Por Diego E. Barros
Tiene las puntas de los dedos arrugadas y comidas. En parte producto de pasarse varias horas al día con ellos bajo el agua. En parte porque es bastante nervioso y suele matar el gusanillo mordiéndose la piel que rodea las uñas. Mejor eso que fumar una cajetilla diaria. Por los pulmones y el bolsillo. Porque el precio del tabaco es otra de esas cosas con las que se penaliza a los menos pudientes. Impuestos indirectos, le llaman los ministros del ramo propensos siempre a subir el gravamen a este tipo de productos. Porque todo el mundo sabe que gasolina o tabaco inciden por igual en la economía de un alto directivo con un sueldo de cinco cifras, que en la de un parado con prestación mínima o un afortunado mileurista. La fiscalidad progresiva de la que habla la Constitución.
En agosto del año pasado aterrizó en Birmingham, Inglaterra. Al aeropuerto fueron a llevarlos sus padres. Durante el trayecto, su madre, con el gesto contenido de quien aguanta unas primeras lágrimas para no explotar en llanto, no cesó de repetirle que tuviera cuidado y que con cualquier cosa llamase que ya iría ella donde hiciese falta. Él contestaba que sí, repetidas veces sí a la misma retahíla maternal. Aparentaba tranquilidad. La procesión iba por dentro y se comía la piel de los dedos. Ya en el avión volvió a revisar los papeles. Por enésima vez desde que se había montado en el coche. El billete de tren que desde Londres lo llevaría a Birmingham, el pasaporte que no necesitaba pero ya que lo tenía nunca estaba de más. El DNI, las tarjetas, una de crédito, nueva, recién recibida y con cargo a la cuenta de sus padres pues el saldo de la suya le impedía tener acceso a una propia. El bolsillo derecho con mil libras en efectivo con las que hacer frente a las eventualidades e imprevistos de los primeros días, incluidas las 500 que tenía que pagar por la habitación que había conseguido en un suburbio de la nueva ciudad. Todas las preguntas. Ninguna respuesta. La aventura. El miedo.
Por qué Birmingham. Por qué no, responde cuando se le pregunta. El objetivo era Inglaterra, básicamente por mejorar el inglés. Dónde, no importaba más allá de la preferencia de evitar Londres por dos razones: ya está lleno de españoles y es una ciudad bastante cara. Sopesó otras opciones, Bristol, Newcastle, Liverpool, incluso Escocia. Pero al final se quedó con Birmingham. Es la segunda ciudad más grande de Inglaterra y su hermano conocía a una chica que le serviría de primera toma de contacto. Lo primero nada más llegar, el paseo obligatorio por las ventanillas de la burocracia. Una cuenta bancaria, el número de la Seguridad Social y luego buscar trabajo. No necesariamente en este orden aunque en cuestiones burocráticas el orden altere el producto. Entre medias, asistir un curso intensivo de inglés donde coincidió con otros expatriados como él. A las dos semanas el primer trabajo, de camarero en un restaurante.
La vida consistía en jornadas agotadoras que comenzaban temprano: primero curso de inglés, después salir pitando para ponerse la ropa del trabajo en los baños de unos grandes almacenes e ir a servir mesas en el restaurante hasta la hora de cierre. Llegar de vuelta a casa, casi de madrugada cuando ya no funciona el transporte público y lo que había ganado en el día se lo fundía en el taxi de vuelta. Lavar el uniforme del trabajo, secarlo sobre un radiador, plancharlo y listo para un nuevo día. Había noches en las que dormía tres o cuatro horas. Con suerte. Dijo basta. Tras casi dos meses viviendo a este ritmo tenía que buscarse un nuevo piso más cerca de la ciudad.
Y ahí es donde comienzan a funcionar las redes de solidaridad que se establecen entre los expatriados. Jóvenes de diferentes países, porque es cierto que en esto los españoles son relativamente nuevos. Antes que los españoles ya estaban los asiáticos, los llegados de la India y Pakistán, que en Inglaterra son legión, algún que otro del este de Europa (Polonia, Rumanía) y, últimamente, sudamericanos, visto que la madre patria ha dejado de ser destino apetecible. También simples estudiantes.
Desde mediados de noviembre hasta enero compartió habitación y cama con otro que también había abandonado Madrid en busca de nuevas oportunidades y que ya vivía en otro piso con otro chico, un peruano, informático con varios años en Birmingham. El sistema era sencillo y se regía por la teoría de la cama caliente. El chico de Madrid, después de meses sin trabajo estirando la ayuda familiar, consiguió un puesto de recepcionista nocturno en un hotel. Todo de lo más lógico. Él llegaba por la noche cuando el madrileño ya se había ido a trabajar. Él salía por la mañana cuando aquel llegaba y ocupaba el hueco que él había dejado en la cama. Los fines de semana mitad y mitad, dependiendo de los turnos. A veces en el sofá. Pero el sofá es tan incómodo que mejor la mitad de una cama.
Uno puede preguntarse por qué no buscar otro piso, con tres habitaciones y más ahora que todos tenían trabajo. En la teoría todo parece sencillo. Pero nada es sencillo cuando se pasa a ocupar el sitio del inmigrante. El sitio consagrado al otro. Cuando a uno lo pasan a ver de la misma forma que se miraba a los que antes llegaban a España. De reojo, obviando su presencia cuando no con pura desconfianza. Cierto que un español no es ilegal en Inglaterra, esa es una batalla ganada. Pero en tiempos de crisis, ese detalle no garantiza la victoria en la guerra. Y más cuando el país de acogida comienza a no diferenciar cuando de extranjeros se refiere. Encontrar que alguien alquile a un extranjero sin ingresos estables es igual de complicado independientemente de lo que ponga en tus papeles. A eso hay que añadir dificultades lingüísticas, agencias que se sacan de la manga tarifas y tasas ad hoc. Y los avales. Como norma general las agencias piden un avala nacional. Oiga, es imposible, no ve que soy extranjero. De dónde quiere que me saque un aval con pasaporte británico. Como aval tengo mi nómina, la que dice que gano el salario mínimo, 6,19 libras la hora (7,09 €) impuestos no incluidos. Si me apura la de mi padre, en otro país.
También están los timos que como ocurre siempre tienen por objetivo a los más vulnerables, carne de cañón para desalmados. Anuncios que prometen pisos baratos en lugares inverosímiles o inexistentes. Anuncios que dicen se alquila a extranjeros, eso sí, previo depósito de una cantidad determinada únicamente por echar un vistazo al piso. Una suerte de peep show inmobiliario.
Hasta que un día, después de semanas compartiendo cama, con las cosas metidas en una maleta, trabajando y durmiendo, poniendo copas y durmiendo, yendo a clases y durmiendo… Hasta que un día, dice él, lo consigues. Una casa a la que volver. Una habitación propia donde poder deshacer las maletas. Tu casa no es tu casa mientras tu ropa está metida en una maleta.
Él reconoce que ha tenido suerte. Acababa de llegar como quien dice y en tiempo récord consiguió trabajo. En dos semanas, con su inglés macarrónico, ya estaba de camarero en uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. Viendo cuentas de tres y cuatro cifras. Un restaurante caro es una radiografía perfecta de la sociedad. Está lo que se ve. La aparente perfección que da la aparente felicidad que otorga el dinero. Todo funciona como un reloj suizo. Los clientes beben botellas caras que descorchan unos camareros serviciales bajo la atenta mirada del maître. Un ir y venir de platos, postres, botellas, cuentas y propinas que no tiene fin. Las propinas van a un bote común y luego el encargado las reparte a conveniencia. Sin criterio objetivo alguno. Son las normas. Luego está lo que no se ve. La trastienda de la sociedad que en un restaurante es la cocina. Donde no se habla inglés porque los que cocinan vienen del este de Europa, Italia o Portugal. Una torre de Babel donde se piensa a una velocidad sólo superior a la que los alimentos salen de los fogones. Al ritmo de una música atronadora que escupe un pequeño transistor situado en una de las estanterías, entre botes de conservas y distintas salsas. Para trabajar en las cocinas tienes que estar un poco loco, dice él. Y se ven cosas… cosas que si la gente supiera se pensaría muy mucho lo de ir a comer fuera, añade. Y ahí se calla para respetar el código no escrito del gremio hostelero.
Poco antes de navidades dejó aquel restaurante. Demasiada presión. Él no es un profesional, lo de la hostelería es un accidente, confiesa. A los pocos días ya tenía otro trabajo, de lo mismo pero en una cafetería que también sirve comidas. Pagan lo mismo y bajo iguales condiciones: salario mínimo y contrato en regla desde el primer día con cotización a la Seguridad Social. Lo que ya es un paso a cómo estaba cuando dejó España.
En España montó andamios para espectáculos, hizo de segurata en conciertos y se recorrió parte de la geografía española realizando inventarios para una multinacional especializada en la venta de material deportivo. Se pasaba días fuera de casa pero la empresa sólo le daba de alta las horas que trabajaba. Después se especializó en bodas, bautizos y comuniones como parte de una cuadrilla de cáterin a la que suele contratar el lugar de moda para la celebración de eventos en la capital de Galicia. Jornadas maratonianas de jueves a domingo, en las que se cotizaban seis horas y se trabajaban ocho, diez, según las necesidades. Jornadas en las que le pagaban una parte vía transferencia y la otra en un bonito sobre. Y así todo. Por la experiencia y por hacer algo. Por el enano que le habla a la oreja y le repite que hay que trabajar, aunque no sea de lo suyo. Putas convicciones inoculadas por un padre que no hizo otra cosa en su vida más que trabajar.
Ahora como mínimo todos son días de cotización. A veces, en los descansos alguien le pregunta qué hace en Birmingham. Y él contesta que algo hay que hacer. Con el paso de los días, surgen los lazos de confianza. Y la confianza hace que surjan las intimidades. Pero tú has trabajado de camarero siempre, le pregunta el encargado. Siempre durante el último año, dice él. También le preguntan si piensa ponerse a estudiar. Él sonríe y contesta que ya ha estudiado. Tiene una Licenciatura en Historia Contemporánea y un máster. También el CAP y varios diplomas más igual de inservibles. El encargado se sorprende pero ya no tanto como antes, en los últimos meses ha visto a otros como él. Gente con el currículum maquillado.
Como señala Amparo González Ferrer, demógrafa del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, «las cifras que se suministran son en muchos casos confusas o abiertamente erróneas». Es imposible saber cuántas personas han abandonado España para buscarse la vida en otros países ante la imposibilidad de hacerlo aquí: 50.000, 80.000, 200.000… los titulares vienen y van, pero no son más que titulares y todo el mundo sabe la vida de un titular de prensa. Para irse sólo es necesario un billete de avión y una maleta ya que los principales destinos no exigen registros de salida ni visados. El Gobierno español no lo sabe y prefiere no saberlo: a fin de cuentas, quien se ha ido no engrosa las listas del paro. Un problema menos, cuando no la consecuencia del «impulso aventurero propio de la juventud». No es necesario estar inscrito en embajadas y consulados y las redes de las casas de regionales (Galicia, Asturias, España…) ya no funcionan como en los años cincuenta y sesenta. La emigración de hoy nada tiene que ver con la de nuestros padres y abuelos. Hay iniciativas nacidas del cabreo que intentan recopilar datos pero su fiabilidad es relativa. Cuando consigamos saber cuántos y quiénes se han marchado es muy probable que ya sea tarde.
En realidad, él está pensando en seguir estudiando y ya le ha echado un ojo a un máster a distancia del Instituto Cervantes de enseñanza de español como lengua extranjera. Ahora está en Birmingham pero esa oscura y fría ciudad es sólo otro paso en el camino hacia algún sitio. Dice que el único miedo que tiene es acabar de camarero. Con todos los respetos, no ha estudiado para ser camarero y cuenta que mete todas las propinas en un bote y que cuando esté lleno, si no ha encontrado otra cosa, intentará dar el salto a Australia. No se plantea volver.
Su historia no es ni mejor ni peor que la de otros. Sólo es una más pero él es mi hermano. Y también mi puto héroe.
música cine libros series discos entrevistas | Achtung! Revista | reportajes cultura viajes tendencias arte opinión