Sonoma de Marcos Morau / La Veronal, llegó al Teatro Central de Sevilla. Un espectáculo monumental, que derrochó belleza y una creatividad infinita, a la hora de escenificar la hermandad universal entre mujeres.
A las Mujeres se les ha adjudicado el rol de ser la alteridad, quien ha de estar al servicio del mundo masculino como complemento y apoyo (en lo que se refiere en la repartición de tareas), y así, lo que se ha catalogado como importante se pueda materializar, sin que digamos, pequeñas mundanidades nos distraigan. No obstante, cuando esta mujer está a solas o entre semejantes, la solemnidad aumenta, porque nos encontramos ante personas que no han sido tratadas como seres humanos con inquietudes intelectuales y espirituales. Lo que las aboca a estar en medio de la tensión de tener deseos y necesidades propios de cada ser humano, pero que son abordados bajo la lógica masculina. O dicho de otra manera: a ellas no se les dio un lugar en el espacio de lo público como iguales, entonces ¿La solución es que elaboren entre ellas su propio lenguaje, para que se relacionen con el mundo, sin que la carga del patriarcado les pese: un refundar su punto de vista? O quizás ¿Sería mejor que el lenguaje vaya evolucionando hasta que todas las perspectivas queden representadas?
Pero ¿Cómo se va a desarrollar otro lenguaje, en un mundo donde solo tiene cabida una única gramática y sintaxis? El caso es que la experiencia ha demostrado que no se ha contado con ellas, y otras tantas personas. Así, ellas terminan reuniéndose en los espacios que se les ha asignado como propios de sus tareas diarias, como puede ser el lavadero central de los pueblos (a lo cual se aludió en esta pieza, de una forma extraoordianria). A continuación hablan entre ellas, se dan cuenta que les pasan cosas similares, tienen pensamientos condicionados por el terreno que se les ha asignado, por el mero hecho de que son tratadas como mujeres.
De aquí no se genera, necesariamente, un pensamiento único, más bien una conciencia de clase, esto es: ya la filósofa Monique Wittig asociaba la condición de la mujer, con una relación de clase oprimida. Ello lo podemos ver evidenciado en estas citas que he extraído de Pensamiento heterosexual y otros ensayos: “Cuando se admite la opresión, se necesita saber y experimentar el hecho de que una puede constituirse en sujeto (como lo contrario a un objeto de opresión), que una puede convertirse en alguien a pesar de la opresión, que una tiene su propia identidad. No hay lucha posible para alguien privado de una identidad; carece de una motivación interna para luchar, porque, aunque yo sólo puedo luchar con otros, primero lucho para mí misma”…“La categorías de sexo es la categoría política que funda la sociedad en tanto que heterosexual. En este sentido, no se trata de una cuestión de ser, sino de relaciones (ya que las mujeres y los hombres son el resultado de relaciones). Aunque los dos aspectos siempre se confundan cuando se analizan. La categoría de sexo es la categoría que establece como “natural” la relación que está en la base de la sociedad (heterosexual), y a través de ella la mitad de la población –las mujeres- es “heterosexualizada”.
He allí que conviene hacer un ejercicio de resignificación a la hora de entender, a qué nos referimos cuando hablamos de las mujeres, para ampliar y enriquecer la idea de ser humano. Pero estas cosas ya están en cada integrante de nuestra sociedad, tan sólo hay que hacerlas practicables para demostrar que son posibles.
Basta recurrir a las imágenes rurales de los cuadros del pintor Jean François Millet, para encontrarnos mujeres ensimismadas, entregadas a sus tareas. Y que en sus momentos de descanso o de meditación, reconectan con su condición humana, más que con el de la idea de mujer. En estos cuadros, se les ve trabajando como una más, no como seres “heterosexualizados”; sin embargo, ello pasa desapercibido, no es visibilizado.
No es de extrañar, que cuando se reúnen bajo la luz de la luna (recordad lo que nos decía la sinopsis de esta pieza: “Sonoma significa ‘valle de la Luna’, en lengua indígena. Según el mito, la Luna viene a acurrucarse en sus llanuras cada noche”), relacionándose entre sí en un espacio que les permite re-humanizarse, dignificar sus prácticas y pensamientos (aunque mucho de ellos puedan coincidir con los masculinos). Por ello la Veronal acudió imágenes icónicas de la vida humana, sea a través de hacer alusión a la historia del arte (por ejemplo: hubo una reproducción del descendimiento de Roger Van der Weyden, aunque poniendo a una mujer en el lugar de Cristo, para recodificar la idea de que éste es el Dios de toda la humanidad, no el de los varones, al que la mujeres han de rendir cuentas), o cosas de nuestro imaginario del mundo tradicional, como aludir a la imagen de las plañideras. En fin, esta pieza reconstituye cosas que tienen un significado muy asentado, para actualizar y ennoblecer la idea que tenemos de la mujer tradicional.
Lo digo, porque muchas veces se tiene la imagen de que las mujeres de esos espacios rurales que ostentan modelos de vida tradicionales, no son personas que reclamaban y demostraban su valía. Porque nos ha llegado la idea de seres abnegados y entregados a las tareas del hogar, y del cuidado de los hijos. Si es que esta pieza, con su estética tan contemporánea nos está diciendo, implícitamente, que estas reivindicaciones no sólo son propias de los feminismos del siglo XX-XXI, o de las que luchaban por una igualdad de derechos civiles desde la Revolución francesa, recorriendo el siglo XIX. A donde quiero llegar, es que Sonoma tiene un mensaje universal, no algo dedicado para una élite intelectual, o para aquellas personas que dedican parte de su empresa a hacer activismo por los derechos humanos.
En lo que se refiere a la puesta en escena de Sonoma de Marcos Morau/La Veronal, cabe decir: que estamos hablando de una súper producción, que poco tiene que envidiar a grandes compañías de danza contemporánea o de danza-teatro emplazadas en el centro de Europa. Con un atrezzo y una iluminación, que hacían que todo lo que sucediese en escena fuera sobrenatural, como un acontecimiento que iba a marcar un antes y después en la vida de quienes lo protagonizaban, y nosotros los espectadores, teníamos el privilegio de ser testigos.
La precisión en la ejecución de los movimientos de las intérpretes, se confabulaba con el dominio obsesivo del pulso de la música: fue espectacular como han demostrado, lo lejos que se puede llegar. No obstante, eso no era más que un recurso para cargar de consistencia todas las dinámicas grupales entre las intérpretes, que se iban sucediéndose frenéticamente. No había tiempo para el descanso, apenas había transiciones claramente marcadas: todo fluía como un río que se le aumentaba el caudal en tiempos de deshielo.
Es que les estoy hablando de una pieza que escenificaba una catarsis colectiva, en cada una de sus escenas. Se remitía a un aquelarre, a un homenaje a las mujeres descendientes, etc.., todo iba entorno a acelerar el proceso de maduración de la idea que tenemos de mujer, para que de allí brote el germen de un ser un humano más autónomo, y perteneciente a una comunidad más igualitaria.