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Por Marcos Rodríguez Velo

Sébastien Tellier siempre ha tenido entre sus características una irreprimible y casi maníaca pasión por la música de película, que, en la enrevesada mente del compositor francés, se convierte en una excesiva y desmedida (siempre con un componente pop) pasión por lo exuberante, lo magnífico, por lo épico. El año pasado publicaba My God Is Blue, en donde el misticismo y lo visionario eran parte integrante del proceso creativo del histriónico cantautor, que se decantaba en su sonido por soluciones pop, sexy folk y electro funk. Sin embargo para este Confection parece echar su mirada más hacia atrás, a Politics o L’incroyable vérité, sus primeros trabajos, donde Sébastien jugaba a ser el Burt Bacharach de esta generación.

Concebido como banda sonora de una película, Confection es una verdadera suite dividida en catorce canciones, unidas (como suele ocurrir cuando se trata de Tellier) por un hilo conductor: el amor, la sensualidad y la sexualidad. Empezar con la muy Nouvelle Vague Adieu es una declaración de intenciones de que ésta es una obra al estilo francés, como diciendo: el camino del hombre recto está rodeado por todos lados de un melancólico sueño eterno, que se mezcla con las partituras de este intrépido experimento. La producción está a la altura del proyecto: Tony Allen a la batería, Robin Coudert (colaborador de Phoenix) a los teclados y Emmanuel D’Orlando como encargado de los complejos arreglos de cuerda. Unas cuerdas que, como siempre que se habla de bandas sonoras, desempeñan un papel decisivo en la apariencia final del conjunto. No es de extrañar que Sébastien haya decidido presentar por primera vez el disco en un espectáculo con orquesta en París.

La naturaleza de obra conjunta hace difícil escoger alguna canción suelta como representativa de este nostálgico atardecer orquestal. El disco es como una epifanía que no necesita palabras para expresarse. Todas las canciones, excepto L’amour naissant, son instrumentales y si, por una parte (Adieu, Adieu mes amours, Coco, Coco et le labyrinthe) se acercan a una experiencia similar al Ennio Morricone de Érase una vez en América, por la otra (Hypnose, Delta romantica, Curiosa) se aprecia un acercamiento a los terrenos de otro grande de las bandas sonoras, Angelo Badalamenti. El tríptico de L’amour naissant es el equilibrio perfecto de estas dos corrientes. Waltz, sin embargo, parece fuera de lugar, diseñado quizás para una escena particularmente alegre de la película, con un sonido que recuerda vagamente a las sensaciones que transmiten algunas piezas de Danny Elfman, que tiene en su haber también unas cuantas canciones de atmósfera soñadora y melancólica; basta recordar trabajos como Big Fish, El indomable Will Hunting o Restless.

El riesgo del hastío está siempre a la vuelta de la esquina. Confection puede suscitar en algunos oyentes sensaciones reveladoras, fuertes sentimientos, lágrimas, estupor, pero puede, con la misma sencillez, molestar y poner nerviosos a todos los demás. El motivo hay que buscarlo en la propia figura de Tellier, siempre dado a preferir lo pomposo, lo barroco, lo altisonante, el exceso, lo neoclásico. Desde luego es una opción legítima, y va siempre asociada al tipo de experimentos que gustan al cantautor, incluso en sus obras más controvertidas. Lo que se nos revela es una personalidad multifacética, con ganas de recorrer todos los caminos que se ponen a su disposición. Y lo hace con una estampita de Gainsbourg a su lado y con un poco de la incoherencia que se le presupone a la música pop. Mejor así.

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