Por MFIjournalist aka Kunelainen | Fotografía Friedrich G. Müller
Esos caminos sinuosos, imposibles a veces. Esas fiestas eternas, salvajes a veces. Esa gente hippie, no tanto a veces. Esa droga sin obstáculos, ausente a veces. La euforia del éxito, de llegar a lugares donde no todos pueden por barreras sociales o personales, por lo menos las primeras veces. Estas sensaciones tan dispares son las que despiertan las raves, esas fiestas ilegales que se organizan el 99% de las veces en fincas privadas y lejanas donde la policía sólo puede observar esta bacanal que va más allá de las drogas y la música electrónica que tanto las estigmatiza.
Las raves se convierten en una mezcla social que conforma un micromundo cercano a los demás en las relaciones con los otros. La principal diferencia estriba en las continuadas horas de fiesta que normalmente ven el mediodía, en que no hay más control que el propio, y que la música, sucia por su sonido, no te deja parar con ritmos psicóticos como son el har-tek, drum&bass y psytrance.
La muerte de un joven durante el verano por consumir estramonio en la conocida rave del Monasterio de Perales del Río (Madrid) disparó las dudas sobre qué se hace allí. Beber, drogarse y escuchar música electrónica entre escombros y grafitis parece el ‘modus operandi’ de estas fiestas que se han extendido ampliamente desde hace un lustro por la geografía nacional tras desembarcar desde Londres con el cartel de fiestas bohemias salvajes, que acuñaron los mods en los años 60 con el garage rock psicodélico como tirón.
Hasta finales de los años 80 no se asemejarán en lo musical a lo que conocemos hoy en día y que se ha vuelto una fiesta habitual en tres centros neurálgicos como Madrid, Barcelona o Granada. En estas tres ciudades los raveros ya se mueven por las redes sociales como pez en el agua e, incluso, ya aparecen en páginas webs de electrónica como clubbingspain demostrando su desguetización y su aceptación como alterniva a la fiesta cotidiana, expuesta al menú de los promotores que sólo buscan dinero en las fiestas de las ciudades.
Los mismos tópicos sociales sólo que entre ruinas
El escritor Quintiliano decía en el siglo I que “mucho más se desea lo que se veda”. Pues la rave es así. Las expectativas de lo desconocido y prohibido incitan a los más jóvenes a ir allá, al inframundo según la mayoría de la sociedad, y testar los compases del 2×2 como algo único, salvaje, con gente especial, diferente. Se vuelven más dóciles y aprehensivos, por los menos en sus inicios.
Nada más lejos de la realidad se ven entre ruinas los mismos tópicos que afectan al resto de la sociedad sólo que en su antítesis: Gente estirada con rastas que conforman la élite ravera asemejándose a los duros chicos del Lacoste que tanto critican, y personas de buena familia que quieren descender a los supuestos escombros de la sociedad y se fuerzan como duros antisistemas.
“En nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que esperamos ser”, decía el literato William Shakespeare. Mucha gente sigue este camino y transforma su forma de vida para ser un ravero, que no es diferente ni tiene ninguna sensibilidad especial respecto a otro ser humano. Ni mejor, ni peor. Ni más listo, ni más guapo. Al final, otro más de la sociedad con sus peculiaridades.
Este micromundo con amor, buenos y malos, similar a la setentera y pandillera novela y película The Warriors (1979), sólo que sin agresividad, es un constante intento por alejarse de la sociedad sin conseguirlo. Los actos y personas que destrozan al capitalismo imperante, haberlos haylos. Pero más moda que escisión parece en este caso que bien se asemeja al movimiento hippie de los 60 y 70 por la gente con recursos que lo conforma (la actriz Winona Ryder es un ejemplo de ayer) que por la cultura e implicación social.
Las drogas y el rechazo social
Las drogas abundan en las raves y es lo que más rechazo produce en la sociedad. De hecho, la gente piensa que los jóvenes sólo van a eso. Nadie duda de este gancho que atrapa aún más por la ausencia de control y que dispara el ritual de consumo libre y con más parloteo que en una discoteca o local. Pero lo indudable, porque hay personas de aquí y de allá, es que no todos lo hacen.
El consumo de estupefacientes se puede asimilar como parte de la iniciación del futuro ravero, por lo menos si se quiere llegar lejos en las relaciones personales, algo bien perseguido por todos en los estratos y submundos, y que se intuye como obligatorio dentro del dejarse llevar y probar que caracterizan a estas fiestas tintadas de consejos que para mí no tengo.
Como todo clan o grupo, hay que tener algo en común y puede que la droga y la música lo sea más que la filosofía de vida. Según A. V., miembro de un colectivo de raves madrileño, “el 80% de las personas que van a un rave se drogan”. Por lo tanto, no consumir puede significar la exclusión involuntaria por parte del grupo, con sus mundos idos y sus embaucadores parloteos constantes.
Los tópicos dicen que allí todos consumen drogas (speed, MDMA, pastillas, tripis, setas alucinógenas y ketamina), alcohol a granel, que son complicadas de localizar y que se puede estar hasta las 4 de la tarde de fiesta. La realidad es que no todos toman estupefacientes pero sí se vuelven locos para encontrarla y así desfasar en este mundo paralelo lleno de polvo que representa otra parte más del sistema.
La moda rave
¿La moral de la sociedad está en declive por acudir a las raves? ¿La moda es ser ravero? Esas preguntas y tal vez muchas más rondan por las cabeza de quien no comprende este movimiento en sus inicios marginal, pero que ahora está plagado de colectivos como Electrodelia y Eskombro, que ofrecen raves diferentes por música y público.
La realidad es que la sociedad suele dar lo que demandan sus habitantes y, por dinero, aburrimiento de lo de siempre o ganas de probar algo diferente, las raves se han multiplicado porque algo no funciona en las urbes; y no son las drogas, que igual de extendidas están en las grandes discotecas.
La música, la gente, las horas cerradas, los cerca de 10 euros por una copa… Todos son motivos que incitan a ir a estas fiestas ilegales que por la masificación, y las ganas de hacer negocio de alguno, ya se empiezan a cobrar rompiendo una de las patas de la filosofía rave: que sea gratuita.
Así, se puede decir que existen raves de clase A y B atendiendo a su público. Algo parecido a lo que ocurre con los ciudadanos de la Unión Europea, donde los acuerdos Schengen se resquebrajan con las expulsiones en Francia de gitanos rumanos porque no son igual de europeos.
Las raves de clase A son las más sucias, con las personas más expertas y con la música más dura y, a veces, moderna, en lo que constituye el eslabón más cercano a las old-rave en el que cobrar está visto como un sacrilegio. No todo el mundo que quiera probar puede con ellas porque las caras nuevas se ven como un ente espontáneo fiestero, que no está comprometido con la supuesta filosofía, y acaba semiaislado dentro del todo que representa esa fiesta. Las de clase B, que bien se podrían denominar las new-rave, son más variopintas y con música techno-minimal, como en la famosa rave del túnel de Boadilla (Madrid).
Tres de los aspectos que más impactan son la música, la vestimenta y el entorno. Campos desérticos, incultivables, los llamados barrizales kosovares, sólo que sin el agua de la zona. Playas aisladas. Bosques. Infraestructuras abandonadas en mitad de la nada… cualquier lugar vale si la policía no pasa y no se molesta.
El ruido, tal y como algunos califican a la música electrónica, es una gozada en las raves para quien quiere más dentro d los ritmos sintéticos no correspondidos en las ciudades.
El dubstep, un género que evoluciona desde el drum&bass y que ahora pega fuerte en las salas de todo el mundo, se escuchaba hace años en estas fiestas ilegales que dan la alternativa a lo comercial y actúan como avanzadilla.
La tónica de los sonidos de rave llevan a un bucle constante en el que la noción del tiempo se pierde con apoyo de los estupefacientes. El psytrance, que no tiene nada que ver con el trance progresivo que venden desde Ibiza, se da más en Sudamérica pero en España también tiene su ansiada recepción. El har-tek, que rompe todo el rato con variables como happy-tek, representa más que ningún otro ritmo el ambiente psicótico que a veces reina en estas fiestas donde el aspecto físico se ha convertido en un claro ejemplo de moda underground con rastas, tatuajes, piercings y dilataciones cada vez más habituales en las urbes.
¿Qué pasará con este movimiento? ¿Crecerá? Todo indica que sí si no se crean nuevas leyes porque los quinceañeros van vestidos con Sodiedad Alkohólika y rastas en barrios donde no les tocaría por circunstancia. Los bakalillas siguen cualquier fiesta y la rave es grande. Y el resto, los curiosos que buscan la novedad, encontrarán el amor por esta fiesta o recordarán ese lugar donde nunca más irán a desfasar.
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