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Por Diego E. Barros

Nunca bebimos tan felices como en el bar de la Casa del Mayor del pueblo. La felicidad estaba asociada entonces al precio popular que viene a ser la subvención de andar por casa para pobres, y que en España suelen colocarse en los extremos de la pirámide de edad, para que no hagan mucho ruido. A nadie se le escapaba que beber barato suponía el consenso máximo al que podíamos llegar, justo antes de que el botellón acabase por echarnos a la calle creando una alarma social de dimensiones gubernamentales. Ese era y sigue siendo el elemento diferenciador de la única marca: aquí se bebe y se fuma más barato que en ningún otro sitio (civilizado). Incluso en el Congreso de los Diputados, aunque ahí sea por una buena causa: solo los borrachos y los niños dicen la verdad y allí no hay niños para hablar con periodistas. 

Consenso es quizá la palabra más sobrevalorada de un país que tiende a convertir ciertos de sus vocablos en ídolos de adoración lejana. No es la única. Pasa con otras como democracia, justicia, política y derecho en cualquiera de sus acepciones. Ahora que hemos llevado la tertulia de bar al plató de televisión sin importar que los factores (fútbol, política o famosos) alteren el producto, basta con que alguien se lleve el consenso a la boca para que entendamos su significado: aquí se hará lo que mis cojones consensuen democráticamente.

El consenso que suele reinar en el interior de los partidos está marcado por las cuotas de afiliación y la escala en los órganos internos. El quien se salga del guion no sale en la foto consensuada marca lo que llamamos democracia interna por mucho que después venga Villalobos gritando ¡Libertad! Es el precio a pagar al abrazar cualquier fe: si dos individuos están siempre de acuerdo en todo, aseguraba Freud, es que uno de los dos piensa por ambos.

En momentos de turbulencia social como el actual siempre hay quien se abraza al consenso como salvación igual que mi abuela recurría a la vela al santo. El consenso suele invocarse para llevar a cabo reformas que de tan necesarias son irrealizables. El culmen del consenso es lo que algunos llaman «gobierno de concentración» o «gran pacto de Estado», muy de moda en mitologías de latitudes no latinas. La historia nos enseña que el llamado consenso de la Transición trajo dos cosas: la restauración política (alternancia de los mismos) y monárquica; y una Constitución hilvanada por la mitad menos uno. Y ya.

El consenso es la nueva fe del converso. Solo hay que escuchar el discurso de algunos próceres del Partido Popular en los últimos días acerca del proyecto de reforma de la Ley del Aborto. Especialmente el de Alberto Núñez Feijóo, prestidigitador mayor del reino. «El Gobierno está buscando recuperar el consenso tácito de 1985 que ningún Gobierno modificó en 25 años. Se debe buscar una ley que tenga puntos de coincidencia sustanciales con la que estuvo en vigor 25 años en España sin que fuese modificada por ningún Gobierno y para derogar la de 2010», ha dicho el presidente gallego sin pestañear. Sacudida la cremita de su espalda, Feijóo, con su fama de buen gestor «por encima de ideologías», mantiene aspiraciones sucesorias. Es «el nuevo Gallardón» y lo peor es que muchos están deseosos de volver a picar.

Condición sine qua non del consenso es la memoria de los peces que tanto sirve para olvidar que fue Alianza Popular (ex PP) quien rechazó la ley del 85 que hoy reivindica, como para vender como revolucionaria la idea de hacer de los miércoles de precios baratos la última salvación del cine una vez que el viejo día del espectador duerme en la memoria de los justos.

Por eso esto será así. Gallardón se acabará comiendo el sapo para volver a una legislación sobre el aborto, la del 85, que su padre recurrió al Constitucional y su partido rechazó. La historia se repite y el consenso del PP (partido que más recurre al santo) consiste en apropiarse hoy de lo que ayer abjuró ya sea divorcio, Constitución o, como el caso, la legislación sobre el aborto. Hasta para algunos miembros de la cuadra es difícil asimilar la principal argumentación del otrora adalid del progresismo conservador: la mujer como ser irracional de la creación necesitado de supervisión. Aplaudamos pues este nuevo triunfo del consenso.

 @diegoebarros

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