Por Diego E. Barros
Uno no elige las batallas que libra. Son las batallas las que lo eligen a uno. También, que no hay enemigo pequeño y que si quieres la paz, mejor ir preparándose para la guerra. Yo me peleé una vez, en el colegio. Fue cuestión de segundos. Todos acabamos llorando así que supongo que la cosa quedó en empate. Pero todo eso dicen y muchas otras tonterías. No sé si ciertas o no, lo que sé es que si la batalla la has de librar contra una compañía telefónica ya puedes darte por muerto o, como mínimo, por jodido. Y ríete de Kafka, su castillo y todos sus procesos. Porque esto es, en realidad, un enfrentamiento con una compañía telefónica: un laberinto sin salida en el que ya no sabes discernir dónde acaba la realidad y dónde comienza una fantasía que nada tiene de heroica. Y así llevo desde el lunes.
Sin razón alguna me he quedado sin línea telefónica y por lo tanto sin Internet. Una necesidad creada, de nuevo cuño, pero que ha entrado en nuestras vidas para ir haciéndose con el calificativo de vital. Especialmente para los expatriados Internet es el último vínculo con el lugar del que te has ido. Jamás había sentido como estos días, en casa y desconectado del mundo, una sensación de vacío tan grande. Como si las paredes se fueran cerrando poco a poco haciendo la habitación cada vez más pequeña y el ambiente irrespirable. Y la sensación de impotencia. Llamar una y otra vez para que te ofrezcan la misma respuesta y ninguna solución: «aparentemente no ocurre nada, señor, seguiremos investigando».
Lo que ocurre lo sé yo, lo sufro yo y lo paga mi cuenta corriente porque, eso sí, no dejo de pagar por un servicio que no recibo. He ahí lo bueno de un negocio liberalizado por el bien de la economía de mercado. Lo que no nos dijeron es que ese mercado sería el primer bastión de la anarquía y que las reglas corrían a cuenta de las operadoras. Al Estado, ni está ni se le espera. Capitalismo, lo llamamos.
Una consecuencia de estar sin Internet es que (re)descubres cosas que creías olvidadas. Lo malo es que no me ha quedado más remedio que volver a ver la televisión, lo que ha servido para confirmar lo que sospechaba: es una gran mierda, da igual el país. Hace un par de noches me encontré a mí mismo, sin palabras y con los ojos como platos, viendo un Luar en el que Gayoso hablaba un francés perfecto mientras un público idéntico al del original aplaudía el mismo playback del mismo artista de turno. También están las noticias, pero me mantengo alejado. Cualquier día el busto parlante aparecerá vestido de Clint Eastwood en El sargento de hierro para decirnos, cual reclutas, de qué va todo esto: «Estoy aquí para comunicaros que la vida tal y como la habéis conocido ha terminado. Más vale que os vayáis al pueblo esta noche a reíros y hacer el gilipollas, o a restregar vuestras pichitas contra vuestras novias, o a meterla en cualquier agujero. Pero, sea lo que sea, hacedlo, porque mañana a las 6 de la mañana vuestros culos serán míos».
Creo que hacía años que no leía tanto para matar las horas muertas que antes consumía navegando o en Twitter, ese bar en la que te encuentras de todo, como en los peores tugurios. Ha supuesto la constatación de lo que me dijo un día un profesor norteamericano mientras compartíamos unas cervezas: «si lo que tienes que decir te ocupa más de 300 páginas, es probable que sea una mierda o una repetición». Alguien debía impedir por ley la publicación de libros de más de 500 páginas (pongamos un margen por si queda algún genio por descubrir). Estos días me he dado cuenta de que buena parte de los que tengo en casa son un verdadero peligro público. No tanto por lo que cuentan sus autores ―que también, aunque aquí mi pudor me impide entrar en detalles―, sino por sus dimensiones. No es lógico obligar a los ciclistas a portar un casco dentro de la ciudad y no hacer nada contra esos volúmenes que leídos en posición horizontal pueden acabar con la vida de cualquiera.
Muerto por aplastamiento cultural, rezaría el titular.
D.E.B falleció ayer como consecuencia del impacto de un ejemplar de ‘La noche de los tiempos’. La víctima se encontraba enfrascada en la lectura de la última novela del reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras cuando sucumbió a los efectos del cansancio tras una larga jornada laboral. Esta debilidad natural acabó por provocar la violenta caída del referido volumen, de 960 páginas, sobre su cabeza lo que le provocó la muerte instantánea.
En España la jurisprudencia es la que es y la judicatura ya sabemos cómo está. De suceder esto en un país como EE.UU donde todo es susceptible de ser denunciable si se tienen los recursos (pasta) y el tiempo necesarios, los editores deberían andarse con cuidado. Y no sigo que me dicen que me hago mala sangre.
Seguiré llamando a mi compañía telefónica para volver a insultar muy educadamente al telefonista que me toque al otro lado del auricular y que, por supuesto, no tiene culpa de nada. Estoy seguro de que ni siquiera cuenta con un plus de broncas en su mierda de contrato. Eso sí, me indica siempre la máquina, tengo la seguridad que mi llamada será redirigida a un centro de atención al cliente «en Francia». Ante todo, aquí, somos patriotas. Eso, y que ya las compañías españolas han copado todo el mercado exterior en Asia, América Latina y el norte de África. Por sus obras las conocerán. Como bien decía el teniente Aldo Raine en Malditos Bastardos, «si ha oído de nosotros, probablemente sabe que no estamos en el negocio de tomar prisioneros. Estamos en el negocio de matar nazis y el negocio es todo un éxito». Lo malo es que ya sabemos quiénes son, últimamente, los nazis.
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