Se estrenó los días 11 y 12 de febrero en el Teatro Central, Woolf, de la mano de Natalia Jiménez Gallardo y de Jordina Millà. Probablemente, ha sido de los mayores aciertos dentro de la programación de la presente temporada de este emblemático teatro sevillano.
La bailarina andaluza Natalia Jiménez Gallardo y la pianista catalana Jordina Millà, nos abrieron las puertas del hogar que han compartido a lo largo del desarrollo de este proyecto conjunto, en el que ha tenido como punto de partida fundamental, la figura de la escritora británica Virginia Woolf. Se trata de “hogar” itinerante, que no es posible ubicarlo en un mapa cuando se reproduce.
Mientras ellas lo habitan se van apropiando del espacio, abarcando cada esquina, generando corrientes de aire… Estas dos profesionales son las únicas que lo habitan, nosotros los espectadores sólo podemos visitarlo mientras estamos sentados en las butacas de un teatro. Ese espacio se expande hasta el interior de cada espectador, pues, ellas consiguen que no haya manera de oír otra cosa que lo que sale del excepcional espacio sonoro que genera Jordina Millà, ni ver a ningún otro sitio del que nos va guiando Natalia Jiménez Gallardo con su movimiento.
De esta manera nuestros pensamientos se van quedando en suspensión, resulta anecdótico que se vuelvan a activar cuando alguna de ellas emiten palabras, que presumiblemente todas ellas, procedan de la obra de Virginia Woolf. Después de haber visto Woolf, he quedado con la certeza de que quienes hayan ido buscando una “traducción” de la obra de dicha escritora a través de una pieza escénica, se habrán encontrado con algo que se ha erosionado tanto con las interpretaciones puestas en común de Natalia Jiménez Gallardo y Jordina Millà, que lo que se percibe son cosas que quedaron para el lenguaje privado que ambas habrán configurado en el proceso creativo de Woolf.
Por tanto, me atrevería a decir que sólo estas profesionales son las que conocen toda la gramática, semántica y sintaxis de esta pieza. Nos expusieron un discurso escénico en el que se iban y volvían de la figura de Virginia Woolf. Con la cual a veces se pivotaba con el fin de compartir las innumerables reflexiones y “paisajes” que les habrán suscitado estos escritos. Así lo que se ve en escena es algo que ya está “digerido” por ambas, algo que consigue transcender la idea de un “juego” entre dos personas hermanadas. Por ello no tardé mucho en dejar de analizar el marco conceptual que presupongo que sustentará este trabajo, y me centré en degustarlo. Esto es: Fue fascinante cómo Natalia Jiménez Gallardo “cataba” el espacio de toda la sala, sea con un desplazamiento o un simple gesto: Nada era gratuito dentro de la “ciencia formal” que ejercía con su danza.
Jordina Millà “no estuvo tocando” el piano dispuesto en escena, su sonido se me antojaba indescifrable: pasaba de lo sicodélico a cosas que se oirán en un mundo paralelo al nuestro. El movimiento de Natalia Jiménez Gallardo ayudaba a los que estén más familiarizados con las artes escénicas, aunque esto no significase que la misma se haya supeditado a lo que generaba Jordina Millà. A riesgo de equivocarme, me decantaría por decir que ambas confluyeron entendiendo que tienen un camino compartido que han decidido recorrer juntas, pero conservando el arraigo a las disciplinas artísticas a las que cada uno de ellas se deben.
Trabajos como Woolf favorecen a que las personas implicadas conozcan más a fondo la realidad de los profesionales de otros sectores, como también, pongan a prueba su versatilidad al situarla en situaciones totalmente fuera de su rutina diaria. Acepto que lo anterior suene llamativo, dado que estamos hablando de una creación entre una música y una bailarina, con el aliciente de que el formato bailarín y músico tocando en escena se ha convertido en todo un género. Del cual han creado cosas que se han hecho predecibles, y al mismo tiempo, han emergido propuestas de lo más fuera de serie porque llegan hasta el delirio. En el caso de Woolf puede que haya un poco de las dos cosas, empezando porque la puesta en escena nos conduce a pensar que ésta deriva de formatos más convencionales. Pero en el momento en que vemos esas telas tendidas en el techo que nos remiten a la estética que se suele asociar al lugar de origen y época de Virgnia Woolf, combinado con que Natalia Jiménez Gallardo “no bailaba” y Jordina Millà “no tocaba música”; ambas incorporaron lo que ellas mejor saben hacer como una forma de estar en ese “hogar” que es Woolf.
Como resultado, irrumpe en escena una pieza absolutamente exquisita, hecha con un mimo y una minuciosidad que demuestra que ellas entendieron eso que se suele hablar de en danza, al respecto de que interpretar (entre otras cosas), supone que cada movimiento se desarrolle por el camino más largo, ocupar toda la música, «extendiendo el presente» con cada nota de la música en cuestión… Ver Woolf ha sido un privilegio, algo que seguro ayudará a los espectadores que no son intérpretes de algún arte escénica o música, a comprender que estar sobre una tarima implica moldear el espacio físico y sonoro, según las posibilidades de los profesionales implicados. Dado que dotan de contenido algo que está “vacío” para introducirle imágenes y sonidos que lo reconstituyan, y que tardará en restablecerse, tal y como sucede cuando se arroja una piedra a un lago. De cualquier modo, el escenario volverá a no estar intervenido por intérpretes, nosotros los espectadores volveremos a nuestras respectivas casas y rutinas diarias. Así son las artes escénicas, algo que se desencadena y algo que se disuelve.