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Por A.C | Ilustración Daniel M. Vega

Había vuelto a beber. En casa, solo. La idea me venía rondando desde hace tiempo, más de una vez me han ofrecido dinero por follar. En saunas, en chats, en sitios de cruising. Siempre lo había rechazado, no tanto por una cuestión de principios como por simple vergüenza. Pero el sábado, una vez perdida buena parte de mi voluntad gracias a un par de litronas, me di de alta en una página. Unas cuantas fotos, el número de mi móvil, una descripción sugerente. Discreto, culto, con clase. Complaciente, fogoso, experimentado. Un buen balance entre sexo y cerebro siempre vende. Y si ya dices que eres ‘bisex’, supongo que añades ese punto extra de morbo para ellos y para ellas que otros no pueden ofrecer.

La primera llamada me pilló desprevenido, borracho, con ganas. No había pensado ni las tarifas, la sola idea me resultaba irrisoria. Era una mujer de voz grave, casi ronca. Parecía que había bebido también, no porque sonara imprecisa, era más bien por una alegría, un arrojo que se me antojaban excesivos. En realidad yo estaba bastante peor de lo que ella pudiera estar y mis esfuerzos se concentraron en simular cierta sobriedad. No me dijo nada de ella por teléfono, son las ventajas —supuse— de quien paga. Tan solo me dio su dirección, en la calle Velázquez, y me dijo que el taxi de ida y vuelta también corría por su cuenta.  Respecto a mí, le propuse 100 euros sin especificar nada más y ella aceptó. En cuanto colgó, antes de darme tiempo a pensar nada, corrí a meterme en la ducha. Me vestí con la ropa más “elegante” que tengo, sin pasarme, me miré al espejo y, tras darme un notable alto en apariencia de escort, bajé a la calle a pillar el primer taxi que me encontrara por el camino.

Cuando Soledad (nombre leído en su buzón) me abrió la puerta, leí su vida en su mirada. Mujer profesional en sus cincuenta bien llevados gracias más a su herencia genética que al dinero, divorciada hace años, sin hijos. Seguro que solía hacer esto, sin duda prefería ahorrarse los trámites previos. Soledad es de esas mujeres cómodas en su cuerpo, su casa, su vida, seguras de que en ciertas circunstancias no tendrían por qué pagarse un escort, tal vez no un chico de veintidós como yo (aunque debo confesar que lo habría hecho gratis porque a mí me van este tipo de mujeres) pero sí notablemente más joven. De todos modos todo esto no es más que una impresión; más allá de la cordialidad inicial, esa copa de vino en su salón y algún comentario ligero sobre la poca justicia que me hacían mis fotos en la web, por su parte, o lo seductora que resultaba ella en su madurez, por la mía, pronto me hizo pasar a su dormitorio.

Su piel, como ya intuí al verla, se sentía suave. No haber dado a luz le confería una elasticidad y unas formas infrecuentes en mujeres de su edad. Sin embargo, había detalles (las manos, el cuello o incluso el sabor de su boca) que me hacían sentir un chapero en toda la regla. Ella se aferraba a mi cuerpo con ansia. Me agarraba del culo, de la espalda, de las piernas. Su rostro se contraía en un rictus que tenía tanto de gozo como de desesperación. Sensaciones así eran lo que yo buscaba esa noche por hedonismo, por mera sed de conocimiento, de vértigo. Ella, sin embargo, lo necesitaba. Me había querido pagar por adelantado y, como la mayor parte del tiempo mantenía los ojos cerrados, en un momento determinado extendí la mano, cogí el billete y lo apreté bien fuerte en mi puño hasta correrme.

Luego quise quedarme allí un rato más, pero enseguida sugirió que ya era muy tarde y que si quería me llamaba a un taxi. Dejé que lo hiciera. Mientras telefoneaba sentada en la cama en bata y ropa interior nueva, la observé a la luz de la lámpara de noche y acaricié su cintura. Imaginé que era mi madre, en cierto modo se parecía o al menos creo que se habría parecido si todavía viviera.

Ya en el taxi de vuelta a casa, atravesando amplias calles y avenidas en el tráfico de la madrugada de sábado, me sobrevino el recuerdo de la noche anterior, la del viernes, abrazado al cuerpo de Marta. La había llamado después de dos semanas para decirle que sí. Que se acabó lo de Alberto, los tíos, las terceras personas todo el tiempo. Que estoy seguro de que quiero estar con ella, vivir con ella. Que somos novios.

Que la quiero.

} continuará

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