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Por Dani Moscugat

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Después de que la crítica mundial se deshiciera en elogios en torno al estreno en Londres de la última cinta de Ridley Scott, pensé: no quisiera perderme este gran acontecimiento en pantalla grande por nada del mundo. Prometían desde todas las vertientes (productora, crítica y entorno cinematográfico) que nos encontrábamos ante una reconstrucción veraz de aquella obra maestra que catapultó al realizador, Alien, el octavo pasajero (1979), y que poco más tarde lo encumbró con un filme tan descarnado como filosófico y sin dejar de ser innovador y espectacular a un tiempo: Blade Runner (1982). Cuando se iniciaba la primera secuencia a modo de encabezamiento, ya me frotaba las manos: la cosa prometía de verdad. Pero sabiendo como sabía hasta el propio Scott que los juegos filosóficos, entremezclados con odiseas del tamaño de ‘2001’, pueden resultar, más que peligrosas, cainitas… el presente film acabaría siendo un monumental batacazo, una conclusión muy cercana a la realidad que contemplé. Todas aquellas promesas de gran acontecimiento, en especial de la crítica ‘invitada’ al evento, quearon en agua de borrajas ante mis narices.

Cuando visité la ciudad de Nueva York hace unos años, creí que me iba a encontrar una ciudad falsa, con edificios falsos, con montajes artificiosos cara al visitante, un norme estudio cinematográfico al servicio de la ciudadanía, me parecía ciencia ficción hasta el humo que expelía los respiraderos del subsuelo cuyo origen provenía del metro. Pero mi sorpresa agradable fue comprobar que Chinatown, la catedral de St. Patrick o la inmensidad de un surrealista espacio verde e inacabable como Central Park en medio de una megalópolis existen, que el edificio de la ONU se erguía infame frente a la bahía pasando casi desapercibido ante la cercanía de tantos otros rascacielos, que Harlem no es un barrio, sino un segmento de otro enorme como es el Bronx, y tampoco extremadamente humilde como nos hacen ver por televisión y que hasta tiene visitas guiadas a sus misas Gospel… y sí, lo que encontré donde se ubicaba el World Trade Center me provocó tal espanto que para mí pasó a significar el 11-S el día más importante de la historia reciente del siglo XXI. ¿Y por qué les cuento esto?

Prometheus comienza a diluirse desde los inicios como aquellas estampas que me ofrecía el cine como algo fantástico acerca de la ciudad de Nueva York y al contemplarla in situ te das cuenta de toda la magnificencia que posee y que es real. Los impresionantes medios técnicos con los que cuenta a lo largo de todo el filme es diametralmente opuesto a la historia que nos presenta: una arqueóloga y un espeleólogo consiguen hallar el camino hacia nuestro creador y así se lo venden, al parecer, a un magnate para ir en busca de respuestas, o mejor dicho, de ‘la respuesta’. Una tripulación entre la que no se encuentra un solo mercenario, paramilitar o similar que les cubra las espaldas en una misión en la quinta puñeta del universo, un planeta desconocido y del que apenas se tienen registros, a años luz de la Tierra, pero que cuenta con armas incineradoras y de destrucción pseudomasivas. El entramado que nada entre lo filosófico y lo terrenal, contando entre su tejido con los hilos de lo peor y lo mejor del ser humano. Un cóctel que aparentemente puede funcionar bien si se mezclan los ingredientes correctamente, pero si no, pasaremos de disfrutar de un ‘Manhattan’ a la rivera del río Hudson a tomarnos un calimocho de vino blanco y coca-cola marca ACME en la Casa de Campo a media noche.

Conforme va desarrollándose la historia narrativamente bajo los conceptos de un guión bastante plano, uno no para de revolverse en la butaca: la narración emite constantemente una serie de preguntas que, a lo largo de la consecución de toda su estructura, deja sin resolver o resuelve muy vagamente, centrándose en la acción del momento como arma principal del argumento y dejando en evidencia una falta de emoción indigna de sus antecesoras (¿o habría que decir sucesoras?). Puede resultar comprensible tanta incógnita, pero resulta insoportable ver cómo se desarrollan estas dudas transgrediendo el porqué de todos los orígenes que les empujan a llegar a ese planeta: solo una explicación que no satisface ni a la tripulación parece cuadrar los hechos, si bien deja en evidencia la falta de credibilidad del verdadero por qué. Lo cual significa que no hay arco dramático, a excepción del apotegma que se desarrolla al final de la película, que queda envuelto en un maremágnum de acción. Aunque eso sí, consigue hilar lo suficientemente fino como para dejar una serie de cabos sueltos que en unos años presumiblemente se unirán en una segunda entrega y es probable que en una tercera, queriendo tal vez compararse a otra saga de la historia del cine: Star Wars.

Cabe destacar los extraordinarios medios técnicos con los que cuenta, que resulta hasta fotográficamente creíbles y no menos extraordinarios, un entorno idealizado para ofrecernos un espectáculo visual digno del dinero que se abona por la butaca. Pero que constantemente resulta emborronado por los intentos de abusar de los símiles entre los personajes del ‘octavo pasajero’ y ésta. A pesar de que Noomi Rapace está bastante bien, no es demasiado creíble el personaje que encarna: una arqueóloga con una capacidad paramilitar fuera de toda duda y que parece haber aprendido de Indiana Jones, con un ansia por la supervivencia sin saber bien los porqués o que probablemente los sabrá en los próximos capítulos; siendo como es una Ellen Ripley al uso y dadas las comparaciones, que siempre son odiosas, queda su magnífica puesta en escena y trabajo un tanto diluidos como consecuencia de las pretensiones de una historia que acaba por no convencer y en ciertos tramos hasta aburre. Una cinta que nace con fines filosóficos, se desarrolla con tintes aventureros y acaba en un maremágnum de acción sin límite pero sin la tensión o emoción propias del género, con una conclusión más que pobre que no deja lugar a querer comprender más allá de lo que ya se ha mostrado.

Casi salva todo lo que hay en la película Michael Fassbender, un muy digno sucesor (o antecesor, según se mire) de Ash (el androide encarnado por Ian Holm en ‘el octavo pasajero’), que provoca reacciones en el espectador de tipo amor-odio: esas extrapolaciones que nos invade como consecuencia de la lealtad a su ‘padre’, ‘protector’ y amo por encima de todo y de todos. El personaje permite al espectador al menos estar pendientes de lo que sucede y empuja a la paciente espera por conocer un poco mejor a ese extraño ‘robot’ con capacidades casi humanas pero consciente en todo momento de su estatus no humano: sin alma. Su rostro atrapa y su actividad te incomoda, para bien o para mal; magnetiza su presencia ante la cámara constantemente. Y también estaría bien destacar aquí la actividad de Charlize Theron, que con su sola aparición se come la pantalla, sigue manteniendo su aura espectral de complejidad en otros filmes y cuando crees que la conoces, que ya lo has visto todo de ella, hay algo que te sorprende… tal como una Nueva York cualquiera; y por cierto, que en algunos tramos me recordó muy mucho al personaje encarnado por ella misma en Aeon Flux (2005), tal vez por los trajes entallados y esa belleza austera y  circunspecta que te desarma. Aunque cuando quiere lo borda, en esta ocasión solo se deja llevar…

Sigo pensando en esos inmensos rascacielos de Nueva York y quisiera creer que lo que vi era real, que la sensación de lo que presencié en la sala de cine era similar a la que me causó la ciudad: una inmensidad casi irreal nada comparable con la otra realidad que me habían vendido en cada una de las películas que había visto a lo largo de mi vida entorno a esa ciudad tan cinematográfica. Pero tengo la sensación de que no, que Ridley Scott ha querido embadurnar la madurez de su creación original con un poco de maquillaje y agregarle un poco de silicona aquí y otro poco de botox allá lo que ya era y seguirá siendo insuperable para sí mismo. Creo honestamente que para las próximas entregas de la saga necesitará desmaquillador e hidratante para la piel, tal vez de la marca ROC porque éstos tienen como prédica mantener sus ‘promesas cumplidas’, como nos sugiere su eslogan. Qué quieren que les diga, para mí pobre entender es mejor aparecer en público al natural que andar enmascarando con fuegos de artificios lo que ya de por sí no hace falta sofisticar o embellecer, con mayor ahínco si cabe después de ser testigo de la realidad.

@moscugat

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