De señores feministas, banderas y revoluciones.
Hace prácticamente un mes. 8 de marzo, jueves. Incluso en mi pequeña ciudad, en plenas fiestas mayores, todo se paraliza. El día se tiñe de violeta. Yo también. Mis ojos gritan voluntad, ilusión, cierta resaca y un gran orgullo de ver las calles llenas en una semana tan difícil. Sonrío. Veo muchos hombres. Mayores. No sé dónde carajo están los jóvenes. Intentando no cabrearme, me doy una vuelta por la concentración. Y joder, me asusto. Mucho y muy fuerte.
“Felicidades por vuestro día“, “Es una celebración, yo habría dado menos discursos y habría hecho más fiesta”, “Vale que luchen por sus derechos, pero lo de no utilizar el masculino neutro, es un poquito exagerado. ¿Están por encima de la RAE?”, “Yo soy más feminazi que muchas de las de aquí”, “Tiene su día, genial, pero, ¿y el nuestro?” o “Ese cartel es un poco estúpido”. Es jodidamente triste la enorme cantidad de sandeces que uno puede llegar a escuchar si pone el oído. Todo salido de bocas de hombres. Qué vergüenza, muchas veces, ser del mismo género que ellos. El mismo género del que usted y yo formamos parte.
No tiene ni puta idea de lo que es el feminismo. Ni usted, ni yo. He intentado acercarme investigando, leyendo, aprendiendo. Escuchando. Lo he intentado y lo seguiré haciéndolo. Pero cuanto más me acerco, más lejos parece la meta. Tan tan lejos, todavía, que asusta. Y siempre será así. Por un único motivo, simple e irreductible: soy hombre. Nací hombre en la España de principios de los noventa y que me digan qué puedo hacer yo al respecto. Nunca he sido mujer y qué cojones sé yo de lo que significa serlo. Y como no lo soy, no soy quién para dar lecciones ni definir nada, y mucho menos lo que implica ser feminista. En este texto no hay ninguna respuesta. De hecho, no osaría dirigirme a ellas, a las mujeres. Os escribo a ustedes, señores. Es lo único que puedo hacer porque, en el fondo, no sé un carajo. Ni yo ni ustedes, por muy cercanos que creáis estar de la causa.
Lo poco que puedo saber no es sobre feminismo, igualdad ni equidad. Es sobre ustedes. Y no digo que tenga razón. Quizá me equivoque de lleno. Quizá esté errando. Pero después de escuchar lo que he llegado a escuchar, no tengo más opción que gritarlo. En serio, cállense. YA. Cierren la puta boca. Escuchen y no trivialicen. Párense, aprendan y asimilen. Léanlas y admírenlas, pero ni se les ocurra creeros nadie para liderarlas ni darles lecciones de ningún tipo. Ustedes están en una guerra que no entenderán nunca, pero pueden creer en ella. No digo que se aparten ni huyan en retirada, solo asegúrense de estar en el bando correcto. Usted tiene su propia batalla, aquí, y poco tiene que ver con la suya. Ellas tienen el enemigo por todas partes, fuera y dentro de su realidad. Usted fuera no tiene más que un sistema creado para acariciarle el ego. Pero dentro, allí en su cabeza, educación y cultura, en su identidad, debe tener lugar su batalla. Ataque a ese espejo sucio y lleno de manchas que tiene porque nunca ha dejado de salpicar al lavarse los dientes. Ese tipejo de allí ha tenido toda una vida de privilegios tan sádicamente otorgados e implantados que nunca se ha dado cuenta de ellos. Y es muy jodido curarse de una enfermedad que uno no sabe que tiene.
Usted, que se llena la boca con consejos y opiniones, que se considera compañero. No solo tiene que ser solidario con la causa. No es tan simple. Tiene que aprender a hacerlo bien. Y eso no lo va a encontrar en estas líneas, ni en la caja tonta ni con cinco minutos de lectura superficial en el ordenador. No tenga el coraje de considerarse aliado de la causa, porque eso no lo pueden decidir ustedes. Lo deciden ellas. Y, por favor, nunca diga aquello de “pero no todos los hombres somos así”. No sea ridículo. El problema es más grande que usted, y que se victimice solo pone más cemento que destruir. Deje de hablar por ellas. Céntrese en escucharlas. No cuestione la forma en la que una mujer decide reivindicar su papel en esta revolución feminista. Porque lo es, una revolución, y lo que tiene que hacer es aplaudir y admirar sus banderas, no querer escribirlas. No busque salir en la foto. Usted no tiene nada que hacer allí. Salga voluntario para echarla, pero no coja el micrófono para salir en ella. Nuestro papel está detrás de la cámara, no delante.
Hable con su padre, con sus hijos, con sus amigos y con sus sobrinos. Con toda persona a su alrededor que tenga una polla. Y no les dé una espada, solo quíteles la venda. Actúe cada vez que escuche o vea algo que sepa que no debería haberse pronunciado o haberse hecho, por muy normativo, legal o culturalmente aceptado que esté. Hable con ellos, haga que lo entiendan. Que la forma en la que nos han construido nuestra propia identidad de género es tan tóxica que hasta huele, y que la única forma de ayudar es destruyéndonos a nosotros mismos para volvernos a construir. Aconséjenles lo único que se puede aconsejar, aquí. Que se callen, que escuchen y que aprenden. No son, ni serán ni podrán ser, ningún tipo de voz aquí. Pero pueden ser el eco de las voces que sí tienen algo que decir. Que asuman su responsabilidad, actúen en consecuencia y las dejen hacer. A ellas.
Después de todo, como decimos en mi tierra, revolució es nom de dona.