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Por Diego E. Barros

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Uno empieza a darse cuenta de que las cosas no son como las habíamos imaginado no cuando las resacas se convierten en bodas gitanas de tres días, sino cuando te lo piensas dos veces antes de pedir el tercer Gintonic. De los años gloriosos me ha quedado una foto que me dieron enmarcada y envuelta en papel de regalo en la que aparezco durmiendo sobre uno de los altavoces del antiguo O’Brother. La foto sigue en la estantería de mi habitación haciéndole mucha gracia a mi señora que para ver amanecer tuvo que cambiar Michigan por Pontevedra.

El primer signo de alarma pasó casi inadvertido. Nadie recuerda cuándo volvió a pedir un Gintonic, como tampoco nadie sabe en qué momento comenzaron a llenar las páginas de las revistas trendy. Hay noches en las que desde la barra es imposible saber por la forma de la botella si estamos ante el último perfume de Gaultier o La ginebra. Hoy no se es nadie si no se produce una ginebra propia edulcorada con una etiqueta exótica a la que una camarera añadirá semillas de enebro.

Todo buen borracho de fin de semana comenzó su andadura con una bebida blanca. Un bebedor suele pasar de la frialdad de la bebida blanca a la calidez de la tostada. Solía ser un camino de no retorno. Yo he cruzado la travesía para quedarme en el punto medio del bourbon. Tiene los matices de los buenos escoceses y aquellos de gama media-alta como el Maker´s Mark comparten con el ron antillano un punto de dulzura adecuado. Un día en el bar del Pump Room de Chicago me sirvieron un Old Fashioned y buena parte de la mitología de norteamericana cobró sentido.

Al Old Fashioned (tradicional, pasado de moda) se le conoce como el primer cóctel. También por su sencillez. Básicamente es una mezcla de alcohol, amargos, azúcar y agua. En vaso corto. Cuenta la leyenda que primero se usó cognac hasta que la Philoxera arrasó con los viñedos en Francia. Luego llegó el whiskey (de centeno) o bourbon (de maíz) local y, durante la Ley Seca, el Canadian Club. Hoy los de Kentucky o Tennessee vuelven a reinar aunque Donald Draper lo toma en Mad Men con el hermano del norte. Las proporciones suelen ser fijas: tres partes de burbon sobre un azucarillo empapado en dos gotas de Angostura, hielo, un golpe de soda y una piel de naranja. Hay quien cambia la naranja por el limón o añade una cereza. Personalmente creo que el hielo es suficiente para rebajar la mezcla y lo de la cereza me parece una concesión innecesaria. Ha de tomarse pausado, disfrutando de los matices, hojeando el periódico del día.

La historia dice que nació en la década de 1880, en un club de caballeros Pendennis, en Louisville, Kentucky. Fue el coronel  James E. Pepper, propietario de la destilería de bourbon Old 1776, quien llevó la receta a la barra del bar del Waldorf-Astoria de Nueva York y hasta hoy. Siempre ha sido un cóctel asociado a viejos caballeros relacionados con la política y ejecutivos. De hecho, la propia palabra cocktail apareció escrita por vez primera en el balance de pérdidas y ganancias que presentó el seis de mayo de 1806 el candidato perdedor a las elecciones locales de Claverack, Nueva York.

Todo comienza por tanto con una mezcla que ahora se nos ha ido de las manos. Empezamos diciendo que ya no había clases. Seguimos con que no hay políticas de derecha o de izquierda, sino buena o mala política y acabamos tomando Vat 69 sólo y echándole coca cola al Oban 14. Así hemos vuelto a la ginebra que ha sido como regresar al útero, pero con los anticuerpos abandonados por el camino.

Ha pasado esta semana en el congreso de lo que aún se llama Internacional Socialista. Una chica no hizo otra cosa que apelar con mayor o menor fortuna a las esencias  y acabó por descubrir la cuchara de palo en la herrería socialista. A Beatriz Talegón le han caído elogios y hostias de todas partes por decir lo mínimo que puede decir una joven que se dice de izquierdas. Tras sus 15 minutos de fama, Talegón se ha visto inmersa en la ola de desnudos que recorre un país en el que la última moda son las carreras para enseñar la declaración de Renta más impoluta. A estas alturas hablar de dinero, como a los franceses, me parece de mal gusto. Empezamos hablando a lo loco de privilegios, pasamos a airear declaraciones y hemos acabado en la realidad de que cobrar por trabajar es un lujo que no nos podemos permitir.

A tal dimensión hemos llegado con la fiebre por el combinado que lo hemos convertido en la nueva ortodoxia. «En España hay dos grandes partidos que prácticamente se han turnado en la responsabilidad de Gobierno», vino a decir Mariano Rajoy para advertir de que de romperse este marco, podrían llegar los «partidos estrafalarios». Y lo dijo, suponemos, pensando en la Italia de Berlusconi. El mismo que pertenece a su formación a nivel europeo y de la que forma parte un tipo como Carlos Floriano, cuya facilidad para comerse sapos está a punto de desafiar toda ley natural. Para tranquilidad del presidente: no hay cabida en España para partidos estrafalarios. El cupo está bien apuntalado por nuestra dosis de bipartidismo electoral que deja fuera cualquier vuelta a las esencias.

Últimamente nuestra política se parece bastante a la barra de un bar. Puedes encontrar cualquier cosa. Todo es alcohol pero todo buen bebedor sabe que no todos los alcoholes tienen las mismas consecuencias. A lomos del pelotazo, llevamos años instalados en la moda del Gintonic. En Santiago hace tiempo que montaron un bar pijo especializado en ellos. Incluso el Atlántico, bar cultureta por excelencia, se ha unido a la moda. No basta con tomarse una copa, sino que hay que tomarse la copa condimentada con pétalos de rosa. De ahí la resaca con la que nos estamos levantando últimamente.

@diegoebarros

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