Seleccionar página

Me senté en un banco del parque, debajo de unos frondosos árboles que aliviaban la densa atmósfera.

 

Las clases deberían comenzar dentro de dos meses, ahora era el momento del papeleo. Ya me veía estudiando a Platón, luchando con el latín y el griego, en fin, sintiéndome importante.

Un pequeño fruto pardo y lustroso cayó sobre mi mochila. Parecía que la copa del árbol que me cobijaba con su amable frescura, bromeaba conmigo. Lo cogí, lo miré e impensadamente lo guardé en el bolsillo de mis jeans.

Volví a casa y me abandoné en una tumbona, en la galería de atrás, decidida a hacerme una siestecilla. Antes, saqué el bulto de mi bolsillo y lo tiré al jardín; sin embargo, el sonido estridente de la voz de mi madre al poner la llave en la cerradura frustraron mi intento de dormir.

“¡Qué calor, por Dios! Y no corre aire.” –Dijo. Mi hermano, mutis, fue directo a la nevera por una gaseosa.

En mi tumbona, comencé a balancearme en diferentes direcciones. Un mareo visual confundió mi conciencia al tiempo que mi madre gritaba: “¡Está temblando, está temblando!” “Pablo ven afuera, al patio trasero”

Un terremoto había asolado la ciudad, sin dejar nada en pie. Hubo muchos muertos y más heridos, entre ellos, mi madre y mi hermano, ahora alojados en un hospital de campaña. Mientras que yo –que primero fui declarada desaparecida–, gracias a mi mochila me encontraron inconsciente en la parte trasera de la vivienda, semicubierta de escombros. Hubo que esperar cuarenta y ocho horas para saber si continuaría en el mundo terrestre.

El sismo dio otro rumbo nuestras vidas. Del solar donde se levantaba nuestra casa, solo quedaban las baldosas que marcaban el lugar de cada una de las habitaciones, y el jardín trasero.

 

¿Cuánto debería esperarme Platón? “El tiempo es la imagen de la eternidad en movimiento.”

 

Nuestras reliquias, que nos unían con el pasado familiar, permanecieron en nuestra memoria, como bagaje de pasado y presente, para no quedar desnudos de conciencia.

En ese punto de nuestra situación, supe lo que significaba desprenderse de una y muchas vidas, también de la vivienda familiar. Fue la señal de un apurado adiós. Los tres, como fundidos en uno, experimentamos la misma emoción. También el olvido.

 

Jeff Wall – The Destroyed Room, 1978. Caja de luz, 159 x 234 cm. Colección de la National Gallery de Canada, Ottawa

 

 

Nos fuimos lejos. No importaba la elección, sino que no tuviera temblores ni terremotos.

Vi la tierra blanquecina y cenicienta y alcé mi vista por contemplar la nueva ciudad y a sus habitantes.

Mis ojos se encontraron con una abortada entrada bordeada de pirámides truncadas, sobre las que descansaban bultos de cemento, como decoración. Imaginé -o presentí- el ir hacia un devenir, cuyo espíritu abarcaba un mundo absoluto.

Creo que esa noche hasta soñé con Blancanieves.

Oí la voz de mi madre y un murmullo soñoliento de mi hermano. Me levanté y pregunté qué pasaba. Mi madre, pasmada, exclamó: “¿quién hizo el café?” Al tiempo que llamaban a la puerta. Abrí; un señor de uniforme beige me saludó sonriente y se apresuró a aclarar que él dispuso el café caliente. Hubo un instante de sorpresa y silencio. El hombre continuó: “Señorita, en esta casa no tendrán problemas. Todo está configurado para que vivan tres personas. Por eso, he venido, para instruirlos adecuadamente”.

Pablo oyó algo como configurar, y relacionó sobre posibles nuevas tecnologías para la PlayStation. En pijama, apareció en la sala con un “Buenos días”.

La conversación se generalizó, y el hombre nos adiestró en todos los aspectos.

“Y ahora qué hacemos”–manifestó mi madre. Creí interpretar su desasosiego: demasiado moderno…

Llevaría un tiempo adaptarnos a la original vivienda.

A su vez, yo no podía resistirme a pasear por la nueva ciudad elegida para vivir. Me fui por una calle estrecha por la que solo transitaban bicicletas y motos. Observaba a la gente, gestos, moda, algunas costumbres que, me parecieron estereotipadas. Pero no quería caer en una postura negativa. Así que, las calle.

La nueva ciudad parecía abrir en mí sensaciones desconocidas y sentía que yo, mí misma, era otra persona, que debía soltar amarras para descubrir nuevas formas de vivir; el cambio significaba experiencia.

Más aliviados de los primeros días, nos fuimos al Ayuntamiento. No lo encontramos. Regresamos a casa y Pablo sugirió preguntar al “Hombre inteligente” que habíamos conocido. Supimos entonces que no había ayuntamientos, pero sí Centros de Información por toda la ciudad. Era fácil reconocerlos, porque disponían de una luz azul. ¡Vaya sorpresa!

Así, nuestras costumbres iban modificando su ritmo, rutina y estilo de vida de antes . . . sin darnos cuenta.

 

 

Una mañana pregunté a mi madre a dónde iba tan temprano; ella buscó la respuesta y respondió que le gustaba caminar temprano por la explanada. Mi hermano se adaptaba de a poco, aun añoraba los atractivos a los que estaba acostumbrado. Y yo no terminaba de encajar con nada. La euforia de los primeros días había dado paso a una inquietud que no terminaba de comprender. Aun era verano, sin amigos, buceando en qué trabajar y sobrándome el tiempo. Un tiempo estéril.

Fueron meses inciertos. Al llegar el otoño, Pablo se inscribió en un centro deportivo, en el grupo de “combatientes”. Yo no conocía ese deporte, pero al menos, algo hacía. Un día le pregunté por qué no buscaba un trabajo. Su respuesta superó toda realidad: “¿para qué?” En cambio, yo me resistía a integrarme en una suerte de vida regulada, sin emociones, ni aparente independencia. Eso parecía. Curiosamente, observaba que mi madre, –que siempre había sido tan casera– no solo paseaba, también concurría a los clubes de mayores, con asiduidad. En ellos, creo que daban charlas, escuchaban música, también veían vídeos y otras actividades.

Sí, vislumbraba yo el poco contacto que tenía con mi familia. El verano había sido largo y tedioso, al menos para mí. Por suerte, en el otoño me pude ocupar de la documentación más lo solicitado por la Escuela Superior.

Presenté todo en la Oficina de Estudiantes, y al entrar al Centro Universitario, emocionada como estaba, pude leer:

 

                                       SI BIEN BUSCAS, ENCONTRARÁS. PLATÓN

 

Suspiré profundamente, con la sensación de estar en la senda correcta. Me sentí fuerte, aunque temblorosa. Y mis neuronas entraron a funcionar de nuevo, en armonía, con perfecta lucidez. Solo faltaba experimentar el enfoque.

Regresé a casa con el pecho palpitante y el deseo de contar a mi familia que al fin lo había conseguido. Les expliqué mis dudas, mi forma de “ver” y entender la ciudad, mi deseo de seguir siendo yo misma. Que me mantuve intacta, que supe esperar.

Ambos, en silencio, me miraban detenidamente. Intenté aclararme un poco mas… Pero no hubo respuesta. No me comprendían. ¿Qué estaba pasando o qué había pasado? Los miraba inquieta. No, inquieta no, creo que aterrorizada.

Permanecieron largo rato serenos y con la mirada perdida. Yo, en punto muerto.

Lentamente, me puse en pie, corrí la silla hacia dentro de la mesa y busqué la intimidad de mi cuarto con la cara ya mojada.

 

Hasta hoy, no había reparado o no era consciente de la realidad familiar. No podía creer que hubieran sido atrapados por esa especie de esfera nebulosa que envolvía a la ciudad. No sabía sentir de qué forma atraerlos y abrazarlos en mi realidad. Nada podía hacer yo. Dependía de cada uno.

 

Comparte este contenido