Por Diego E. Barros
Italia viene de marcar un hito en la historia de la Justicia Universal: condenar a seis años de cárcel por homicidio culposo múltiple a los científicos que, según el juez Marco Billi, no supieron predecir con antelación que cuando la tierra tiembla puede haber un terremoto y que cuando hay un terremoto, puede haber muertos: en concreto hubo 309 cadáveres y 1.500 heridos en la ciudad de L’Aquila. Esto fue la madrugada del 6 de abril de 2009. Allá por 2009 la crisis era una cosa todavía de los americanos. El entonces Gobierno español, comandado con mano firme por Rodríguez Zapatero, ya había insistido en que «no había burbuja inmobiliaria», que España jugaba la Liga de Campeones de las economías mundiales y que, en caso de que hubiera crisis, era una desaceleración «pero no hay que exagerar», puesto que el país saldría de ella «a finales de aquel mismo año». El resto es historia.
Al mismo tiempo que Zapatero pronosticaba esas cosas, los economistas mundiales seguían a lo suyo que es predecir hoy lo que ya había ocurrido ayer. Por eso, hoy como ayer, nos repiten que tranquilos, que con sanear la banca todo va a ir sobre ruedas, que tampoco hay que cortarse las venas que para eso ya está la sanidad, la educación o nuestros derechos. Según los datos de la Comisión Europea a este respecto, desde octubre de 2008 hasta finales del año 2011, el total de ayudas autorizadas a la banca asciende a más del 12% del PIB de la UE, dividido en dos grandes bloques: recapitalizaciones y compra de activos tóxicos (320.000 millones de euros y 1,1 billones respectivamente), casi un 3% del PIB europeo; y garantías, avales y liquidez por valor del 9% restante. En España, solo en 2010, según la Comisión Nacional de la Competencia, los balances de los bancos fueron el destino de más del 94% del total de las inyecciones públicas, esto es nuestro dinero, hasta suponer un 8,2% del PIB español, esto es, unos 86.000 millones de euros. El resto también es historia.
Gracias a toda esa historia, un señor de Pontevedra se plantó en la Moncloa con una gabardina marrón de esas que visten los registradores de la propiedad cada mañana para irse a la oficina donde cobran una pasta por estampar su firma en los papeles del piso que acaba de comprar una pareja de recién casados tras la hipoteca que le ha concedido uno de esos bancos que estaba entre «los más solventes de Europa». Antes, apenas un par de años, el señor de Pontevedra se vistió su gabardina para sacarse una foto delante de una oficina del Inem. Como las personas que aquella fría mañana hacían cola, el señor de Pontevedra también acudía a pedir trabajo. Como credencial y ante las preguntas de un periodista de un diario nacional pronosticó: «No le quepa duda de que cuando yo gobierne bajará el paro». De eso hace ya casi tres años y 1.165.000 de parados más hasta los 5,7 millones arrojados por la EPA la semana pasada. La historia en el caso del señor de Pontevedra se ha ido a dar de bruces con la realidad.
A diferencia de la leyenda que circula en torno al Crac del 29 los que comienzan a tirarse de los balcones no son banqueros, sino personas que no pueden hacer frente a las hipotecas que los bancos le concedieron para comprar unas casas cuyos papeles fueron ratificados por registradores de la propiedad por esa manía del ser humano de procurarse cobijo bajo el que vivir. Esto es sencillo. Si uno no tiene ingresos con los que hacer frente a los gastos, el capitalismo se va a la mierda, por no decir lo más importante: la persona. Y una sentencia así no es comunismo, ni socialismo, o lo que quiera que signifique hoy esta última palabra aunque en boca de un responsable del PSOE sea más bien poco. Una lástima que sean los profetas del capitalismo los mismos que hoy parecen haber olvidado la primera regla para que el invento funcione y que no viene sino a certificar la gran advertencia de Ayn Rand: «Dios salve al capitalismo de los defensores del capitalismo».
Perdido el trabajo, al individuo ya no le queda nada. Los desahucios son una constante pese a que los tertulianos de Intereconomía se afanen en defender eso de para qué va a querer un banco un piso que no puede vender. Porque puede y nadie ha hecho nada por impedirlo o siquiera tratar de paliarlo. Nos hemos tragado el eufemismo del Banco Malo sin saber muy bien lo que significa más allá de dar por supuesto que existen bancos buenos, aunque estos estén echando de sus casas a familias que no pueden pagarlas al carecer de ingresos, 1,7 millones, según la misma encuesta de la EPA y se hayan comido lo que nos falta de sanidad, educación o derechos sociales.
Que las ejecuciones hipotecarias estén causando una sangría social es algo que ha dicho un juez en un informe que certifica que si ya sabíamos que la Justicia nunca había sido ciega ahora también ha dejado de ser gratis. Quizá por eso el empeño del Consejo General del Poder Judicial en rechazar un documento que él mismo encargó en un ejercicio que se parece bastante al del BNG en Galicia: no es que los jueces desconozcan la realidad, ocurre que no le gusta y lo que menos, hablar de ella. Cuando hace un mes el juez Pedraz dijo aquello de la «convenida decadencia de la clase política» todos aplaudimos a pesar de saber que escogía cuchara de palo en casa del herrero. Pero no desesperen. Esta es la misma Justicia que, como en Italia, está a punto de llevar a juicio a los profetas por los errores que contenían sus profecías.
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