que nuestro marido se vaya de casa con otra mujer cuando acabamos de parir”.

Ese fue precisamente el tema de la primera reunión de “Levántate mujer” a la que asistí, el mismo día que llegué a Xai-Xai aún con mi macuto a la espalda. Al parecer, es moneda común que el hombre se vaya “con otra” cuando su mujer acaba de dar a luz. Huele mal, tiene que dar el pecho, su cuerpo ha cambiado y además está la cuarentena sexual, que tengo mis dudas sobre si se respeta. Las mujeres ven este hecho como normal, tal y como escuché, atónito, de boca de las madres y con la ayuda del profesor Casimiro, nuestro particular traductor Changana-Portugués. Pero es ahí cuando Paciencia (mi Paciencia, claro está) y la profesora Evam, empiezan a explicar y convencer que no, que eso NO es normal, que no pueden aceptar que por el hecho de haber dado a luz el hombre se vaya con otra mujer durante unas semanas, que el niño es responsabilidad de los dos y que el respeto a la pareja se tiene que dar también en esos momentos. Lo primero, entendí, es hacer ver a la mujer los derechos que tiene y por los que tiene que luchar. Que piensen por primera vez en derechos que ella no sabe que tiene. La batalla con el hombre vendrá después. Entonces volví a pensar en el nombre del Programa, y lo vi aún más acertado.

A lo largo de las tres últimas semanas he asistido a otras tantas reuniones de “Levántate Mujer”. Y he aprendido remedios para cuidar la higiene personal de la mujer incluso con pocos recursos (¿alguien ha probado el limón como desodorante? parece que es efectivo); he escuchado consejos sobre cómo mejorar la economía familiar; la importancia del orden y la limpieza en casas pequeñas como las que habitan estas familias; o cómo lograr una mejor convivencia vecinal alejándose de los cotilleos (un auténtico tema recurrente en esta comunidad, donde todos conocen a todos y todos saben dónde has estado y a dónde vas). Pero sobre todo escuché la necesidad de que los maridos asistieran a las reuniones para que todos estos temas logren mejorar de la mano de los dos. El resultado hasta la fecha: un 5% de asistencia masculina pero un 100% de compromiso de esos pocos hombres para mejorar las relaciones familiares. Y es que, que un padre reconozca públicamente, ante docenas de mujeres vecinas, que va a dejar el alcohol es un paso bastante grande. Y eso ya ha pasado en alguna de las reuniones. Lástima que, de momento, no sea el padre cuyos gritos alcoholizados y amenazantes se cuelan casi cada noche en mi casa desde el quintal de la lado.

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