#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
EL ODIO, ESE ALIMENTO
Callejeras barricadas, escaparates cicatrizados por actos de juvenil vandalismo, policías envueltos en nubes de gases tóxicos, porras y disparos de pelotas de goma arañando una atmósfera sucia de incendio juvenil, golpes, enfrentamientos, odio retroalimentándose en violenta espiral, en ambos bandos. Podríamos estar hablando de cualquier metrópoli europea (y más allá) hoy, en este 2012 que los mayas quisieron iniciático y que la explosión del descontento social convierte, efectivamente, en posibilidades de mundo nuevo (que no Nuevo Mundo). Pero no, hablamos de las imágenes que siguen al inquietante inicio de una película francesa estrenada hace casi una década. Imágenes manchadas del tinte del documental más urbano y aguerrido. Un tipo cae desde el piso cincuenta de un rascacielos. Mientras cae se dice a sí mismo: de momento va bien, de momento va bien, de momento va bien.
Con estas frases, apenas susrradas por una voz en off, da inicio a su rompedor film, La Haine (El Odio), el francés Mathieu Kassovitz. La moraleja es evidente: Lo importante no es la caída, es el aterrizaje. Y el aterrizaje es inevitable, podríamos añadir.
A esta sentenciosa inauguración siguen las imágenes que más arriba explicábamos. Como un bofetón propinado en el perplejo rostro del espectador se presentó esta cinta francesa en el año 1995. No pudo elegir mejor momento el director, al encontrarse por aquellos tiempos la capital francesa inmersa en un violento estallido cuyo foco eran los suburbios parisinos.
Pasado el tiempo, aunque ciertos hechos se silencien, aunque se revistan de tules de fiesta las pequeñas reyertas étnicas, aunque se pretenda esconder el descontento juvenil reinante entre montañas de productos de última generación listos para el consumo, la realidad nos enseña que la película de Kassovitz no es un artefacto de fácil caducidad.
La Haine nos muestra, con un ritmo inmisericorde y magistral, 24 horas en las vidas de 3 jóvenes del extrarradio parisino: un magrebí, un judío y un negro. La mezcolanza de razas generalmente estigmatizadas sólo puede sorprender a los habitantes de las zonas más distinguidas de la gran ciudad. Cualquiera que haya tocado con sus manos la realidad del tejido social de cualquier urbe es consciente de que estas amistades peligrosas se dan con demasiada facilidad. Y, por supuesto, en la realidad, como en la película, dichas fraternidades se entrelazan con los hilos del aburrimiento, la pobreza, el desarraigo y la ausencia de valores y expectativas vitales.
Arden hoy las calles de medio mundo en un incendio de incómodo descontento, anegadas por el pasear pacífico pero enrabietado de miles de jóvenes que se asoman al futuro como quien lo hace desde lo alto de ese edificio de 50 plantas de la moraleja inicial. Entre esos ejércitos pacíficos se desmarca, de tanto en tanto, un brazo armado de adoquines, una mano que sostiene un cóctel molotov dispuesto a tomar vuelo. El odio, amamantado por la decepción y la carencia de expectativas, se retuerce despacio pero firme e inexorable. Y ante tal situación, la sociedad, por norma general cierra los ojos. Igual ocurrió con el film que nos ocupa. Con mayor celeridad que el desasosiego intrínseco de su magistral guión, La Haine pasó a formar parte de ese conducto extraño del que unos se enorgullecen y otros se arrepienten: el cine de culto. Porque cinta de culto es ya entre aquellos a quienes gusta embadurnarse los sentidos de realidad latente, cuando se apagan las luces de la sala y comienza la función, la película.
En la “casi” ópera prima de Kassovitz asiste, el espectador, a la representación cruda, soberbia en su veracidad, de ese odio latente en las periferias de la sociedad del consumo y el bienestar. 24 horas en la vida de estos jóvenes desarraigados, con el hilo conductor del estado de coma en que se encuentra otro joven inmigrante con el que comparten vital infortunio tras haber sufrido una violenta carga policial, son suficientes para que podamos bucear en los motivos y consecuencias de su sentimiento de estar fuera de la sociedad a la que, ineludiblemente, se ven forzados a integrarse. Pero vemos también el odio reflejado en los rostros de los que pretenden amarrar sus violentos instintos: los policías, los acomodados…
Los caracteres de los tres personajes, lejos de ser planos, aparecen delicadamente delineados, de manera que podemos advertir que la rabia, el odio, no ejecutan de igual forma su macábra danza en todos los sentimientos. Cada uno es distinto. Podríamos decir que la amistad que les une se basa más en la cercanía geográfica que en la de sus maneras de sentir. Pero todos responden con desesperanza y vacío ante la carencia de expectativas a que se ven abocados. A pesar de todo esto Kassovitz no toma partido, más bien muestra las vísceras de ese odio que intitula el film como lo haría un médico forense con los restos óseos de un ajusticiado por garrote vil.
No es cómodo el viaje que nos propone Kassovitz con La Haine, pero es ineludible si queremos reflexionar sobre lo fácilmente que se instala la violencia en nuestras vidas. Como muestra poética de los largos tentáculos de ese odio del que venimos hablando podría quedar la memorable escena en que a la olla a presión en que se han convertido, a lo largo de las 24 horas narradas, los sentimientos de los protagonistas, se enfrentan un par de paredes serigrafiadas con las imágenes de Baudelaire y Rimbaud, esos dos grandes poetas franceses con los que, imaginamos, las autoridades parisinas quisieron dar un barniz de sensible cultura a los muros del extrarradio. Olvidaron, quizás, que ambos fueron rapsodas del desencanto y la violencia que este provoca.
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