#Cine en Achtung! | Por Pablo Cerezal
“Desde que tuve uso de razón siempre quise ser un gángster”.
Pocas veces en la historia del cine una voz en off ha iniciado una película sentando tan claramente las bases de la misma y, de paso, de toda una realidad social que, nos guste o no, somos incapaces de ignorar. La existencia de la mafia, de los criminales reunidos bajo el frágil caparazón de las reglas no escritas, de los vínculos fraternales de familias que nacen en torno a la genética del origen…La Familia.
La Familia existe aún hoy, y no sólo en las pantallas de cine. Está instalada en nuestras viviendas vía televisión, por ejemplo. Encendemos la tele y asistimos estupefactos a la máxima eterna de La Familia: unos pocos han de vivir a cuerpo de rey a costa de una grandiosa masa de fracasados. Es la ley del mercado, y Ray Liotta, lo dejó claro en esa frase iniciática de Uno de los nuestros, evidenciando el insano interés humano por la buena vida a costa de lo que sea, incluida la ruin falta de escrúpulos, la brusca ausencia de moralidades más allá de las supersticiones religiosas propias de todo aquel que desea impactar al resto con un aura de intachabilidad social.
Martin Scorsese consiguió, con estre tremebundo filme, instalar en nuestro imaginario los códigos secretos de aquellos que se lucran a costa del sufrimiento ajeno. Y consiguió que reconociese, el espectador, su meridiana identificación con los violentos parámetros del ser humano en su lucha por alcanzar la opulenta estabilidad. Más de uno encuentra aún en las trepidantes imágenes de esta fábula salvaje, patrones que copiar, normas que seguir. Y para conseguir esto, más que lo que narra el director, nos interesa cómo lo hace.
Voces en off erigiéndose en principales personajes, superposición de escenas de crimen y delación a chistes baratos de cabaret, hibernación de la imagen en el momento cumbre de la brutalidad para mayor regodeo en la violencia, dilatados y trepidantes travelling explicativos de los vericuetos del crimen, preponderancia de la banda sonora como anticipación de los sentimientos…
Más de uno ha tachado al inmortal director de engañoso y fraudulento por el subjetivo tratamiento que impone a sus imágenes, incluidos los miembros de la Academia hollywoodiense pero, por contra, pensamos que la manera en que Scorsese traza sus relatos es la idónea para mejor inmiscuirnos en las vidas que relata.
Y por encima de todo, la sabia dirección de actores que, en Uno de los nuestros, alcanza una de las cumbres del cine moderno. Incomparable Robert de Niro en su brutal despliegue de miradas y gestos, maravilloso Paul Sorvino en su economía de expresión, grandioso Joe Pesci erigiéndose en prototipo del bonachón salvaje y sin escrúpulos, incomparable Lorraine Bracco en su papel de esposa embadurnada por los sucios negocios de su marido, perfecto Ray Liotta llevando al límite la expresión de la desesperación en la que se ha convertido en la mejor actuación de su carrera.
Película de actores, pues, que interpretan como miembros de una sinpar familia, pero película también de narración que no deja resquicio de respiro al espectador, espídica sucesión de imágenes que nos sumergen en los bajos fondos de la sociedad del crimen, esos que se suceden a la vista de todos pero que todos deciden ignorar.
La historia que nos narra este modélico filme puede parecer una de tantas de entre las que poblaron las pantallas de cine en la década de los 80 del pasado siglo. Historias de mafiosos violentos, leyendas de criminales sin escrúpulos. Pero en este caso podemos afirmar que nos deleitamos con una excelente radiografía de los mecanismos internos que utilizaban las familias italoamericanas de criminales que establecían en las calles de Nueva York su propio orden. A través de la historia de un joven que sueña con un mundo de lujo y renombre en el que el esfuerzo físico ha quedado definitivamente desterrado, Scorsese nos va narrando los códigos secretos de toda familia del hampa, sus motivaciones e inquietudes, sus violentos modos de actuación. Y lo hace sin permitirnos un respiro, sin un ápice de oxígeno a nuestro alrededor para mejor imbuirnos de la atmósfera asfixiante que marcan las leyes no escritas del crimen organizado. Es por ello que acabamos identificándonos con todos y cada uno de los matones y dejándoles entrar en nuestras vidas como si formasen parte de la familia. Al fin y al cabo eso representan: La Familia. Y al fin y al cabo todos pertenecemos, de una forma u otra, a una familia sostenida por feroces reglas de obligado cumplimiento, ya sea una confesión religiosa, un partido político, una identidad nacional o, simplemente, un conjunto de vínculos de sangre. La única diferencia entre nosotros y los personajes de la pantalla es que ellos tienen claro su afán de pertenencia a La Familia, mientras que el resto nos amparamos en las máximas de lo políticamente correcto y pretendemos guiarnos por una moralidad intachable.
Un sólo y memorable ejemplo: la anciana y entrañable madre del personaje interpretado por Joe Pesci le pregunta a éste cuándo se buscará una chica, y él le responde “me busco una cada noche, mamá” con una sinceridad que deja fuera de toda duda el hecho de que considera su búsqueda urgente de sexo fácil la mejor manera de poder encontrar a la esposa apropiada, en vez de un feroz deambular por los vericuetos del desenfreno.
Recomendable acudir una y otra vez a este glorioso filme para disfrutar de una manera de hacer cine que, desgraciadamente va quedando desvirtuada por los huecos alardes técnologicos de la actualidad, para disfrutar de una narración que debería figurar con letras de oro en cualquier tratado sobre el séptimo arte, y para comprender y asumir que todos hemos soñado alguna vez eso que tanto afirmamos repudiar: ser de La Familia.
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