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Por Diego E. Barros

Decía Groucho Marx que nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como él. Yo siempre he tenido problemas con formar parte de grupos u organizaciones que tuvieran más de un miembro entre sus filas. Pueden decir por lo tanto que ideológicamente soy marxista. Mi naturaleza desconfiada me inclina a pensar mal de la gente. Especialmente de la que nunca discrepa con el de al lado. Supongo que es un defecto. En cierto sentido siempre he envidiado al militante de la misma forma que al creyente. La idea de aferrarse a algo como a un flotador en mitad de un temporal atlántico siempre me ha parecido alentadora. No importa sobre qué, resulta tranquilizador aceptar lo que diga el jefe como una palabra de Dios en cualquiera de sus manifestaciones. Evita quebraderos de cabeza para que uno pueda concentrarse en lo urgente dejando a un lado lo importante, que es más o menos lo que manifestaba Groucho de la política: «el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después el remedio equivocado».

Una de las primeras máximas de la teoría de la comunicación aplicada al periodismo es que uno no lee periódicos para contrastar opiniones, ni si quiera para informarse. Leemos tal o cual periódico o escuchamos tal o cual radio porque nos gusta ver ratificados nuestros prejuicios. Esta sensación elevada a la enésima potencia son los actos de los partidos, especialmente en campaña electoral. Nunca he entendido la fruición de las formaciones políticas por llenar palacios de congresos y plazas de toros. Montar un gran aquelarre de autoafirmación colectiva y venderlo como una muestra de fuerza. Como si el que va a un mitin necesitara un último empujón para decir el color de la papeleta con la que ya antes ha salido de casa. Si después un miembro de la manada flaquea siempre podemos hablar de «democracia interna», «verso suelto» o hasta de que «en un momento determinado a todos nos gusta ser guay del Paraguay».

Por eso resultan espectaculares cosas como la que ayer le sucedió al presidente del Gobierno Mariano Rajoy en el aquelarre que su partido había montado en San Sebastián. Allí estaba Rajoy dejando frases del calado existencial al que nos tiene acostumbrados ―«todos tenemos nuestro sitio que puede ir cambiando a lo largo de nuestra vida como le ha ocurrido a todos los que están aquí, es que es así»―, cuando cuatro chicas se levantaron a protestar contra el recorte del derecho a la interrupción del embarazo que planea su Ejecutivo. Como espectáculo, ya digo, está bien; igual que era simpático ver a Jimmy Jump saltar en pelotas a reventar una aburrida ceremonia de los Goya o un partido de fútbol. Otra cosa es su utilidad práctica más allá de las risas de Cospedal y compañía en primera fila, el giro de cámara propio del ojos que no ven corazón que no siente y el regocijo general cuando el presidente, tal y como lleva haciendo toda legislatura, volvió como si nada hubiera pasado. Rajoy en estado puro, ahora que dicen que ha dejado el vicio. Otra vez.

No sé si defender el derecho individual a interrumpir el propio embarazo con las manos y la cara pintadas de rojo sangre es muy apropiado. Especialmente ahora que para algunos, Paracuellos amenaza con quedarse pequeño comparado el aborto. Pero los caminos de las reivindicaciones son siempre inescrutables. Por ejemplo, está el «¡viva la vida!» y el «¡viva el vino!». Nadie como la derecha española cuando se pone reivindicativa. Imposible no estar de acuerdo con ella.

 @diegoebarros

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