En la pieza Story, story, die se plantea con un tono travieso y ácido, los desbocados niveles a los que hemos llegado con la búsqueda de la aprobación de las demás personas. Quizás más de uno afirme que esta edad digital en la que estamos (en la que imperan las redes sociales y cosas demás por el estilo), ha acentuado la situación a tales grados, que muchos de nuestros comportamientos muestran síntomas de haber desarrollado algún tipo de trastorno psicológico. Lejos de descartar del todo dicha premisa, prefiero decantarme por decir que lo que han hechos dichos medios digitales es detonar cosas que de un modo u otro, ya residían en nuestras formas de relacionarnos con los que nos rodean y nosotros mismos.
La cosa está tan generalizada que quien no «entre en el juego», es perfilado por sus mayores promotores como si no existiese, y en el peor de los casos, como si fuese una persona abocada a la insignificancia social y profesional. Lo que me deriva a sacar a colación eso que suele de llamar la “marca personal”, en la que en resumidas cuentas, nos exponemos como si fuésemos un producto en un mercado súper competitivo por ganar visibilidad y popularidad ante tantos individuos que parece que ser percibidos como seres humanos, necesariamente, pasa por hacer propios estos comportamientos. Casi ni se cuestiona de que si no se hace esto o lo otro (que por otra parte, todos estos comportamientos cada vez se ha democratizado en todos ámbitos, restringiendo el margen de desmarcarse a la hora de reproducirlos con mayor o menor militancia), es que eres una especie de testarudo que no se adapta a “lo que se lleva”, o peor, si uno no se suma es porque no se ha aceptado las condiciones materiales en las que se operan.
Un de las cosas más inquietantes de todo esto, es que se le presenta al individuo como un medio para exhibir lo que uno ofrece con su toque personal, dándonos una falsa sensación de que estaríamos desenvolviendo en un espacio en el que podríamos desarrollar nuestra creatividad y personalidad con libertad. Piénsese, en la de prestaciones de las que uno dispone, “gratuitamente”, en las redes sociales, apps de citas, etc.…, transmitiendo el mensaje tácitamente, de que aquél que no le saque partido es una persona que como poco, está desaprovechando los recursos de los cuales dispone. Detrás de este discurso y prácticas, existe la perversa intención de homogeneizarnos en tanto y cuanto, que en el camino se van configurando una serie de códigos que constituyen un lenguaje que se ha hecho universal (entre otras cosas, por lo que se suele llamar globalización), en el que cualquier minoría objetiva, es integrada como algo “folklórico”, o proveniente de alguien que se dirige a un público “marginal”.
Por si hay alguna duda, todo lo que he aproximado en este texto ya se ha dicho de numerosas maneras, y en años en los que de ningún modo había forma de pronosticar el punto en el que estamos en la actualidad (basta acercarse a autores como Theodor Adorno, Erich Fromm o Zygmunt Bauman, para ir ensamblando abordajes como este). A dónde quiero llegar, es que muchas veces necesitamos que las cosas se nos expliquen desde formatos en los que estamos más familiarizados, con la finalidad de que ciertos mensajes nos lleguen de la manera más efectiva. He allí que celebre que piezas como Story, story, die, estén circulando por diversos teatros a nivel internacional, ya que al impartirse estos y más contenidos a través de una serie de intérpretes que encarnan de un modo extra cotidiano, considero que es más fácil que el nicho de potenciales receptores aumente. O dicho de otra manera: por más que parezca que la danza y el teatro contemporáneo sean del interés de un público reducido, el caso es que si profesionales como Alan Lucien Øyen los tratan en sus trabajos, entonces sus espectadores estarán más predispuestos a afrontar este tipo de contenidos.
Desde luego el juego de imágenes y de construir las dramaturgias de las artes escénicas contemporáneas, facilitan e incluso acentúan, la transmisión de este tipo de contenidos. Mediante el ejercicio de la mímesis que tanto caracterizan a las artes escénicas, ya que, nosotros los espectadores, nos enmarcamos en un contexto en el que nuestra persona como tal no estará en disputa, pero si nuestra condición humana. Por tanto, se clarifican las intenciones que hay detrás de la difusión de estos contenidos, que son fundamentalmente, conducir a los interlocutores en cuestión a los terrenos de la filosofía.
En esta línea, Alan Lucien Øyen nos representó una pieza exhaustiva y sesuda, en la que uno sale del teatro como si se hubiese leído un denso libro. No obstante, el mismo supo compensarlo con enlaces inteligentes, ágiles y con sentido del humor; intercalando escenas donde entra en diálogo el texto con el movimiento, con coreografías que profundizaban, formalmente, lo antes abierto; una iluminación que nos tenía en permanente alerta; con unos intérpretes totalmente entregados en todos los sentidos, entre otras cosas, porque se les veían que se creían las palabras que estaban emitiendo, como también, disfrutaban con la misma seriedad de un niño jugando…
En definitiva, esta pieza es fantástica, divertida, madura, completa en lo escénico y lo intelectual…, ha sido una absoluto acierto que la 37º edición del Festival Madrid en Danza la haya programado, siendo que conviene que los estudiantes, profesionales, programadores y personas que escriben sobre artes escénicas, se nutran de trabajos como este.
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