Por A.C | Ilustración Daniel M. Vega
Quiero mucho a Samuel y a Eva. Saben perfectamente de qué voy, conocen mi vida. Incluso más de una vez hemos quedado con Marta o con cualquier ligue mío de esos que me duran una o dos semanas. Samu es mi mejor amigo, coincidimos en muchos gustos. Casi diría que coincide más conmigo que con Eva. Me parece muy guapo, pero es de esos tíos que no cogerían para modelo porque su belleza es demasiado personal. A ella la conozco desde el colegio, era la típica compañera de clase que te llama la atención pero no te atreves a hablarle. Yo iba con chicos, ella con chicas, éramos demasiado pequeños. Al acabar Primaria, sus padres se mudaron de barrio y ya no volví a saber de ella hasta la uni. Nos reencontramos en primero de Comunicación. Por entonces Eva ya había conocido a Samuel. Él nos llevaba seis años, había hecho también nuestra carrera y ya andaba en Cadena Ser (“Te gustan mayorcitos, como a mí”, le dije a Eva cuando me lo contó). Ahí sigue, de hecho el sábado pasado tuvo que quedarse trabajando en la redacción hasta bastante tarde y llamó para decir que comenzásemos a beber sin él. La idea era empezar la noche en el apartamento al que acaban de mudarse y ahí ya veríamos por dónde salíamos luego.
Siempre han sido una pareja cerrada, así que tirarme a Eva nunca fue una opción. Por eso me extrañó cuando, al acabarnos la segunda litrona, me dijo que hacía una semana se habían animado a hacer su primer trío. Por probar, con un becario del equipo de Samu. Nuevo piso, nueva vida. Yo aluciné, sobre todo porque nunca había imaginado que él fuera bi o algo parecido. Eva sacó el tema sin venir a cuento, clavándome la mirada mientras me decía que les había ido muy bien, que hasta a ella le había puesto un montón que Samu se follara a ese chico. Fue entonces cuando extendió un brazo y me acarició la nuca, el pelo, las orejas. Yo estaba a tope, pero era Eva, la novia de Samu, la niña que me había intimidado en el colegio, y no era capaz de hacer nada. Eso no podía estar ocurriendo. De pronto se quitó las gafas, las dejó ahí mismo en el sofá y se sentó encima de mí estrechando mi cadera entre sus muslos. Me dio por masticar sus pezones bajó el suéter. Eva gritaba, echaba la cabellera hacia atrás y se lanzaba a su vez a morderme el cuello, el pelo, las orejas que antes había acariciado. Nos besamos a lo bestia, nos hicimos sangre, nos la lamimos y seguimos besándonos como si otro planeta fuera a estrellarse contra la Tierra de un instante a otro. Le quité el suéter y recorrí su vientre hasta tironear con los dientes el encaje de sus braguitas. Olía su sexo, tenía vida, palpitaba bajo los vaqueros ajustados. La tiré contra el sofá, le arranqué todo lo que le quedaba y empecé a restregarme contra ella. Sus gafas se quebraron por la mitad y de un manotazo las tiró al suelo. “Uso píldora”, me dijo, y acto seguido me desabrochó la bragueta, me agarró la polla y se la metió en la vagina. Era todo lo que podía desear,pero mientras me volcaba una y otra vez sobre ella me fui alejando de allí y empecé a recordar a ráfagas que de pequeños había soñado con escribirle un poema muy ñoño, pintar su nombre con ceras de colores a la entrada del colegio o acompañarla cada tarde hasta el portal de su casa. Me di cuenta de cuánto me había gustado Eva desde siempre, y allí la tenía en el sofá de su casa abierta de piernas para mí. No sé cuánto tiempo duró, solo me acuerdo de haber escuchado un par de orgasmos que no tenían nada de fingidos. Yo me corrí fuera, sobre su vello púbico. No sé por qué lo hice, ¿por Samu, por miedo a contagiarle algo, porque aquella no era la forma en que debía haber ocurrido todo?
Cuando él llegó, la calma había vuelto por completo al salón. Ahí estábamos escuchando Spotify, relajados, aparentemente todo en su sitio. Preguntó si le habíamos echado de menos. “La verdad es que no”, contestó Eva de broma. “¿Qué habréis hecho, eh?”, dijo Samu en un tono muy parecido. Ella extendió una pierna sobre el sofá y empezó a rozar con su pie mi costado, no sé si por dejar claro precisamente que no había pasado nada o por confirmarle en un lenguaje secreto que sí habíamos tenido sexo. Él se sentó a mi otro lado, me observó, y en su mirada sentí que sabía lo que había ocurrido, que tal vez lo había sabido antes de que ocurriera. Por un momento pareció que iba a decir algo. Sin embargo, se limitó a agacharse para coger del suelo las gafas rotas de Eva y dejarlas sobre la mesa junto a los vasos ya resecos y las litronas vacías. Al final no salimos, tampoco me quedé mucho más. Aún no he vuelto a hablar con ellos. Anoche soñé que me follaba a Samu en ese sofá.
} continuará
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