El aspirante, la primera novela del cántabro Santi Mazarrasa y publicada por Ediciones Franz, nos coloca de inmediato bajo un sentimiento claustrofóbico. El texto, de los mejores que se han editado en lo que va de año, busca encerrarnos en la mente del protagonista, Cayo Valerio, hasta agobiarnos. El autor consigue un efecto angustioso sobre el lector gracias al formidable trabajo de prospección psicológica. Al fin y al cabo, la historia de Cayo Valerio, un aspirante a todo y un derrotado completo, es la historia del fracaso, la de un enclaustramiento mental producto de un sociedad exterior, hostil, que se rige por unas normas de las que muchos no querríamos formar parte. Y eso nos convierte, también, a nosotros, en Cayo Valerio.
Estamos ante una novela que se agiganta con cada lectura, porque el lector actúa como un taladro que percute sobre la personalidad de Cayo. Con cada cala aumenta la profundidad del estudio psicológico, se comprende mejor al personaje y las circunstancias que lo llevan a ser Cayo. El texto presenta un ritmo constante, como algo cortante y de golpeo, que se va aproximando a la estética de un exorcismo, de una posesión, de una especie de ritual marcado por el ritmo de las palabras que asfixian al personaje y que visten la novela. Gracias a los epígrafes y las cadencias, el texto se eleva más allá de un mero texto narrativo para transformarse en un vertido psicológico y en una lucha, un tour de force, del protagonista consigo mismo y con sus egos.
Esta batalla entre varios yos trata de la identidad, de la existencia y de la culpa, porque son la culpa y los remordimientos los que atosigan a Cayo, entendidos como una enfermedad o una tara que va íntimamente relacionada y apegada al cuerpo. Cayo bebe, fuma, esnifa, come…, todo lo que penetra en su cuerpo ingresa mediante una acción compulsiva y a veces hasta violenta, y eso nos aproxima al sentimiento de autodestrucción de Cayo, que se equilibra a su vez con imágenes contrarias de expulsión, tales como llorar, recordar, revelarse, experimentar pequeñas e inútiles epifanías, pronunciar palabras y frases pensadas sin un freno, como si fuera un enfermo de un Tourette léxico…
De esta forma, se ha establecido una original correlación de equilibrio entre lengua (aquello que es pensado y pronunciado, e incluso escrito en la página en blanco del ordenador, expulsado) y el estómago como centro de la angustia anatómica de Cayo, lo interiorizado; lengua y estómago, lenguaje y vientre, una relación antagónica, aunque ambas formen parte a la vez del mismo proceso fisiológico digestivo, mental y espiritual.
El lento harakiri de Cayo Valerio
Más que nunca, en el caso de Cayo, lo que es alimento para el cuerpo también lo es para el alma, y no olvidemos que los japoneses —pensemos en aquellos samuráis— se abrían el vientre porque uno de los motivos era que en ese lugar residían el calor y el alma humanos y que, sajándolo, el suicida liberaba su espíritu: en el término harakiri, hara significa a la vez “vientre” y “espíritu”, “coraje” y “determinación”.
Y esa determinación es la que le falta a Cayo. Así, todo el texto es un lento harakiri, un harakiri mental, o si preferimos una expresión menos vulgar, un seppuku mental al que Cayo se ve sometido por el autor. El proceso de desentrañamiento ritual nipón es, en este caso en El aspirante, un proceso de descerebramiento narrativo del personaje. La narrativa en la que se inscribe el suplicio de Cayo es un arma para el evisceramiento mental y el tradicional tantō, un arma corta de filo similar a un puñal, está elaborado de literatura. Cada pensamiento suyo, o cada replica de sus otros yos, es una nueva incisión dolorosa en su cerebro.
Además, mucho de lo que sucede en el apartamento de Cayo puede recordar a la puesta en escena de un suicidio ritual que ocurre con lentitud y parsimonia. Un suicidio mental que se purga como mediante una fuga abierta en su cabeza, por donde gotean los pensamientos del protagonista, una introspección psicológica explicitada en el trabajo de campos semánticos asociados a la deglución, a la invasión del cuerpo por sustancias y líquidos, un descoyuntamiento de las zonas internas de Cayo Valerio que deja al personaje protagonista exhausto; estamos ante en un seppuku diferido.
Todos los Cayos el Cayo
En El aspirante se presenta una batalla entre voces escindidas:
“se veía sentado para siempre sobre las letras C-A-Y-O. Cuatro sillones, para Cayo, el Suplente, el fantasma de la ópera y el de su cabeza”.
De ahí la personalidad esquizofrénica del personaje, en gran parte producto de las drogas, pero también por el aislamiento, tanto físico como social, al no tener acceso a un trabajo que lo distancie del hombre-masa orteguiano.
Así, un aspecto positivo, no ser uno de los integrantes de la masa, no ser hombre-masa, no pertenecer a ese grupo de vecinos o de paseantes a los que se refiere Cayo (su novia es una mujer-masa, perfectamente integrada en el sistema, con un trabajo), es lo que angustia al personaje. Es una individualidad no aceptada por el grupo, algo que puede ser una virtud, pero Cayo desea con todas sus fuerzas integrarse, pero no puede; de ahí que baje al portal y sea incapaz de salir a la calle, y se dé la vuelta para regresar a su apartamento-refugio, a su cueva, en donde se cobija la alimaña social: incorporarse a la calle sería un proceso de masificación, es decir, de animalización, y prefiere preservar su individualidad entre cuatro paredes, aunque eso lo convierta en un ente nocivo para la sociedad.
Ese proceso de individualización que lo estigmatiza como un parásito social ante la masa, curiosamente, lo hace más humano entre las paredes de su apartamento. Tan hostigado se ve Cayo por ese medio exterior que le hace sentir como un ser repulsivo, incapaz de vivir su normalidad, que solo unas migajas de humanidad le permiten continuar resistiendo. Esa humanidad se la proporcionaba su novia, esa que se ha marchado del lado de Cayo.
Cayo Valerio, humano, parásito e insecto, forma parte del arquetipo de la novela de mitad del siglo XX y principios del XXI, es el hombre desarraigado por el extravío de la identidad. Así que llegamos a uno de los meollos de El aspirante: la cuestión de la identidad. Por ese motivo la novela se titula así, El aspirante, porque Cayo aspira a ser muchas cosas, a interpretar una serie de roles aceptados por la sociedad, pero fracasa en todos ellos. Cayo, eterno aspirante a humano convencional, eterno derrotado en su guarida.
En ese proceso de identificación fallida, Cayo va adoptando una serie de sobrenombres atribuidos por el narrador, y a veces por él mismo: el Humilde, Filósofo, el Amado, Profesor…, y otra serie de adjetivos, muchos de ellos hirientes —Cayo Ágora o Cayo Reunited, junto a otros humillantes—, con los que denota el proceso inhumano que desemboca en el desarraigo. Todos estos nombres van en consonancia con esa necesidad de ser nombrado por otros para poder vivir, como cuando Adán en el Paraíso mencionaba lo que le rodeaba, y al ponerles un nombre a las cosas, animales y plantas, así, ya existían. De hecho, Cayo necesita ser nombrado, pronunciado por los labios de su novia para sentirse querido; porque sentirse querido es sentirse vivo, es decir, significa existir:
“Aspira, también, a escuchar el nombre que no tiene de labios de una mujer”.
Y ella se ha marchado.
Cayo vulnerable, indefenso y extraviado: el concepto de identidad extraviada conlleva el desarraigo. Es característico de lo que fue la novela posmoderna, y lo sigue siendo ahora, en la novelística de la posverdad. El aspirante es una novela de la posverdad, por ese motivo, va desarrollando todos los elementos de la crisis de identidad a los que se ha ido refiriendo la narrativa en los dos últimos siglos.
La novela es un demoledor análisis del mundo actual de la posverdad, de las tecnologías obsolescentes y de la distopía ultra tecnológica que no es tal:
“Si fuera un tipo serio tendría un teléfono que es, en realidad, el límite a partir del cual uno empieza a ser algo. Antes de un teléfono no hay nada. A partir del teléfono empieza todo lo demás”.
La identidad de hoy es una personalidad de cadmio y litio. Y Cayo no se define como escritor, se considera de la siguiente manera: “porque él no es un escritor, es un parado y un agujero”. Así que a Cayo, ante el deterioro de la propia identidad, le nace una necesidad que es realmente una enfermedad: escribir. Y Cayo se convierte en el peor adjetivo con el que se menciona en la novela, pero también el más exacto para definirlo: es un síntoma. Un síntoma de todo lo referido anteriormente: gran acierto narrativo.
Si os interesa ampliar la idea de la distopía ultra tecnológica y la mentira de la obsolescencia programa que va íntimamente ligada a esa distopia, podéis leer este enlace (y los enlaces que aparecen dentro del texto) en donde os hablo de un libro que trata del tema con lucidez y amplitud: Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla, de Francisco Martorell Campos y publicado por La Caja Books.
El termino doppelgänger significa el que camina al lado y se emplea para el doble de una persona, en referencia al llamado gemelo malvado y al fenómeno cuántico de la bilocación. Cayo experimenta esta bilocación con el Suplente, que se le aparece para martirizarlo con sus observaciones hirientes. Este alter ego es un doppelgänger de Cayo que, por momentos, experimenta el proceso cuántico de la bilocación al encontrarse durante la narración en dos lugares a la vez: escribe mientras lo contempla el Suplente por encima de su hombro o sentado en una silla. El Suplente, es decir, una voz nueva, voz usurpadora de la voz auténtica, ha invadido el espacio del protagonista y es producto de un proceso de bilocación.
Este recurso de otro yo que contempla al escritor por encima de su hombro mientras escribe pone en relación directa a esa entidad con el propio lector, y es una imagen muy común como recurso en la obra del rumano Mircea Cărtărescu. De esta forma se nos anuncia la llegada de Suplente:
“Suplente, esa voz que dice que escribe por él, o que le escribe. Hace tiempo que camina con él, pero Cayo no tiene ni idea de cuánto. Suplente llamó al timbre de su antigua casa:
–Hola, vengo a quedarme. A partir de ahora, seré tu sombra y, a veces, tus ojos. En la mayoría de los casos seré el que no avisa, un golpe seco, o tu destino, un error fatal”.
Cayo arquetipo
Cayo es el arquetipo de una generación de fracasados, sin infancia, de una juventud que les llegó demasiado tarde, desubicados, en paro, derrotados. La generación que ha perdido su tren o su carro del progreso. Una nueva generación perdida entendida en la peor de las acepciones del término, nada literario, desde luego. Cayo es un “FUTURO SIN TECHO”. Todos los escritores, hoy en día, somos futuros sin techos.
Así que en Cayo encontramos a un antihéroe que toma relieve al narrarnos que, además, es un héroe del paro. Busca la verdad que se alberga en la literatura, la verdad literaria de su propia situación:
“El héroe se baja rápido del pedestal al que le había aupado la cafeína. Y claro, ahora cae y piensa que está enfermo o que carece de existencia, cree ser menos que un respiro. En el caso de que así fuera y no sea más que la sombra de un cuerpo en el que habita, un reflejo que contempla la escena desarrollarse y las vidas deshacerse, deberá, por lo menos, dejar huellas legibles, grabadas en dispositivos y destinadas al abismo digital donde van a caer las palabras de los demás. Cayo aspira a ser letra porque la letra no se mueve, dice”.
Y una afirmación que me resulta decisiva para definirnos a muchos actualmente y también como forma de calificar el futuro amargo que nos espera: “La vida de Cayo no puede medirse en sus años cotizados”. Cayo “busca trabajo como piensa, a trompicones, a saltos”, que es la manera en que también escribe.
Cayo es una conciencia colectiva, un arquetipo, es lo único en lo que, literariamente, se ha convertido:
“que todo hijo de vecino fuera, por similitud, un potencial Cayo abochornado”.
La dicotomía entre Cayo escritor y Cayo personaje deriva hacia un principio autoficcional: “Cayo escribe y se deja escribir”, y añado: con todo lo de malo que tiene eso de dejarse escribir… Porque Cayo:
“ahora que lo piensa, cree que no tener nada que decir es una de las cosas que a la larga puede hundirlo en la desesperación, por eso escribe pero también se deja escribir”. Estamos, de nuevo, ante ese Cayo que de no escribir hace su escritura. Y nos dice que escribiría todo el día, pero para escribir hay que tener algo que decir. Esta es la primera ley de la escritura: tener algo que contar.
La metafísica de Cayo se ve reemplazada por la metaliteratura. La novela ha ganado en complejidad, riquísima. Así, se convierte en autorreferencial cuando se alude a la estructura de la propia obra que estamos leyendo:
“Así es imposible llegar a ningún lado: a base de astillas, de fracciones, de retazos, ni se piensa ni se escribe ni se logra nada. En el fondo, si es que hay uno, Cayo Valerio es un impostor, una broma pesada, como tener que ver siempre a otro en el reflejo”.
A base de retazos de su vertido de pensamientos se está escribiendo El aspirante ante los ojos del lector, y ese mecanismo narrativo es de los muchos recursos que hacen de esta obra una novela tan atractiva. Es una novela generativa, en tanto en cuanto se crea a sí misma mientras la leemos, y se cita a sí misma, se reafirma en frases:
“Como no sabe por dónde seguir, abre su cuaderno y escribe la frase «abre su cuaderno».
Y aquí aparece la vida del escritor y del ser que es escrito:
“La vida de Cayo es una barra parpadeante en un procesador de texto: una incógnita, una frontera inexpugnable, una duda permanente, un futuro vacío”.
Cayo en el pozo
Esto desencadena, finalmente, el ambiente claustrofóbico en el que se mueve el personaje, relacionado con la figura de estar sumido en un pozo (algo que se mezclará con un recuerdo de la infancia de Cayo sobre haber caído realmente en ese pozo, de lo que se resiste a hablar). Una angustia o “soledad vecinal”, la que experimenta y que une íntimamente El aspirante con la novela El pozo (Debolsillo, 2007) del uruguayo Juan Carlos Onetti. La caída de Cayo en el pozo viene cargada de un simbolismo radical: se trata de un pozo real y del pozo en vida. De pequeño, sacaron a Cayito del pozo real, pero jamás han podido extraerlo del existencial.
Desde el principio, esa “soledad vecinal” de Cayo me ha recordado a Eladio Linacero, el protagonista de la novela de Onetti. La novela de Onetti es un texto opresivo y claustrofóbico sobre la desesperación, la incomprensión y la soledad, que aparece comprimido, inscrito entre sus párrafos iniciales y finales como si estuviera embutido entre paréntesis, ceñido por un corsé tremendamente efectivo y funcional. El comienzo y el final poseen una función primordial en el desarrollo de la trama: el primero crea un ambiente agobiante e introduce en la narración, predispone al lector, mientras el segundo, el final, deja discurrir el texto hacia una profundidad desolada, oscura e insondable como la boca de un pozo. He hablado de El pozo… pero también a la vez, de El aspirante.
De igual forma que En el pozo, ocurre en El aspirante: la frase que encabeza el texto, esa demoledora:
Cayo es la puerta que se abre
Cayo es la puerta que dice «Cayo Valerio»,
son el principio del paréntesis en donde se encierra un día en la vida de Cayo Valerio, como ya titulaba el ruso Aleksandr Solzhenitsyn su novela Un día en la vida de Iván Denísovich (Tusquets, 2008). Si en la novela del ruso se nos habla de un día vivido por un preso en un campo del GULAG estalinista, con sus divisiones y subdivisiones en mañana, tarde y noche, con las paradas para desayunar, comer y cenar, el ritmo del tiempo vivido por Cayo se rige por este cronotopo carcelario que también, atendiendo a sus posibles problemas psiquiátricos y de salud, podemos definirlo como tiempo hospitalario.
Estos tiempos vienen marcados por rutinas. En el caso de Cayo, la frecuencia con la que bebe vasos de agua o se mete rayas de coca es similar a las horas pautadas de medicación en el tiempo hospitalario, o el régimen de trabajo y descansos en el estado temporal carcelario (sin olvidar que Cayo puede encontrarse en una vivienda que se asemeja a la celda de un hospital mental o a una cárcel de la que, físicamente, es incapaz de salir). Por ello, el tratamiento del tiempo es significativo y crucial en la novela, y otro de sus grandes aciertos. Echemos un vistazo al cronotopo del texto:
El esquema de la estructura narrativa viene marcado por acontecimientos temporales de rituales fijos: Mañana, Mediodía, Tarde, Noche, y La mañana después de la noche. Un cronotopo que, por otra parte, es minimalista: un solo día. Las variaciones de los epígrafes, algunos que parecen aforismos en su lograda brevedad, consiguen una novela extraordinariamente elástica, ágil, que compensa el ambiente oscuro, opaco, del sufrimiento torturado del protagonista, y lo hacen completamente digerible para el lector. Hay ingenio en las figuras, en los juegos de palabras, en los títulos de los epígrafes, y eso permite que el lector no se ahogue en la profundidad de tanto dolor presentado mediante imágenes impactantes y, generalmente, asociadas a un daño infligido en lo anatómico o en lo mental sobre Cayo Valerio.
Dentro de ese juego tienen una gran importancia las obsesiones del protagonista, que muestra sus pensamientos a golpe de ciertas repeticiones, en particular una formulación que cala hondo en el lector: “el alcance demográfico de sus problemas”, y que funciona como un leitmotiv muy al estilo narrativo-obsesivo del austriaco Thomas Bernhard. De hecho, si la narración fuera toda un bloque, un vertido de pensamientos sin estructura gramatical, sin puntos o solo con comas, sería como un enorme pensamiento de esos que se nos presentan en los soliloquios bernhardianos. En cierto modo, estamos ante una especie de novela-monólogo encubierta.
Las repeticiones maquinales y con cierto tinte sociópata de Linacero en El pozo, ese “no tengo tabaco, no tengo tabaco”, nos recuerdan a “el alcance demográfico de sus problemas” de Cayo, y terminan por introducir al lector en la mente obsesiva del protagonista. Así que lector es un voyeur de las ideas de Cayo, lo contempla tras las cortinas de la lectura como un vecino más. El lector es el vecino de Cayo, de ahí el gran acierto de Ediciones Franz a la hora de elegir la imagen de la portada, en completa consonancia con la amenaza vecinal y la “soledad vecinal” a la que me refería antes.
Además, la relación del protagonista con los vecinos, y con dos con los que se identifica, es muy de Onetti y también del Meursault de Camus en El extranjero (Alianza, 2012). No cabe duda, Cayo es de Linacero o de la estirpe de Meursault cuando, en un momento dado, se pregunta: “¿o el extranjero era él?”. Y así, se desliza hacia el meursaulato camusiano. Porque Cayo:
“En el fondo –escribe para consolarse, o para consolar a su vecino el enfermo y a su vecino el bebedor– en todos los patios, entre los vecinos, los paseantes y sus arquetipos, van a darse los mismos problemas, aunque los fantasmas vistan con disfraces y los miedos se nombren diferente”.
Este párrafo es clave. Identifica lo que entiende Cayo por literatura: todos escribimos para consolarnos y consolar a otros que son como nosotros, es la principal función de la literatura, pero no está de más recordarlo y tenerlo claro.
Cayo Valerio como Cayo Valerio
Quiero dedicar un momento al nombre del personaje y a la carga que sostiene ese Cayo Valerio. Es imposible no asimilarlo a un cónsul de la antigua Roma, a un personaje político, a un César también. Sin embargo “Cayo no cree que tenga ninguna importancia llamarse Cayo Valerio”, pero sí que la tiene, desde luego. Y la tiene porque el Cayo Valerio más importante no es un político ni un poderoso. Me refiero a Cayo Valerio Catulo. El gran Catulo. El poeta de aquel marmóreo “Odio et amo”, inicio del Poema 85 (Poesías, Cátedra, 2006) que representa esas dos características que se albergan en el Cayo personaje de la novela, capaz de amar y de odiar, porque es humano y ambos sentimientos son consustanciales al hombre.
Este nombre de Cayo Valerio también puede llevarnos a reflexionar sobre una figura histórica romana que se hizo célebre con sus meditaciones, muy al estilo de las reflexiones que encontramos en el vertido psicológico del protagonista de la novela. Me refiero a Marco Aurelio (Meditaciones, Cátedra, 2005); siempre he pensado que es muy sencillo reflexionar sobre la humildad, la condición humana, y asuntos profundos y variados, desde el cómodo asiento de Emperador romano. Por ello, las reflexiones de Cayo Valerio, que vienen formuladas desde la soledad y la angustia, viajan cargadas de un valor añadido: no es lo mismo cavilar desde la comodidad que desde la incomodidad.
Estamos ante una obra unitaria, generativa, es decir, que se alimenta a medida que avanza, una narración potentísima que ya es una de las grandes novelas del año, una de esas sorpresas a las que tan poco acostumbrados nos tiene el panorama literario actual: felicito desde aquí al autor por escribir una primera novela tan buena, a Ediciones Franz por tener el olfato para publicarla e, incluso, al propio Cayo Valerio: se lo merecen.
Gran estudio del libro, que me ha ayudado en comprenderlo mejor, despues de su lectura.
Me alegra haber percibido en el texto algunas de las ideas que aqui se exponen. Creo que abre un modo literario que continuará y reflejará la forma de vida y sus consecuencias en este siglo XXI.