Por Pablo Cerezal | Ilustraciones Sergio Simunich
Fue mediado el siglo XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin salutación alguna, sin despedirse. Tales extremos de corrección alcanzó la impostada despedida que pasó a considerarse de mal tono el marcharse diciendo “adiós” (más bien adieu, hablamos de Francia). Se permitía al que iba a ausentarse hacer aspaviento que pudiese iluminar el motivo de su partida, tal que mirar el reloj, por ejemplo, pero bajo ningún concepto hacer pública una normal despedida.
Hace ya unos años que David Robert Jones, más conocido como David Bowie, dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas franceses se tratase, sin ni siquiera mirar el reloj. Quizás haya dado otras señas y no las hayamos percibido. Quizás sólo asume un nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.
Ha sido la carrera de Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y metamorfosis, en cada una de las cuales ha querido, el artista británico, asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que poder ocultar su verdadera personalidad.
Ya desde joven, tras haberse iniciado en el mundillo rockero de los años ’60 del pasado siglo colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el artista sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre, en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees, adoptó el nombre de David Bowie, en honor al cuchillo que popularizó el mercenario estadounidense Jim Bowie, y ya nunca más volvió a utilizar el apellido con que sus padres le hubieron bautizado.
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