Por Álvaro Argote
Los muertos vivientes o zombis, como se prefiera, son un fenómeno cultural que ha vuelto con un éxito más que notable a la gran pantalla. Son muchos los productos que animan este circo mediático y su locura colectiva: videojuegos, juguetes con estética de zombi, aplicaciones para el móvil, maratones populares donde los participantes sortean diversas hordas de zombis y, por supuesto, series de televisión, como The Walking Dead, una lograda adaptación del cómic creado por Robert Kirkman, que ha revitalizado el género y desatado una auténtica fascinación hacia el universo zombi. Es la invasión de los muertos vivientes y, queramos o no, estamos rodeados.
Para comprender este fenómeno es necesario remontarse a los orígenes del zombi en el cine. Los muertos vivientes, desde sus raíces haitianas, son monstruos eminentemente visuales: hay que verlos para sentirlos, creerlos y temerlos. Es necesario destacar “White Zombie”(1932) de Victor Halperin, la primera película del género de la que se tiene referencia, que contó con el rostro siniestro y la voz transilvana de Bela Lugosi. A ésta, le siguieron “Yo anduve con un zombi” (1943) de Jacques Tourneur ,“Plan 9 del espacio exterior” (1956) de Ed Wood, una infravalorada película de culto, y, por fin, años más tarde llegó George A. Romero, el fundador de la mitología zombi moderna, con una nueva teoría cinematográfica que empezó a comprender el género de terror como una disciplina donde podían analizarse todo tipo de metáforas relacionadas con los comportamientos, miedos o deseos de la sociedad.
Este intelectual gafapasta, gran deudor de la novela vampírica “Soy Leyenda” (1954) de Richard Matheson, utilizó al zombi para manifestar la desazón generalizada que causaron ciertos sucesos políticos y problemas sociales determinados. “La noche de los muertos vivientes” (1968), en la que como curiosidad no se nombra la palabra zombi en todo el largometraje, es la película que elevó el género a un concepto cultural superior al alejarse de las anticuadas convenciones góticas del pasado para arrojarlas a la luz fría y despiadada del presente. Con un estilo pragmático casi documental, Romero trató temas que preocupaban a Estados Unidos a finales de los sesenta: el malestar civil por la guerra de Vietnam, el racismo, la desintegración de la familia nuclear y el mismísimo apocalipsis. Nada puede darse por sentado. Dios no siempre triunfa. Y por primera vez, una película de terror reflejó la sensación de inquietud que impregnaba a la sociedad contemporánea sin ofrecer consuelo ni confianza.
En sus filmes posteriores, Romero seguirá usando el cine como instrumento ideológico. En “Zombi(Dawn of theDead, 1978)” esgrime argumentos contra la voracidad de la economía capitalista y el consumismo exacerbado. En “El día de los muertos (The Day of the Living Dead, 1985)” postula una diatriba contra la militarización de la era Reagan. En “La tierra de los muertos (Land of theDead, 2005)”, rodada 20 años después, se centra en el abuso de poder y dirige su atención a la manipulación política de la era Bush y, por último, en “El diario de los muertos (Diary of theDead, 2007)” alude al sensacionalismo informativo orquestado por los medios de comunicación.
En palabras del propio Romero, “la ficción es un medio para desarrollar metáforas” y es precisamente en todas sus películas donde satiriza sobre la condición del ser humano. Es en ellas donde este icono de la cultura popular testimonia la grave crisis existencial que sufre la humanidad: los protagonistas son perversos, desleales, egoístas e irracionales. No luchan contra los zombis, sino entre ellos debido principalmente a su incapacidad de colaborar conjuntamente para conseguir la supervivencia. Igual Romero quería que dudásemos si estar con los zombis o con los supervivientes, o lo que es peor, que no divisásemos ninguna diferencia entre vivos y muertos.
La figura del zombi explora ciertos aspectos de la existencia, la vida y la muerte tan desgarradores como reveladores. Sutilmente, destapa el miedo y el horror que le causa al hombre ver reflectada su insoportable realidad en un espejo sin la coraza que le da el reflexionar sobre ella. Representa las consignas más decadentes de nuestra sociedad contemporánea: la alienación, el carácter de masa anónima, la pluralidad, la violencia natural del hombre y el narcisismo desmesurado que nos empuja a satisfacer nuestros apetitos más básicos e insustanciales.
Cabe plantear ciertos interrogantes, ¿Quiénes son verdaderamente los villanos?,¿Quiénes son realmente esos seres coléricos, hambrientos, víctimas de los errores del pasado y condenados a un futuro que no existe? ¿Por qué los no muertos siempre fueron, son y serán nuestros seres queridos?, ¿Qué inquieta a esos especímenes ajenos a todo lo que no sea sus más inmediatos y bajos instintos?, ¿Alguna vez estuvieron realmente vivos? Todo es subjetivo y encontrar respuestas convincentes a todas estas preguntas se antoja una tarea complicada. Mientras tanto, pagamos el alquiler o hipoteca cada mes, desayunamos todos los días escrupulosamente a la misma hora, cogemos la misma línea de metro o autobús, llegamos puntualmente al trabajo y quizá sea el día en el que nuestro jefe decida bajarnos el sueldo o incluso despedirnos. Y no nos rendimos.Esos muertos vivientes se parecen demasiado a cualquiera de nosotros para no ser cualquiera de nosotros.
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