Cartas desde Mozambique
Por Sergio Rozalén
Claudia apura la quinta caipirinha en el momento en que la puesta del sol sobre la bahía de Nacala, vista desde la playa de Fernâo Veloso, alcanza su momento más hermoso. “No hay mucho más que hacer aquí, además de trabajar, así que aprovechamos los fines de semana para desconectar en este hotel y disfrutar lo que podamos”, me cuenta desde el Libélula, uno de los pocos lodges de la ciudad, gestionado por ingleses, con playa privada y reserva propia en la costa, lo que significa que nadie puede atracar sus barcos en la zona y ningún pescador soltar sus redes en estas aguas. Claudia es una más de los miles de extranjeros que han llegado en los últimos meses a Mozambique, expatriados bien pagados llegados de Estados Unidos, Brasil, Italia, Sudáfrica o China de la mano de multinacionales de sus respectivos países que tienen muy claro lo que se va a obtener de Mozambique: gas, petroleo, madera, carbón, dinero.
Hace poco se descubrió la tercera bolsa de gas más grande del mundo frente a las costas de Pemba, capital de la provincia de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique. Junto a toda bolsa de gas siempre se encuentra su correspondiente yacimiento de petroleo, aunque en este caso aún está pendiente encontrar y explotar dicho yacimiento. Un jugoso pastel que el gobierno de Mozambique es incapaz de gestionar y no ha dudado en vender por una cantidad de dinero desconocida a grandes y conocidas empresas extranjeras. Eni, la petrolera italiana, ha desembarcado en Pemba con toda su fuerza. En el aeropuerto de esta ciudad uno de los dos únicos mostradores de facturación es exclusivo para personal de Eni y desde hace meses los mejores hoteles y lodges de la zona están ya completamente reservados para sus directivos y trabajadores. Un sudafricano dueño del único camping de Pemba me confiesa que hace meses que no vive del camping (lo confirmo al constatar que soy el único cliente que duerme allí) sino de las cenas. “Se me ocurrió ofrecer un buffet occidental de calidad y cada noche cientos de personas vienen a cenar aquí”, me cuenta mientras me hace una visita guiada por la costa de la ciudad, donde cientos de chabolas se amontonan frente a la playa. “Todo esto será destruido dentro de tres meses. Cuarenta y cinco mil extranjeros desembarcarán en Pemba antes de marzo y esa gente necesita casas donde vivir”. ¿Y qué harán con la gente que vive aquí?, pregunto. No hay respuesta. Por un momento parece que a este boer nunca se le había pasado esta interrogante por la cabeza.
Durante navidades perdí la cuenta del número de sudafricanos que me crucé, bañándose en la piscina de algún buen hotel, cenando en algún decente restaurante de playa o tomando un café antes de embarcar en el avión destino Johannesburgo. Cuando una docena de ellos me hubo dado “Tete” como respuesta a mi pregunta de dónde vivían, dejé de preguntar a los compatriotas de Mandela por su lugar de residencia. Tete es la ciudad grande más cercana a las más importantes minas de carbón de Mozambique. También, muy cerca, varias reservas forestales proveen la mejor madera de la zona. Los bosques tropicales, donde la vida nace, crece y muere a una velocidad a la que un europeo no está acostumbrado, ofrecen más y mejor madera que en ningún otro lugar de la región y, por supuesto, esa madera no servirá para construir casas en Mozambique. Desde hace años, ingenieros sudafricanos y chinos trabajan en la construcción de un tren de mercancías que avanzará desde Tete, esa soporífera e insulsa ciudad del interior del país, hasta Nacala, donde dentro de poco grandes barcos mercantes llevarán árboles muertos y carbón, mucho carbón, a cualquier otra parte del planeta. Apuesto una cena a que el agua de las duchas de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016 se calientan con carbón mozambiqueño.
¿Y por qué Nacala? Esta ciudad horrenda, sucia e insegura, cuyos dos únicos atractivos son su proximidad a Ilha de Moçambique y la playa de Fernando Veloso, tiene en su costa unas aguas lo suficientemente profundas como para que cualquier transatlántico, no importa el tamaño, pueda atracar en su puerto dispuesto a llenar sus bodegas de madera, gas o petroleo. Frente al puerto, aún en estudio arquitectónico, se erigirá su flamante nuevo aeropuerto, de construcción ya muy avanzada, y cuyas estructuras aún desnudas se vislumbran desde la misma carretera en la que un mototaxista me quiso dejar abandonado temoroso de los bandidos. Nacala y sus aguas profundas parecen haberle ganado a Pemba la batalla por la construcción del puerto del expolio, aunque no falta quien asegura que la cantidad de gas y petroleo que van a bombear es de tal magnitud que dará para construir dos puertos, uno en Pemba y otro en Nacala. Así se multiplicará por dos la capacidad de saquear Mozambique, esquilmar sus reservas naturales, agujerear sus bosques, explotar sus bolsas de gas y por supuesto destrozar la más maravillosa costa que haya visto el Índico con sus bonitas y modernas infraestructuras.
Mahiri, uno de los pocos mozambiqueños que encontré capaces de mantener una conversación sobre política con criterio y conocimiento, me cuenta que los contratos firmados por el gobierno de su país con las grandes multinacionales responsables del expolio son secretos “por cuestiones de seguridad nacional”. Nadie, excepto el propio gobierno, sabe la cantidad que este país recibe y recibirá en las próximas décadas por vender sus recursos. Este joven poeta, responsable de al menos tres blogs sobre literatura, periodismo y política, no se resigna al gobierno que sufre, a pesar de los colegas que ha visto pasar al otro lado. ¿Hay censura?, pregunto. “Es mucho más directo: vienen a ti, joven aspirante a revolucionario, te ofrecen un trabajo en la administración para toda la vida a cambio de renunciar a pensar y logran que nada cambie”, me cuenta con cierta tristeza aunque con orgullo de seguir siendo pobre pero libre.
La mañana de mi último día en Mozambique un coche tuneado que me recuerda a aquel de Starsky&Hutch nos acerca a una remota frontera con Malawi. En el camino a través de una carretera embarrada y en obras permanentes dejamos atrás una tras otra cientos de aldeas diminutas, compuestas por dos o tres casas de paja y barro, pobladas por niños semidesnudos que ven pasar los camiones sin haber perdido aún la mirada de sorpresa. Yo le pregunto a los dos ingleses que me acompañan si son capaces de imaginar una vida como esta para ellos mismos. Para esta gente no se trata de vivir, Sergio, -me dice Marc- es sólo una cuestión de sobrevivir. Mi último pensamiento en Mozambique, dos meses después de haber cruzado la frontera de Ponta D’ouro en el remoto sur, se dirige a esta gente para la que el carbón seguirá significando toda la vida aquello que calienta el agua para el té, y no el pingüe negocio de unos pocos compatriotas suyos.
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