El conciertazo que dieron los SoS, como algunos en el Reino Unido llaman a los Saucerful of Secrets (tradúzcase, ligeramente, como «plato de taza repleto de secretos») fue más que eso, fue toda una Master Class de poderío, experiencia e improvisación de la buena. Gran parte de lo visto fue el resultado de aunar pasado, presente y futuro, no solo de la música y los cinco artistas sobre el escenario, sino de la historia de la Humanidad. Muchas de las cuestiones planteadas en las representaciones que nos regalaron (especialmente las más psicodélicas-sinfónicas) desvelan quienes somos como raza dominante y frágil a la vez.
Uno de los puntos álgidos de la velada, «Set the Controls for the Heart of the Sun», pareció lanzarnos llamas, calor. Como Don Giovanni ante las puertas del infierno. Y esto es una pequeña anécdota. Los afortunados presentes pudimos ver cómo cinco tíos con muchas tablas transformaban la música en arquitectura; lo abstracto y sonoro en tangible y materializado. Paso a la melodía, las progresiones guitarreras, los diseños de sonido, lo lisérgico. Como en Regreso al futuro, íbamos montados todos en un coche de modelo futurista que bien sabemos es un avatar de nuestra nostalgia. Valió mucho la pena ver en acción a un batería legendario que a sus casi ochenta años lidera a un grupo de músicos que asombran y se divierten como chavales (por no hablar de algunos de sus chistes). Valió – y mucho- la pena ver a los guitarristas Lee Harris y Gary Kemp cubrir un amplísimo espectro de sonidos y estilos durante más de dos horas. Este súper grupo inglés de rock psicodélico formado en 2018 por el batería Don Mason y el Harris para tocar las primeras composiciones de la banda a la que pertenecía: Pink Floyd, tenía mucho que decir, y de la mano de Pratt (bajista de Floyd desde 1987) y el enormemente creativo Dom Beken -pintor de los sonidos freaky- la noche estaba más que asegurada.
Excelentes músicos, sonido impecable, vistosos juegos de luces y proyecciones. Incluso antes de dar pistoletazo de salida, fuimos abducidos por el mundo de Floyd. Tres telones de fondo enormes, grabaciones de sonidos abstractos desempolvados de la bóveda – muy Floyd, y ese icónico diseño Hokusai (alias la Gran Ola de Kanagawa, uno de los ejemplos más famosos del arte japonés en el mundo). Todos los elementos estaban ya en su sitio, aunque la improvisación iba a ser gran parte de la noche, tal como lo solía ser en los directos del Pink Floyd que los SOS revisitaban: cuando apoyaban las locuras de Syd Barrett y cuando, siguiendo su estela, buscaron una personalidad única, que se materializó en The Dark Side of The Moon. O lo más granado de los primeros siete álbumes de Floyd, de The Piper at The Gates of Down (1967) hasta Obscured by Clouds de 1972. Meddle y Atom Heart Mother también tendrían cabida.
El show comenzaba con backdrops de linfocitos azules para «One of These Days». Y los SOS encarnando el espíritu de la música de Floyd sin tener por qué copiarles. “Sorry for my Spanish, algunos de vosotros vinisteis a verme en 1988? Unos sois muy jóvenes, otros ya creciditos o sea que ni os acordaréis” dando paso a una noche tejida por los consabidos chistes (¿Buenos? ¿Flojos?) del jefazo. Y la gente gritándole: «Te amamos, Nick”; y el tío que va y contesta: «Yo también me amo, gra(s)ias”. «Arnold Layne» (la del travesti que robaba ropa interior femenina de estudiantes universitarias) siguió, con más vídeos nostálgicos de fondo. Ese primer single, cariñosamente interpretado junto a su hermano en la sombra, la cara B «Candy and a Currant Bun», lo que llaman un deep cut). «Fearless» puso a la peña a corear, todos al unísono, y Kemp señalando al público mientras cantaba eso de All the faces in the crowd. Era solo el inicio de la liturgia.
«Obscured by Clouds», precedido por un video arte, inauguró la parte freaky de la noche. Un diseñador de sonidos (que así lo presentaría Mason más adelante) en estado de gracia dándolo todo, psicodelia a tope. Y la gente ya en trance durante casi diez minutos. ¡Qué buenos son los artistas buenos!
«When You’re In», sacó lo mejor del arte de Kemp, que la hizo sonar contemporánea y electrónica. Y ese intermedio-saludo al enorme Syd Barrett. Mason compartió más de una anécdota de este tema, entre ellas que las letras eran asquerosas y que el título original era “Armemos otro” (porro), antes de arrancarse con «Vegetable Man». Fue muy divertido escuchar a la banda tocar este single fallido que Floyd nunca lanzó. Mason ahí definió a sus SOS como la única banda de versiones Pink Floyd que la toca, ni la australiana, ni la rumana, ni la de Transilvania.
«If». Este temazo fue alargado casi dos minutos respecto a la canción oficial. Sin prisas, deleitándose en las contemplaciones existenciales que propone, puso a mucha gente a sentir muchas cosas. Si yo fuera un cisne, ya me habría largado de aquí. Si fuese un hombre bueno, hablaría mucho más contigo. Con «Atom Heart Mother» volvieron los SOS a la experimentación sonora, cinematográfica, durante unos breves minutos – antes de retomar «If”. «Remember a Day» nos llevaba a recordar nuestro manzano favorito, los días de la niñez, Richard Wright y su nieto. Y todos los integrantes de Pink Floyd recibieron su homenaje. Uno a uno, Mason los nombró después de que Guy Pratt cantara este tema para su hijo. Hasta Roger y Tony Hadley tuvieron su mención de honor. Y Masón (batería, gong, campana, percusión), por fin, nos presentó a la banda de colegas:
Guy Pratt al bajo, voz (y algún que otro pasito de baile), platillos en «A Saucerful of Secrets», gong en «Set the Controls for the Heart of the Sun»
Gary Kemp (ex Spandau Ballet) en la guitarra y voz
Lee Harris en la guitarra y voz secundaria
Dom Beken en los teclados y toda clase de efectos de sonido extraños y espaciales, alias el sound designer.
Una ovación de pie siguió, casi tres minutos de aplausos y ese grito coral futbolero de «Oé, oé, oé, oé».
«Set the Controls for the Heart of the Sun» cerró el primer set de forma apoteósica. La interpretación fue extraordinaria, daba casi miedo. Mason tocando una batería de sonido nítido y potente, on fire. La banda retomaba el trono del Reino de la Rareza Hermosa en la música. La tormenta antes de la calma. La rayada total. Y los fans de la serie American Horror Story: Apocalypse, flipándolo. Poco a poco, las luces se alejan, contando las hojas que te agitan en la madrugada. Flores de loto que se apoyan unas sobre otras, con anhelo. Y en el vídeo backdrop, un sol amenazante se lanzó sobre la audiencia dejando a más de uno/una en shock.
El segundo set inició después de veinte minutos de descanso. «Astronomy Domine» del líder natural fue la encargada, entre imágenes de agua. «The Nile Song», el tema heavy que el propio Kemp reconoció que fue lo primero que escuchó de Pink Floyd siendo un chavalín. «Burning Bridges», fue el marco de un largo discurso de Mason que la dedicó a la «gente valiente de Ucrania». Y un Kemp de voz temblorosa, afectada. En el backdrop, palomas de la paz. Fue una delicia ver el gong de Mason en manos de Guy, y ver a Guy metido en la performance.
«Childhood’s End». Garry Kemp se lanzó con una versión más agresiva y los dos instrumentales de ese álbum decorados con el talento de Dom, loco maestro de los ruidos electrónicos del show. «Lucifer Sam», otra del líder natural interpretada por Gary y Guy, que subrayaron el aspecto psicodélico del tema. Y el ex de Spandau Ballet elogiando las camisetas de algunos entre el público (de Pink Floyd, de Jethro Tull); y bromeando por no ver ninguna de Spandau.
«Echoes». La improvisación fue pilar esencial de buena parte del espectáculo y los SOS se sumergieron en esas aguas con habilidad y espíritu de aventura, pasando del ruido rompe-oídos (no apto para quienes sufren acúfenos) al silencio, casi sin esfuerzo. El rugido del público después del primer «ping» del teclado les hizo saber que estábamos con ellos como buenos amantes de este clásico del rock marciano. El vídeo mostraba la bola icónica de malla metálica, que iba ganando en tamaño según transcurrían los casi diez minutos de este esquizofrénico opus.
«See Emily Play», del segundo sencillo de Floyd deleitó a los más hardcore fans y «A Saucerful of Secrets» -con unos pocos arreglos y muy sutiles- nos condujo a todos hasta el paroxismo. Un setlist que, aunque con pocos cambios respecto a los demás conciertos de la gira, sí que resulta ser muy efectivo en su composición. Y el final fue para «Bike», la última canción del álbum debut de Pink Floyd, The Piper at the Gates of Dawn, allá por 1967. Ese temazo que aun hoy los críticos no se ponen de acuerdo si trata de un chico que quiere ligarse a una tía buena, o de un niño y su primera novia, de la mente de Barrett y sus muchas habitaciones con cosas secretas o, directamente, de un viaje en LSD (gracias, Albert Hofmann).
Cambio en el tempo, y los arreglos se intensificaron. Las voces sonaban deliberadas, las guitarras y los teclados atacados con fuerza, y la bicicleta metafórica entrando en un estado de ánimo siniestro y precioso. Ejecución hecha con buen gusto, sin caer en la nostalgia empaquetada ni la pose estudiada, pero con mucho respeto. Algún que otro arreglo creativo. Una noche inolvidable en la que muchos volvimos a ver el poder que emana de ciertos seres humanos que tienen el don de crear arte y pasárselo bien con sus colegas, como si fuese tan fácil. Regreso al futuro, y a la música que trasciende fronteras de tiempo y espacio, sin necesidad de lo tangible, volando sobre lo abstracto que es el sonido. «¿Carreteras? ¡A dónde vamos no necesitamos carreteras!».