Paul Weller posee una extraña virtud: cada concierto suyo parece ser el mejor concierto que hayas visto. Así, hasta que vuelve y te demuestra que estabas en un error, que el de ahora sí que ha sido su mejor concierto…, hasta que retorna de nuevo. El músico británico, apoyado en una banda sobresaliente y plagada de talento, nos ofreció en la madrileña sala de La Riviera un ejemplo de la mejor manera de combatir el paso del tiempo: a golpe de rock, de canciones imperecederas, sin olvidarse del pasado —al que hay que tratar con respeto—, pero mirando con firmeza al futuro. Quizás, en la música de Weller, lo que menos importe es el presente, el ahora, porque sus discos siempre contemplan la posibilidad de la posteridad y sus actuaciones nos dejan una permanente sensación de asombro que aumenta con el transcurso de las horas, hasta que somos conscientes de que hemos visto uno de los shows más grandes de nuestra vida… Y ya llevamos unos cuantos.
Estamos en algún instante entre 1908 y 1910. Marcel Proust está creando una de las más grandes obras literarias posibles: En busca del tiempo perdido (Alianza Editorial). Escribiendo de noche y durmiendo de día. Induciendo el sueño con veronal. Voluntariamente recluido por 15 años en un cuarto del número 102 del parisino bulevar Haussmann. Con las paredes forradas de corcho para aislarse del ruido. Imaginemos al autor enfermizo, hipocondriaco, malherido de asma, poniendo a su servicio los resortes narrativos derivados de la recuperación del tiempo, componiendo su monumento literario gracias al flash back producido por una magdalena:
“En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar… el recuerdo se hizo presente… Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena… apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…”
Ahora, nos encontramos en el madrileño Paseo de la Virgen del Puerto, en el interior de la sala La Riviera. Paul Weller aparece sobre el escenario. Suenan las primeras notas de White Sky, la canción que abre su penúltimo y brillante disco, Saturns Pattern. El público, que casi llena por completo el lugar, está rendido al genio británico desde el primer instante. Y eso es así porque se lo ha ganado a pulso tras una carrera modélica, repleta de giros y cambios de orientación, pulsando los más variados resortes musicales. En una palabra: evolución.
Segunda canción, segundo tema de Saturns Pattern: Long Time restalla con la furia de un puñetazo. Estas dos primeras piezas demuestran que las direcciones musicales de Weller son impredecibles. Tan pronto abraza el soul como el funk, pasa del pop al rock, coquetea con la psicodelia y los sintetizadores… Es un hombre en permanente estado de inquietud. Un líder que disolvió las dos bandas en las que militaba —The Jam y The Style Council— cuando entendió que las fórmulas estaban agotadas. Un músico de abrumador pasado que se muestra iracundo y contundente sobre el escenario, después de tanto tiempo y batalla. ¿Cómo lo consigue?
En la tercera canción del concierto encontramos la respuesta a cómo hace lo que hace, que fundamentalmente consiste en fascinarnos con cada disco o concierto: Toca I´m Where I Should Be (así, el concierto se ha abierto con tres canciones seguidas de Saturns Pattern). Estoy donde debo estar, podríamos traducir este título. En efecto, Weller, tras años de luchas musicales, de intentos de reivindicarse, de crear algunas de las canciones más bellas del rock inglés, está en el lugar en donde debe estar. Esto es, grabando discos magníficos, como su último trabajo, ese A Kind Revolution que le trae de gira, o derrochando energía sobre un escenario.
Y allí, sobre la tarima de La Riviera —que es donde Weller debe estar—, estalla la primera canción proustiana, la magdalena musical. Se trata de My Ever Changing Moods. El músico es ahora un chamán que ha convocado y rescatado de las sombras del tiempo a una banda de leyenda: The Style Council. Con los primeros acordes de esa inconfundible guitarra, la memoria involuntaria del público se ha deslizado sin ataduras hasta mediados de los años 80.
Mientras coreamos a gritos la canción aparecen, por los resquicios del recuerdo, las noches de discotecas, las juergas con los amigos, los veranos de cervezas… My Ever Changing Moods tiene ese poder. El poder de disparar la nostalgia, siempre algo amarga, y la capacidad de pintar una sonrisa, ciertamente dulce, en el rostro de los espectadores que se ven a sí mismos bailoteando al ritmo bossa-nova de Had You Ever Had It Blue, con unos pantalones vaqueros desteñidos, hombreras, y el viento canoso de la década acariciándoles el pelo engominado.
Porque Weller ha concatenado dos canciones de The Style Council, y tras My Ever Changing Moods ha interpretado Had You Ever Had It Blue; un tema bien curioso porque se trata de una reescritura de With Everything To Loose —del disco Our Favourite Shop—. La pieza original, de incendiaria letra política y reivindicativa, para su mudanza de piel en Had You Ever Had It Blue se ha transformado en una cuestión de amores desesperanzados. El objetivo de esta re-composición fue la banda sonora de la película Absolute Begginers de Julian Temple, un musical repleto de estrellas del pop, como Bowie, Sade, etc.
Weller ha conseguido algo más que enfervorizar al público con estos temas de The Style Council. Igual que aquella magdalena de Proust que desencadenaba los resortes de la memoria involuntaria, por un instante nos ha hecho partícipes de una pequeña parte de la letra de My Ever Changing Moods:
The past is knowledge
The present our mistake
And the future
We always leave too late.
“El pasado es sabiduría, el presente nuestro error y el futuro siempre lo dejamos para muy tarde”. Estos serán los pilares fundamentales sobre los que se cimentarán las casi dos horas de concierto de Weller, sólidamente ancladas en el pasado, ubicadas en nuestro presente, pero siempre mirando hacia adelante, prolijas en conocimiento y con la importancia de saber reconocer los errores para convertirlos en mejoría y porvenir.
Por eso, aparece Nova, la primera canción que interpreta de A Kind Revolution, seguida de Long Long Road, en un interesante binomio para presentar este último trabajo. En Nova los ecos de David Bowie son notables, el cantante ha tomado un riesgo, porque todas sus composiciones de A Kind Revolution, como ocurría con Saturns Pattern, miran aventuradamente al futuro. Long Long Road es una canción lírica y delicada con cierto regusto a The Beatles, que se agudiza en su interpretación en directo. De nuevo, ese pasado que es conocimiento, como el mayor de los tesoros de Mr. Weller.
Saturns Pattern, la canción que da título a ese disco, brota a golpes de teclado, iluminando las curvas y los sinuosos recovecos que la música del Modfather ha recorrido en sus ansias de futuro. Y demuestra que es una de esas composiciones maestras al comportarse en directo de una forma arrebatadora. Así, llega Up In Suze´s Room, muy celebrada por el público. Un tema bautizado de psicodelia que poco a poco se va abriendo camino entre los clásicos wellerianos de su época en solitario, perteneciente a uno de sus trabajos más sólidos: Heavy Soul.
Y de repente, Shout To The Top! La Riviera enloquece. Es la tercera y última aparición de The Style Council en el concierto. Es Marcel Proust en estado puro. Es una regresión colectiva con alas que se agitan al son de los golpes rítmicos de la canción. Es el recuerdo de la música sonando a todo volumen en el radiocasete del automóvil durante una tarde de otoño, a la salida de la Facultad. Es el sonido de una década, la verdadera banda sonora de nuestras esperanzas juveniles, maleadas y tal vez malbaratadas por el paso del tiempo. De nuevo esta todo ahí: pasado, presente, errores, recuerdos, sabiduría y futuro. Eso es Shout To The Top!
Un clásico literario —como En busca del tiempo perdido de Proust— es, en palabras de otro escritor, Mark Twain, “un libro del que todo el mundo habla, pero que nadie ha leído”. Sin embargo, una canción de rock clásica presenta una anatomía bien distinta: es una composición que nos sabemos de memoria, pero que a todo el mundo le suena diferente, por uno u otro motivo.
Shout To The Top! les sonó a algunos como ese primer disco de vinilo comprado con la ilusión estereofónica de las cajas del legendario Vieta Uno; para otros fue el pitch acelerado de un plato DJ-1400 de Acoustic Control, de cuando pinchaban la canción en una discoteca de moda… Sonidos, todos distintos, que llegaban desde un pasado que, a pesar de poseer entradas y calvicie, o tripa y arrugones, suena resurrecto y juvenil sobre el escenario. Es nuestro pasado y lo queremos. Y por eso amamos Shout To The Top!
Un momento frustrante para cualquier artista se produce cuando no consigue dar luz a su obra. Cuando nadie quiere apostar por ella, cuando los rechazos se acumulan clavados en el corazón como un San Sebastián de negativas, cuando parece que nadie va a querer que vuelvas a editar, publicar, difundir, mostrar al mundo, ninguna de tus ideas. A Marcel Proust le ocurrió con el primer volumen de su obra En busca del tiempo perdido, el titulado Por el camino de Swann (Alianza Editorial). Rechazado por la editorial Gallimard, tuvo que publicarlo costeándolo con dinero de su propio bolsillo.
Estamos ahora a principios de 1991. Paul Weller, tras 18 años invertidos en dos bandas de éxito, multitud de discos, de éxitos y de sencillos, se encuentra por vez primera sin grupo, sin discográfica y sin trabajo que promocionar. El final de The Style Council ha sido frustrante. Polydor no ha comprendido la deriva del grupo hacia la música Garage-House, entonces un género musical underground que en breve estallaría alcanzando un gran éxito en Gran Bretaña. Sin embargo, la discográfica no apoya la idea y el disco no ve la luz. En ese momento turbulento, Weller se reinventa. Crea Freedom High Records para dar salida a su primer single en solitario, firmado como The Paul Weller Movement y titulado Into Tomorrow. De nuevo, el tiempo, el mañana, los errores y el fantasma del pasado.
Sobre el escenario, Into Tomorrow. Uno de los momentos culminantes de un concierto plagado de momentos culminantes. La canción, esa mezcla de rock y funk, se desata con potencia. Es el sonido que quiso ser mañana y que ahora es hoy. Es el nuevo camino en solitario que ha llevado al muchacho de Woking hasta el futuro o, lo que es lo mismo, ha guiado a Weller desde la ciudad al bosque pasando por el mundo moderno y aterrizando en Saturno.
La pasión desencadenada de From the Floorboards Up se encadena con Into Tomorrow para generar un momento de electricidad que podría iluminar Madrid. La banda que acompaña a Paul tiene mucho de culpa en esto: el siempre fiable Andy Crofts en el bajo —de la banda The Moons—, el impresionante Steve Pilgrim a la batería y Ben Gordelier a la percusión, junto a Steve Cradock en la guitarra.
Es necesario detenerse en este guitarrista, miembro fundamental de la banda Ocean Colour Scene y mano derecha de Paul Weller en los escenarios cada vez que emprende una gira. Aunque suene a manido, realmente es un fiel escudero del genio, una especie de Sancho Panza guitarrero que custodia a este Don Quijote musical en que se ha convertido Weller, siempre luchando contra los molinos de viento de la industria, un inconformista que anda buscando su hueco y reafirmándose con ese ya mencionado Estoy donde debo estar y que sería el equivalente al cervantino y existencial Yo sé quién soy, frase crucial que pronuncia el Ingenioso Hidalgo en el Capítulo V de la Primera Parte.
En efecto, Weller sabe muy bien quién es, y lo que hace: se trata de un monumental compositor de buenas canciones, y se apresura a demostrarlo con Above The Clouds y, después y sentado al teclado, desgrana las notas de una super-pieza: You Do Something To Me. De su obra magna, Stanley Road, esta es una de sus más inconmensurables obras maestras.
Puedes consultar aquí, una crítica que realicé sobre Stanley Road:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2017/8/16/el-disco-del-mes-stanley-road-de-paul-weller/
Al momento tranquilo, casi introspectivo de la balada, pronto se le sube por la espalda una canción furibunda, Woo Sé Mama, de A Kind Revolution. La banda se desmelena, estalla el torbellino que ya no se detendrá. Marchan en el desfile musical, como agitadas en una coctelera que mezcla rock, pop, funk, blues, soul y funk: She Moves With The Fayre, Friday Street, Porcelain Gods, Peacock Suite y Whirlpool´s End.
En estos dos últimos temas que anteceden al primer bis, se hace patente la alquimia entre Weller y Cradock, entre hidalgo y escudero, enzarzados en una conversación de guitarras a dúo, en deliciosos fraseos sostenidos por sus instrumentos que acaban por montar las guirnaldas de una pequeña jam-session tan ruidosa como gozosa.
El tiempo se detiene en los bises. El primero arranca con These City Streets, ambiental y cósmica, con cierto regusto a aquella Kosmos del disco del debut en solitario de Weller, y que sirve para firmar hasta cinco canciones de Saturns Pattern, por tan solo cuatro de A Kind Revolution. En efecto, no tengo dudas: Saturns Pattern está llamado a ser uno de los grandes discos de la carrera de Weller y él parece saberlo. El bis fue subiendo de intensidad al aparecer otro de esos temas inolvidables del Stanley Road, la impactante Broken Stones. Y con la sala conteniendo la respiración, el estallido de felicidad: el ritmo, el contrapunto, esa línea de bajo que recuerda al Taxman de The Beatles, en una palabra: Start!
La primera canción de The Jam acababa de asomar la cabeza como si se desperezara una tortuga adormecida. Un tema sobre la comunicación y la incomunicación, tal vez sobre la extraña interacción que puede producirse entre una estrella del rock y su público:
No es importante para ti saber mi nombre
Ni que yo conozca el tuyo
Si nos comunicamos tan solo por dos minutos
Será suficiente
Número uno en las listas de Gran Bretaña en 1980, Start! incinera La Riviera, que alcanza el paroxismo, junto a un desmelenado Come On/Let´s Go del disco As Is Now, y que, curiosamente, no desentona con el tema compuesto 25 años antes. Es la puerta abierta a un segundo bis compuesto por dos canciones que son como dos estacazos atizados directamente sobre la nostalgia de los presentes: The Changing Man, del Stanley Road, y la comunión absoluta del artista con su público, ensamblados por el delirio y el recuerdo: A Town Called Malice.
Es la última canción del concierto que, no podía ser de otra forma, se cierra con el emblemático tema de The Jam. Weller ha tocado tres canciones de The Style Council y dos de The Jam, junto a los mejores éxitos de su carrera en solitario y los hits de sus dos últimos discos, Saturns Pattern y A Kind Revolution. En esto radica su grandeza: no ha necesitado acordarse de Sonik Kicks, ni de 22 Dreams, ni de Wild Wood, ni de Heliocentric, ni de Illumination, todos ellos discos muy notables, repletos de temas inolvidables, para arrastrarnos por un recorrido pleno de calidad, furia, veteranía y nervio. Memorable.
Con los últimos acordes de A Town Called Malice en la cabeza, muchos se retiran a casa recordando su primera borrachera en aquella fiesta del colegio en casa de Paco el heavy, o saboreando de nuevo el primer cigarrillo consumido medio a escondidas, o esos momentos tristes posteriores a los desengaños, anegados en tardes lluviosas de domingo, que se negociaban con cierta dignidad si nos acompañaba la ira de Paul Weller y The Jam en la doble pletina AIWA mientras la voz de tu padre o tu madre emergía de la realidad para quejarse del volumen demasiado alto de la música.
No me preguntes como pasa el tiempo (Visor), así se titula un poemario del mexicano José Emilio Pacheco. Es una pregunta que nos disgusta formular porque, siempre, el tiempo pasa doliéndonos. En la letra de A Town Called Malice podemos entenderlo:
El fantasma de un tren de vapor
despierta ecos en mi camino.
Por el momento no va a ninguna parte
-sólo da vueltas y vueltas-.
Niños en el patio y columpios que crujen.
Risa perdida en la brisa
En efecto, el concierto de Weller ha sido un viaje por los sentidos y por ese tren de vapor que es la memoria. Ha sido como saborear una y otra vez la magdalena del recuerdo, tan suave y esponjosa que despierta ecos en nuestros caminos, envuelta en ofrendas musicales llevadas a cabo por un Marcel Proust de la canción, capaz de serpentear por flash backs prodigiosos hasta nuestra juventud, dando vueltas y vueltas para, después, mostrarnos parte de lo que serán los clásicos modernos del futuro.
Ha sido todo eso, tiempo perdido en la brisa que después ha sido recordado y, en cierto modo, recobrado, por el hombre de Woking que alcanzó Saturno para ofrecernos una Revolución Amable después de haber intentado despertar a la nación con patadas sónicas.
Y esa revolución es, realmente, lo único que Paul Weller lleva haciendo toda su vida y lo que mejor sabe hacer: una (r)evolución que, no podía ser de otra forma, también ha sido —y es— la nuestra.