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Chrissie Hynde, la chica punk de Akron que compartió el no future de los Sex Pistols y los Clash, es ahora una venerable mujer rockera que afirma con sus canciones que sí hay futuro. Mucho más que futuro, diríase que eternidad, porque el repertorio de éxitos que desgranó en el Teatro Real de Madrid fue un recital cañero de guitarras y buen gusto, de cómo su música sobrevive al paso de tiempo. De emociones.

El Teatro Real de Madrid presentaba a Chrissie Hynde y sus Pretenders dentro del ciclo de conciertos enmarcados en el Universal Music Festival. La idea: reunir artistas de los que se pueda disfrutar en un lugar de reducido aforo y mayúscula acústica. El Teatro Real, en su bicentenario, demostró que en asuntos de sonido no tiene parangón. Pretenders bordearon la perfección con un directo mucho más duro que las composiciones de sus discos, también rejuvenecido, fresco, agresivo y contundente.

La cantante apareció sobre el escenario con una chaqueta de lentejuelas que bien podía ser homenaje o acto de respeto hacia los innumerables montajes, repletos de oropeles, de las óperas programadas sobre aquella tarima durante doscientos años. En las paredes, las butacas, los pasillos y los palcos, la imprimación de las partituras de Mozart, Purcell y Beethoven. Desde los camerinos, subiendo por las reviradas escaleras que conducen a los anillos más elevados, los ecos de un fagot o un clarinete interpretados en alguna obertura; psicofonías del arte.

Desde el primer acorde de Alone, quedó claro que era un día para que Delibes y Verdi guardaran silencio por unos minutos. Seguramente, desde la tramoya, el fantasma del Comendador miraba atónito la torrentera de rock que se apoderaba del patio de butacas. Y sonreía, porque a Mozart, a Verdi, o a Puccini, esta música les gustaría. Ellos eran genios y, como tales, sabían reconocer el talento.

Tras Gotta Wait, la segunda canción que Hynde interpretó del nuevo disco, llegó el primer clásico que asomó su cabeza sin complejos: Message Of Love pidió paso, y antes de que Brunilda y Sigfrido, porteros de discoteca demodé, se percataran, ya había metido todo el cuerpo sobre el escenario y era imposible sacarlo de allí. Y claro, ese clásico de los Pretenders invitó a otro, y Don´t Get Me Wrong se unió a la fiesta sin reparo alguno, con una dureza en su ejecución que reactivó la canción que todos teníamos en las cabezas, apareciendo con garra y nervio, gritando que estaba viva y bien viva, ajetreada como ese factótum de la ciudad, Fígaro.

El pleno de canciones memorables continuó su desfile inapelable: Kid, seguida de Talk Of The Town. En los dos primeros discos de la banda, en esos mágicos años del 79 al 82, se encontraba la mejor veta en donde cavar para afirmarse ante la autoridad de los Rigoletto, Aida y Cio-Cio San. Son estas canciones de Pretenders un legado atemporal que, lejos de cuartearse como el cuero de los atrezos, o llenarse de polvo como los pelucones de sastrería, se muestran con la lozanía de Fiordiligi y Dorabella.

Sonó, entonces, Down The Wrong Way, una canción extraordinaria de ese único disco —Stockholm— de Chrissie Hynde en solitario, es decir, sin sus Pretenders. Fue una interpretación de power-rock perfecta para dejar paso a un Hymn To Her de tintes celestiales, atacado al principio sólo con el acompañamiento de Carwyn Ellis al teclado y al que se fueron uniendo, paulatinamente, el resto de los integrantes de la banda. Un instante pleno de lirismo que se elevó por el cono del Real, descorchó su cubierta e iluminó los crepusculares cielos de Madrid. Para completar el delirio, una de las mejores canciones de la historia del rock: Stop Your Sobbing. Ray Davies convocado como cuando Don Juan clama por cenar con el Comendador. Y el mismo efecto sobrecogedor sobre un público que entiende que acaba de toparse con una obra maestra.

Let´s Get Lost y I Hate Myself, del último trabajo, Alone, de 2016, reivindicaron su lugar en el setlist de clásicos sin ningún tipo de estridencias: funcionan realmente bien en directo y pueden abrazarse sin reparos a Back On The Chaing Gang, la abanderada del sonido Pretenders por antonomasia. Y sin tiempo al respiro llegaron Night On My Veins y Boots Of Chinese Plastic para una santísima trinidad de rock que muy bien habría podido firmar Mascagni, tan aficionado a lo visceral y agitado.

A estas alturas del concierto ya se podía contemplar en las primeras filas a Wagner, a Rossini, a Donizetti, a Berlioz, reunidos ante esa guitarrista de Ohio que los convocaba con su ensalmo eléctrico. En tan magno momento, llegó Brass In Pocket, seguida de I´ll Stand By You, y Chrissie Hynde ya se había transformado en Ariadna en Naxos o en la Susanna de Fígaro. Era la diva, la estrella, la Prima donna sobre el escenario del Real, allí donde sufrieron y padecieron mal de amores Tosca y Leonora.

Thumbellina, esa extraña canción entre el rockabilly y los ritmos más acelerados del country, interpretada de una forma desaforada, sirvió para lucimiento y reivindicación de dos de los miembros de la banda, el bajista Nick Wilkinson y el sensacional guitarrista James Walbourne, en gran parte culpable de la revitalización en directo del repertorio de los Pretenders. Su energía, su furia, hacen olvidar, por momentos, a Robbie McIntosh, que suplió durante cinco años al malogrado James Honeyman-Scott.

Y si se trataba de reivindicaciones, allí estaba Martin Chambers, una presencia emocionante. Junto a Chrissie Hynde, el único miembro original de la banda. Por encima del delicioso solo de batería que interpretó, pleno de originalidad y humor, fue un placer verlo percutir, una y otra vez, sobre las cajas, un martillo pilón que daba corazón a la maquinaria puesta en marcha por la mujer del rock.

Dos temas clásicos más, Mystery Achievement y Middle Of The Road, para dar por acabado el tiempo de la nostalgia, o casi, porque después de toda la metralla guitarrera aún quedaban dos canciones para los bises. Un ritmo calmado con I go To Sleep abrió el camino de Precious, tocada con toda la rabia de una afirmación a la que no se le podía poner un solo pero. Casi dos horas de un rock incontestable. Casi dos horas de vida, como si estuviéramos conectados a unas pilas de alto voltaje. Casi dos horas de una música que removió a los espíritus del Real hasta hacerlos bailar. ¡Bravo, dama del rock!

Y Mozart y Beethoven, los verdaderos dioses de este Teatro Real, lo contemplaban todo desde allá, en lo alto. Y sonreían, sí, sonreían complacidos.

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