De ellas, regresos estáticos y las canciones del silencio
He descubierto que a la vida se le puede robar cosas. Yo conseguí un regalo, una tregua, escondida detrás de una cámara de fotos y lejos de donde bailan mis fantasmas. Pero mi viaje terminó como todo termina y, ahora, mientras busco las ganas de volver a empezar, de enfrentarme a este (otro) punto de partida, me dejo mecer por la calidez de lo vivido. Las sonrisas y los abrazos. La paz que se me ha regalado y de la que tanto tenía que aprender. Y lo hago ahora porque sé que tengo que hacerlo rápido, pronto. Antes de que todo desaparezca. Antes de que los recuerdos pierdan el color.
La urgencia parece no haber llegado al lugar donde viví. Todo estaba tranquilo, ni el viento parecía tener prisa. Los buitres volaban bajo y el silencio había conquistado todo ese reino. Era bonito, muy bonito, como si hubiera evitado ensuciarse de todo el gris que gobierna alrededor. Y aparecieron ellas. Ese grupo de mujeres, tan desquiciadas como maravillosas, siempre con una sonrisa que regalar y un cigarro que ofrecer. Sé que soy imbécil, que perdí tiempo escondiéndome en lugar de pasarlo con ellas. De conocerlas un poquito más. Tarde y mal, como siempre, pero creo que conseguí descubrirlas un poquito. Lo suficiente como para que ahora sean difíciles de olvidar. De hecho, no tengo ninguna intención de hacerlo.
Por mi parte, caminé y hablé flojito, devorando todo el silencio posible e intentando no volverme demasiado cuerdo, no vaya a ser que mi gente no me reconozca al volver. Aparecí despacio, sin saber quién quería ser allí, sin saber que terminarían por llegar los vínculos, por mucho que intenté esconderme detrás de mi cigarro, en un elegante pero ridículo segundo plano. Pero por mucho que me oculté, llegaron los abrazos. El aprecio y el respeto. Las lecciones. Aprendí que me había olvidado completamente de mirar el cielo. Que las nubes pueden ser la mejor película, y que el silencio puede contarte las mejores historias. Que el café siempre se toma caliente, los botellines con ceniza y la cerveza mejor con ellas.
Descubrí que la confianza no entiende de normas ni de días. Que el concepto familia puede ser más fuerte que el acero y que los buenos días, da igual cuánto madrugues, aparecen a las 10.30 de la mañana con un abrazo. Me enseñaron a disfrutar del camino que hay justo al lado del correcto y fácil, ese al que todo el puto mundo se empeña en llevarte. Que en el susurro no hay tanta diversión como uno podría creer, que a veces hay que entrar haciendo mucho ruido y gritando alto, porque las canciones que se bailan son las que se cantan mucho y bien fuerte. Que la locura es la más sana de las medicinas contra esa enfermedad llamada rutina.
Reconozco que todavía no he vuelto a coger ritmo. Desde que frené, desde que volví de ese inesperado y maravilloso viaje me cuesta coger carrerilla. Pero es hora de arrancar. De acelerar y dejar atrás este (otro) punto de partida. Volver a equivocarme y seguir persiguiendo quimeras. Vuelvo a mi terreno de juego, a mi estadio. Mis batallas seguían aquí esperándome. Es hora de empezar a devolver algunos golpes.