Por Antonio Mérida Ordás
Nota: Leer a ritmo de Mastretta, así se ha escrito.
Tumbada desnuda sobre mí, me miró a los ojos y me dijo sonriente:
-Tú nunca has tenido novia- ¡cáspita!, pensé.
Pongamos que una moto plateada traquetea avanzando por una rue de París una mañana de invierno. Que zigzaguea no muy lejos de la avenida que lleva del Arco del Triunfo a la plaza de la Concordia, mientras conduce un muchacho sin bigote que lleva calzoncillos ajustados y en el bolsillo un bloc de notas con un croissant anotado. Que alrededor de su cintura se amarran con fuerza los brazos del paquete, quien vestido de azul marino con un gabán abotonado lleva la cabeza inclinada para negarle la mejilla al viento. Pongamos que este último es el presidente de Francia y va pensando en sus cosas o silbando la melodía de Robin Hood, pues como yo cada vez que conduzco tarareo aquel tema de los Stealers Wheel, Stuck in the middle with you, preguntándome cómo se arranca con estilo una oreja (que no solo a mordiscos, oigan).
Pongamos que en la habitación principal de un apartamento alquilado le esperaba la noche anterior vestida con un picardías una mujer atractiva, de esas de media sonrisa y años atrás embriagante, de profesión actriz, que escuchaba por los cascos tumbada boca arriba sobre el colchón firme de una cama deshecha como Serge Gainsbourg y Jane Birkin cantaban que sí que no que sí se amaban. Y así soñaba, pensando en romances de altos vuelos. Una chica de atractivo innegable, y aunque lejos de las nuevas bellezas de la pantalla francesa, y lejos de aquellas mujeres que un día convirtieron a Godard y a Truffaut en autores de gusto exquisito, interesante, sí, desde luego. Lo suficiente como para haber tenido a Hollande jugando al escondite suspirando por su cuerpo.
Y es que en la cúspide política de Francia siempre se les dio bien lo del cortejo. Y si no que les pregunten a Carla Bruni y a Chantal Jouanno, o a la mismísima María Antonieta, que estar en la cima del país que late a las orillas del Sena, aunque fuese en los últimos días de monarquía, ya tenía ese algo que hiciera que les temblaran las piernas. También Chirac o François Miterrand hicieron de las suyas mediante y durante, antes y después de sus mandatos, lo que pasa es que allí en Francia llevan mejor, como debería ser siempre y cuando fuesen de esta índole, lo de soportar travesuras. No me imagino yo a Rajoy o a Rubalcaba trepando balcones un sábado por la noche, ni flirteando a muchachas a las puertas de un bar con aire de conquistadores. Aunque uno nunca sabe. Si todo lo malo fuesen infidelidades…
Como dijo aquel, o aquella: El hombre es infiel por naturaleza. Por ello han de tomar precauciones. Si, si, Hollande las había tomado. En cierto modo.
El/la infiel busca en la/el amante el sexo salvaje y desprovisto de ataduras (salvo en conductas sexuales más atrevidas), busca follar y dejar el amor en la puerta. Para el infiel, hacer el amor, sería la peor de las patrañas.
El poder y los engaños tienen ejemplos infinitos, versiones de las que uno nunca supo, o casos singulares como el de Putin y Berlusconi, balanceando sus pelotas bien a la vista de todos mientras gesticulan una y otra vez negándolo con la cabeza. Pero ahí ya es que cada uno tiene sus guisas, a veces más llamativas y otras más discretas. De todos modos, qué le va a sorprender a nadie después de ver a un tipo con cara de sicario cabalgando despechado a lomos de un oso pardo subiendo cual salmón a contracorriente un río. Como para cruzárselo en un parque de Alcobendas.
Facultad de Ciencias de la Información, Ciudad Universitaria de Madrid, interior, día. En un aula de la segunda planta tres alumnos presentan su trabajo de la asignatura de Comunicación Interpersonal, sobre el empleo de la kinésica en política, y entre las primeras diapositivas aparecen Rajoy y Rubalcaba en pleno debate electoral con corbatas tan aburridas como estudiadas y gestos parsimoniosos; la parte que ejemplifica el buen uso llega con Obama, más allá del discurso, talentoso en la materia, y de infidelidades parece que de momento se abstiene aunque de vez en cuando algo resuena, que dicen que no es cierto, pero por Beyoncé, señor presidente, muchos también perderíamos la cabeza; y por último muestran un vídeo de Bill Clinton, rojo como un tomate, sudoroso, con la respiración agitada, negando casi a golpe tartamudo el haberse tirado a Mónica Lewinsky. Yo le creería. Esa joven que ocupó portadas de diarios y revistas, casi tantas como las que ahora, solo que en condición de estrella de rock, ocupa el Papa. Se había metido la chavala en un jaleo de cierta relevancia. Porque sí, porque una infidelidad de ese calibre es un tema de conversación que gusta. Se vende bien.
Lean si no han leído Un adúltero americano, obra sublime de Jed Mercurio, si quieren saber cómo se lo montaba el presidente Kennedy entre alertas de guerra nuclear y pastillas para el dolor de espalda. Lean, lean. No tiene desperdicio, porque el sexo ya saben, para momentos de estrés es una solución de primera. Follen y lean. Lean si quieren saber cómo se juega a seductor acompañado de Sinatra, lean si quieren saber cómo es tener detrás a la mujer más deseada de todos los tiempos.
Recuerdo algún pasaje así (no vayan a pensar que es un fragmento del texto, es eso, un vago recuerdo): Se bajó de las alzas y quedó muy por debajo del señor presidente, delante de las muchachas que esperaban a remojo en la piscina. De inmediato, empujó su bañador hasta los tobillos para demostrar entonces quien era más grande. Sinatra no cantaba ese día y a Mr. Kennedy el dolor de espalda combinado con pastillas le tenía algo aturdido pero el bronceado y la sonrisa no se pierden. Alguna noche habrían bailado en la misma sala cruzando sus miradas por el rabillo del ojo, y por gusto, compartían las mujeres. Como por aquel entonces los caballeros las preferían rubias, el primero de la lista tenía detrás a una de nombre engrandecido que iba con faldas y a lo loco pero sin ukelele o mandolina, con sonrisa dulce y traviesa de esas que podrían convertir en adúltero a cualquiera; de todos modos, él ya lo era. Las luces de neón de un hotel de la costa oeste brillaban desde que asomaba la noche, y en el penúltimo piso, en una habitación con terraza, sonaba un jazz clandestino sin trompetas a golpe de un saxo tenor. Así tan solitario. El tipo de la puerta pintado en negro, se quemaba las yemas de los dedos por el calor de un mechero de plata mientras conseguía encender un cigarrillo tras otro, tan discreto y vigilante, y en el interior, ella, con artimañas seductoras de una dama, de una experta, seducía. Y el presi, con la espalda entre algodones, bronceado, sonreía.
No hay que ser presidente del gobierno para ser infiel, ni para follarse a la becaria. Que esto de los becarios también da para rato aparcando lo sexual a un lado, pero ese es otro tema. Igual sí que hay que ser presidente del gobierno para acostarse con Marilyn Monroe. Igual ni con eso basta. Desde luego hay que ser presi o semejante, supongo que también monarca, para que tu infidelidad tenga cierta relevancia. Un engaño suyo, por ejemplo, no despertaría el más mínimo interés. Tampoco uno mío, por ello no me comprometo. Y un sábado pasado después de follar con una morena a la que no hacía mucho que conocía celebrando que no hay nada que celebrar, ella se tumbó sobre mí hombro todavía desnuda y me dijo:
-Tú nunca has tenido novia- ¡cáspita!, pensé.
-¿Y tú qué sabes?- dije sorprendido.
-Lo sé, por cómo has follado.
-¿Mal?
-Con calcetines.
Así que ya saben. Follen y lean. Pero sean infieles o no, follen con calcetines. Seguro que Hollande así lo hace. Follen con calcetines, si, de lo contrario, estarían peligrosamente cerca de hacer el amor, y a estas alturas es lo último que les faltaba.
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