Por Marcos Mosquera
Menorca, desde arriba, recuerda la cabeza de un caballo. Quizás haya que echarle más imaginación para descubrirla que cuando se observa África desde el espacio. Pero, ahí está, a un lado de las Baleares, una lengua de tierra con la forma del animal tan presente en las tradiciones de una isla que celebra como pocos territorios la fiesta de San Juan. Menorca vive aún a salvo del desastre urbanístico que empobrece buena parte del litoral de este archipiélago a cambio de suntuosos beneficios económico-especulativos propiciados por ejemplos sobresalientes de cómo una construcción puede destrozar la naturaleza. La Unesco declaró Menorca Reserva de la Biosfera en 1993 y condicionó, para bien, su desarrollo futuro. Menorca, aún hoy, es un territorio por explorar, con calas de agua azul turquesa sin masificar y a las que se llega tras un trecho a pie o, únicamente, desde el mar.
A Menorca se le puede enfrentar de dos formas. La sencilla es acomodarse en el hotel o la urbanización y no salir del perímetro de la piscina o, como mucho, de la playa situada al pie de la habitación. Optar por ese viaje es tanto como desaprovechar la isla. Quizás sea una opción para quien sólo busca sol, piscina y playa, sin importarle el entorno. No para quien aspira a conocer más, a adentrarse en caminos de labranza o fincas privadas con el coche, o a patear caminos de tierra para bañarse en playas de postal.
Sólo 45 kilómetros separan el este del oeste, Ciutadella de Maó, una distancia que anima a salir del escondite y explorar la isla.
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