Por Abel Peña | Ilustraciones Roi Paz
El 2011 fue un mal año para el club de los dictadores. Muamar el Gadafi está muerto. Kim Jong II está muerto. El vacío que dejan en el corazón de sus súbditos, así como en las sillas de la hipotética sala de reuniones de Spectra donde esperaban pacientemente la espectacular entrada del héroe, será difícil de llenar en un mundo en el que el gris sucio hace las veces de negro Kim murió pacíficamente, no como Gadafi. El primero seguirá siendo venerado como un dios. El otro como un villano: un militar mediocre que gobernó un país durante 40 años mediante el terror y la represión, jugó al buen chico con Estados Unidos para romper su aislamiento internacional y que acabó convirtiéndose con el tiempo en una especie de caricatura de sí mismo, un excéntrico que distraía a la opinión pública con sus ocurrencias de los crímenes que cometía y que era muy amigo del rey don Juan Carlos. Las similitudes con nuestra propia y llorada figura dictatorial son evidentes así expresadas, aunque su destino final fuera tan distinto. Quizá si Gadafi hubiera nacido español, le hubiera correspondido un faraónico mausoleo construido por el trabajo forzado de sus opositores en vez de una tumba ignota en el desierto, pero no hay que darle demasiadas vueltas a ese punto.
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