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Por Diego E. Barros

Como casi siempre, la diferencia entre verdad y mentira suele ser una línea de texto escrita a cuerpo ocho. Casi tan pequeña la letra coma esa en la que los bancos meten sus cláusulas abusivas para decir luego que un jubilado no es un ignorante financiero, que diría Blesa. Por eso, aunque se lea, es muy difícil adjudicar esa línea a uno de los campos. Hace tiempo que las cuestiones de verdad y mentira dejaron de verse en términos absolutos. Como la Historia y su hermana bastarda, la memoria. No fue hasta bien entrado el pasado siglo cuando cayó el primer mandamiento que regía nuestra mirada al pasado: es imprescindible conocer el pasado (catalogarlo) para que no se vuelva a repetir. Una mentira de naturaleza taxidérmica que quedó certificada por ejemplo en un agujero del África postcolonial donde, a mayor gloria del público, algunos repitieron con machetes lo que los nazis ya habían hecho antes a base de Zyklon-B. Hoy sabemos que el pasado histórico no es otra cosa que una construcción que hacen (hacemos) unos señores desde el confortable presente. Imaginen pues lo que pasa con la hermana bastarda. Con razón decía Ray Loriga que la memoria es como un perro tonto: le tiras un palo y nunca sabes lo que va a traerte de vuelta.

Ante el miedo a la nada, toda sociedad necesita construir mitos sobre los que cimentarse. Nuestro último mito fundacional ha resultado ser la Transición. Es el último de una larga lista en la que están, entre otros, la República (en abstracto), los llamados “40 años de paz” o incluso  la España de los Reyes Católicos, que por no ser ni era España. Esta inventiva no es patrimonio de nadie. En EE.UU. el mito ha alcanzado la categoría de arte. Más cercana está por ejemplo Francia, que se llena la boca de República sin saber muy bien a qué referirse en cada momento. De Gaulle era el tipo más listo en el momento oportuno, un gran constructor de mitos. Nadie puede vencer el de La Resistencia pese a que esta hubiera sido bien poca. Al poco de llegar a Francia le pregunté a un amigo, muy aficionado a la Historia: ¿por qué hay tantos monumentos y conmemoraciones dedicadas a la I Guerra Mundial (de la que estamos en centenario) en comparación con la II? “Es sencillo”, me respondió. “La primera la ganamos, la segunda fue una vergonzosa humillación que ganaron otros”.

Con el cadáver todavía caliente del último mito están buena parte de sus hacedores lanzándose a la cabeza el último tocho que dice reivindicar algo tan etéreo como la memoria. Sino para reescribir, sí supongo, para equilibrar la Historia. Yo no sé si lo que escribe Urbano en su libro es cierto y a estas alturas poco importa. En cuestiones de off the record, que es (por lo que he leído) en lo que se basa buena parte del tomo de Urbano vaya usted a saber. Todo periodista sabe que el off the record es circunstancial: depende de la hora y del momento. Una versión que raramente puede ser verificada una vez transcurrido el tiempo y disipados los efluvios del alcohol. Más si cuando el que la pronuncia está ya criando malvas. Me llama la atención, eso sí, la rapidez virulenta con la unos han acudido a salir en defensa del mito. Me llama también la atención que muchos de sus argumentos se dividan en dos: yo estaba allí, lo vi o me lo contaron (en off the record), lo que no deja de ser una versión-otra; o bien, “todo esto es un refrito de lo que ya se sabía”. Y he ahí lo interesante: “ya se sabía” pero no por sabido, insisten unos, es cierto.

La sublimación de la Historia es el mito. Como la anterior, un constructo humano pero revestido de un aura que lo hace casi imperecedero. Ya lo decía Fidel Castro: “se me considera un mito, pero es mérito de los Estados Unidos”. Nada más difícil que tumbar un mito. Especialmente uno sobre el que se ha construido buena parte de nuestra memoria. Lo dicho por Urbano se resume en una cosa. El monarca, que según ella propició el Golpe sin querer queriendo, acabó por pararlo. Nos salvó, reconoce, y por ello hemos debido estarle sino eternamente agradecidos sí los últimos 33 años. A estas alturas, Urbano bien podía haberse dejado de sutilezas y haber tirado por el camino de en medio: “El monarca solo nos metió la puntita”. Ya se sabía, pero nos habríamos reído.

 @diegoebarros

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